Misterio del príncipe desaparecido (11 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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Fatty quedóse realmente sobrecogido de asombro.

—¿Otra persona? —balbuceó con incredulidad—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Pues... lo dicho—confirmó Ern—. Sid notó que había otra persona y, apartando un poco la ropa, vio la parte posterior de una cabeza negra y un pedacito de mejilla morena. Entonces uno de los críos hizo ademán de agarrar a Sid y, al rodar por la cuna, ocultó a la otra persona en cuestión.

Fatty quedóse estupefacto. Por fin, tras una pausa, preguntó a Sid:

—¿Quién crees que estaba en la cuna?

—El príncipe —respondió Sid, olvidándose del consabido «a» a causa de su excitación—. Estaba escondido allí. No se dio cuenta de que yo le veía. A...

—«¡Vaya!» —exclamó Fatty, tratando de atar cabos—. ¡Conque «eso» fue lo que sucedió! El chico salió de su tienda en pijama y, durante la noche, ocultóse en la caravana. Luego, a primera hora de la mañana, la mujer lo metió en el fondo de aquella enorme cuna, debajo de los chiquillos. ¡Qué posición más incómoda! Debía de estar encogido y retorcido, asfixiándose de calor.

—A... —asintió Sid.

—Después la mujer debió de mandar a alguien a por los bultos y ella se hizo cargo de la cuna y se la llevó con el pequeño príncipe dentro —prosiguió Fatty—. Así la cosa pasó inadvertida y nadie se dio cuenta. Pero ¿qué explicación tiene todo esto? ¿Qué tiene que ver «esa mujer» con lo sucedido? ¿Por qué el príncipe se fue con ella? ¡Caracoles! ¡Qué misterio!

—Ya sabía yo que te gustaría saberlo, Fatty —profirió Ern, alborozado—. Fue una suerte que Sid se libara de su «toffee», ¿no te parece? Eso es lo que intentaba decirnos esta tarde. Por poco se ahoga tratando de darnos la noticia.

—Lástima que no lo dijera en seguida —lamentóse Fatty.

—Ya lo intentó —aseguró Ern—. Pero pensé que quería ir a nadar o a dar un paseo y no le presté atención, ni di importancia al hecho de que estuviera todo el tiempo señalando la caravana. Sid siempre ha sido muy poco hablador. Mamá dice que no se ha desarrollado la lengua normalmente.

—Tengo que pensar lo que debemos hacer —declaró Fatty—. Tendrás que ir a contárselo a tu tío, Ern. Le prometí que le pondríamos al corriente de todo lo que averiguásemos. Lo mejor será que vayas a decírselo ahora mismo.

—¡Ni hablar! —protestó el pobre Ern—. ¡No puedo hacer eso! Me daría tal mamporro en la oreja que me dejaría un año sordo.

CAPÍTULO XIII
EL SEÑOR GOON SE ENTERA DE LA NOTICIA

Pero no había otra salida. Ern debía ir. Fatty no juzgaba conveniente telefonear al inspector tan pronto, después de la reprimenda, y si Goon lo sabía, se lo comunicaría él mismo. Total que el pobre Ern fue enviado a casa de Goon, con Sid siguiéndole a regañadientes. A ninguno de los dos hacíale ni pizca de gracia la visita.

El señor Goon hallábase en la cocina, en la parte trasera de su casa. Estaba solo. En aquel momento dedicábase a ensayar, no disfraces como Fatty, sino el arte de «dejar la lengua suelta», como Fatty habíale aconsejado. ¿«Podría» hablar en una lengua extranjera con sólo dejar la lengua suelta?

El hombre permanecía de pie, tratando de lograr su intento.

—Abbledy, abbledy, abbledy —barbotó.

Luego hizo una pausa. Al parecer, «abbledy» era la única cosa que se le ocurría. Trataba de recordar el aluvión de palabras extranjeras espetadas por Fatty la otra tarde. Mas no lo conseguía. A buen seguro, no era difícil. Pero no daba con el truco. Cuando se cansaba de decir «abbledy» la lengua se le atascaba y no se le ocurría nada más.

El señor Goon intentó recitar.

—«El chico permanecía en la ardiente cubierta, abbledy, abbledy, abbledy.» No, no me sale.

Entretanto, Ern y Sid habían llegado a la casa. Ern optó por no llamar, por si acaso su tío estaba descabezando un sueñecito, según su costumbre. En lugar de ello, dio vuelta al pestillo de la puerta anterior. Pero ésta no se abrió. Por lo visto estaba cerrada por dentro.

—Vamos a dar la vuelta por detrás, Sid —propuso Ern—. A lo mejor está en el jardín.

De puntillas encamináronse a la parte posterior hasta llegar a la ventana de la cocina. Ésta estaba abierta de par en par. Del interior de la estancia llegaba un murmullo.

—Ahí está —cuchicheó Ern—. Está hablando. Seguramente tiene una visita.

Ambos chicos escucharon.

—Abbledy, abbledy, abbledy —oyeron—. Abbledy, abbledy, ABBLEDY.

Ern miró a Sid, desconcertado. Era la voz de su tío. ¿Qué diablos estaba haciendo? Cautelosamente, Ern levantó un poco más la cabeza para atisbar por un ángulo de la ventana. Sí, su tío estaba allí, de espaldas a él, de pie sobre la alfombra, mirándose en el espejo, sin cesar de articular aquella extraña jerga sin sentido.

Ern quedóse estupefacto. Aquello no le gustaba nada. ¿Tendría su tío una insolación? ¿Habría perdido la chaveta?

—Abbledy, abbledy —repetía una y otra vez.

Luego, de repente, declamó:

—«El chico permanecía en la ardiente cubierta.»

Esto decidió a Ern. Nada más lejos de su intento que interrumpir aquella escena por muy importante que fuera la cosa que le llevaba allí. Conque, arrimándose a la pared de la casa, encaminóse al portillo anterior. Desgraciadamente, el señor Goon había oído pasos y al punto dirigióse a la puerta principal. Excuso decir su sorpresa al ver a Ern y a Sid abriendo el portillo del jardín.

—¿Qué hacéis aquí a estas horas de la tarde? —rugió—. ¿Por qué os marcháis sin siquiera entrar en casa? ¿Habéis estado escuchando junto a la ventana?

Ern quedóse horrorizado, de pie junto al portillo, con Sid.

—Tío —farfulló, temblando de pies a cabeza—. Sólo hemos venido a informarle de algo muy importante. Se trata de una pista.

—¡Ah! —exclamó Goon—. ¿Conque era eso? En este caso, pasad. ¿Por qué no lo decías antes?

Estuvo a punto de soltar «abbledy, abbledy» por la fuerza de la costumbre. Debía extremar las precauciones para que no se le escapara. De tanto repetirlo teníalo metido en la mollera.

Ern y Sid entraron en la casa como si caminaran sobre ascuas. El señor Goon los condujo a la salita de estar que tenía instalada junto a la cocina. El policía sentóse en su enorme sillón, cruzó las piernas, unió las yemas de los dedos y, mirando a los dos chicos, masculló:

—¿Conque tenéis una pista, eh? ¿De qué se trata?

Como es de suponer, Sid no podía pronunciar una palabra, ni siquiera «a». Por su parte, Ern sentíase casi tan torpe como su hermano. No obstante, al fin, logró soltarlo todo, de corrido.

—Verá usted, tío. Sid encontró una pista. ¿Cree usted que el príncipe Bongawah fue secuestrado? Pues bien, no lo fue. Se metió en un cochecito con unos niños gemelos y esta mañana se lo han llevado lejos.

El señor Goon le escuchaba con evidente incredulidad. ¿Que el príncipe se había metido en una cuna con unos mellizos y alguien se lo había llevado allí metido? ¿Qué majadería era aquélla?

—¿Y por qué habéis venido a contarme esa ridícula tontería? —espetó, levantándose con aspecto feroz y terrible—. ¿Por qué no vais a explicársela a ese gordinflón? ¡Que os crea «él» si quiere! ¡Yo no estoy para pamplinas! ¡Vaya historia absurda! ¿Cómo OS ATREVEIS a venir a contarme semejante trola?

—Fatty nos encargó que lo hiciéramos —confesó el pobre Ern, casi llorando de espanto—. Fuimos a contárselo y «él» nos creyó. Entonces nos dijo que debíamos venir a «decírtelo», tío, para ayudarte.

El señor Goon hinchóse de tal modo que sus sobrinos temieron que se le saltaran todos los botones de la ajustada guerrera.

—Id a decir a ese entrometido de chico —resopló en tono amenazador— que no soy tan lerdo como se figura. Decidle que cuente esos cuentos de cunas y mellizos al inspector. ¡Mira que mandaros aquí para explicarme esas pamplinas! Estoy avergonzado de ti, Ern. De buena gana te daría una paliza. ¿Habrase visto DESFACHATEZ?

Ern y Sid echaron a correr por el pasillo en dirección a la puerta y al portillo, sin aguardar a que su tío profiriera ninguna otra amenaza. Sid lloraba. Ern estaba pálido como la cera. ¿Por qué le había enviado Fatty con aquella embajada? Tal como suponía, su tío no había dado el menor crédito a sus palabras.

—¡Volvamos al campamento! —jadeó Ern—. Allí estaremos a salvo. ¡Corre, Sid, corre!

Al pobre Ern ni siquiera se le ocurrió volver a casa de Fatty para contarle lo sucedido. Acompañado de Sid, huía para no caer en las garras de su tío.

Perce se alegró de no haber ido con ellos cuando se enteró de la aventura. Temía tanto a su tío como sus hermanos. Ern habíale contado a menudo, y también a Sid, terribles historias de la temporada pasada con el señor Goon y de los bofetones, las palizas y las voces que había tenido que soportar. No obstante, Ern solía terminar su relato con estas optimistas palabras:

—De todos modos, valía la pena. Gracias a mi estancia en Peterswood pude trabar amistad con aquellos cinco chavales, especialmente con Fatty. ¡Qué chico!

Entretanto, el «chico admirable» hallábase entregado a una profunda reflexión sobre la sorprendente noticia aportada por Sid. ¡Qué historia más extraordinaria! ¿Tendría razón Sid? ¿Sería posible que el joven príncipe se hubiese acurrucado en aquel cochecito doble? En realidad, «no era» la primera vez que se ponía en práctica aquel truco para llevarse a alguien secretamente.

«Bastaba con sacar los dos asientos, meter al príncipe en el fondo de la cuna, y poner a los dos niños encima —pensó Fatty—. Sí. Es una estratagema muy socorrida. Pero ¿por qué motivo atravesó el príncipe el seto por la noche y se metió en la cuna al día siguiente?»

Era un enigma. Fatty llegó a la conclusión de que lo mejor era madurar la idea con una buena noche de sueño y discutirla con los demás a la mañana siguiente. ¿Qué reacción habría tenido el señor Goon al enterarse de la noticia facilitada por Ern? ¿Obraría en consecuencia? ¿Habría telefoneado al inspector?

Fatty creyó en un principio que Goon le telefonearía para preguntarle qué opinaba de la noticia de Ern. Pero luego, pensándolo mejor, se dijo que probablemente el policía no haría tal cosa, deseoso de obrar exclusivamente por su cuenta para después poder jactarse de haberlo hecho todo él.

«Ya se arreglará —pensó Fatty—. Si logra aclarar este embrollo antes que yo, ¡tanto mejor! Estoy completamente desorientado. No tengo idea del «porqué» de este asunto.»

El muchacho decidió telefonear a Larry.

—¿Eres tú, Larry? Acude a mi cobertizo mañana a las nueve y media en punto de la mañana. Hay novedades extraordinariamente misteriosas e importantes. Hace un rato se han presentado a verme Ern y Sid con una noticia inesperada.

—¡Oye! —instó Larry con voz tensa de excitación—. ¿De qué se trata? ¿No puedes adelantarme algo, Fatty?

—Es preferible no comentarlo por teléfono —repuso Fatty—. Sólo puedo decirte que es muy importante. Mañana, a las nueve y media en punto.

Y, dicho esto, colgó el receptor, dejando a Larry en tal estado de excitación que el muchacho tuvo que reprimirse para no echar a correr a casa de Fatty inmediatamente. Él y Daisy pasaron toda la noche tratando de adivinar en qué consistiría la misteriosa noticia de Fatty, sin conseguir su intento.

Después, Fatty telefoneó a Pip. La señora Hilton atendió a la llamada.

—Pip está en el baño —repuso la dama—. ¿Quieres que le dé algún recado?

Fatty titubeó. La señora Hilton no era en modo alguno partidaria de que sus hijos se mezclasen en casos misteriosos. De hecho, en varias ocasiones había expresado el deseo de que Pip y Bets se mantuviesen al margen de ellos. Optando, pues, por la discreción, Fatty preguntó por Bets.

La pequeña acudió al teléfono envuelta en su batín, presintiendo que Fatty tenía algo importante que decirle.

—Hola, Fatty. ¿Alguna novedad?

—Sí —asintió Fatty con voz solemne—. Ern y Sid acaban de darme una noticia extraordinaria. Pero no puedo decírtela por teléfono. Acudid los dos aquí mañana, a las nueve y media en punto de la mañana.

—¡«Fatty»! —exclamó Bets, emocionada—. «Debes» adelantarme algo ahora mismo, aprovechando que en este momento no hay moros en la costa.

—Imposible, Bets —replicó Fatty, satisfecho de crear todo aquel aire de misterio—. Todo cuanto puedo decirte por teléfono es que se trata de algo muy importante que requerirá mucha reflexión. ¡El verdadero misterio está a Punto de Comenzar, Bets!

—¡Ooooh! —profirió Bets—. De acuerdo, mañana a las nueve y media. Ahora mismo voy a contárselo a Pip.

—No se te ocurra gritárselo a través de la puerta del cuarto de baño —advirtió Fatty, alarmado.

—No, aguardaré a que salga —prometió Bets—. De todos modos, iré a decirle que se dé prisa.

Pip emocionóse tanto con aquella súbita e inesperada llamada telefónica que, al igual que Larry, tuvo tentaciones de vestirse y salir disparado a casa de Fatty. Pero convencido de que su madre se enojaría si le sorprendiera vistiéndose para salir después de un baño caliente, decidió aguardar al día siguiente.

Fatty se encerró en su habitación sumido en sus vacilaciones, reflexionando sobre todo lo que sabía del joven príncipe. En la enciclopedia buscó Tetarua. En un catálogo de unos grandes almacenes perteneciente a su madre tuvo la suerte de encontrar reproducido no sólo un cochecillo individual, sino uno doble, con las correspondientes medidas.

Fatty llegó a la conclusión de que era la cosa más fácil del mundo esconder a alguien en el fondo de una cuna doble.

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