Misterio del príncipe desaparecido (9 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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—Ni a mí tampoco —confesó Daisy—. Pero, ¡quién sabe! Apuesto a que Ern, Sid y Perce no nos sacarán de dudas, Fatty. ¡Siempre están en Babia!

—¿Os habéis traído las bicicletas, Larry y Daisy? —inquirió Fatty—. Entonces, vámonos. No cruzaremos el río en barca. Iremos por el puente y subiremos al campamento. En bicicleta resulta cerca.

Los muchachos se pusieron en marcha, con «Buster» instalado en la cesta de Fatty, como de costumbre. El perrito permanecía allí, muy erguido y arrogante, mirando despectivamente a los demás perros que encontraban.

—Si sigues engordando, no podré llevarte en mi cesta, «Buster» —jadeó Fatty, mientras remontaba una ladera.

—¡Guau! —convino «Buster» cortésmente volviéndose con intención de lamer la nariz a su amo.

Pero Fatty esquivó la caricia.

Por fin, llegaron al campamento. Éste hallábase en un campo muy grande que, en uno de sus márgenes, formaba un declive hacia el río. Desparramados por doquier veíanse grupos de árboles. Abundaban las tiendas de campaña y, cerca de algunas de ellas, elevábanse pequeñas columnas de humo de las hogueras improvisadas para los guisos. Varios muchachos corrían de acá para allá, entre voces y risas.

Los Pesquisidores dejaron sus bicicletas apoyadas en un seto.

—¡Oye! —dijo Fatty a un chico que andaba por allí cerca—. ¿Dónde está el grupo de Lillington-Peterhouse?

—En las últimas tiendas de allí abajo —respondió el muchacho, indicando el río con un ademán.

Los cinco amigos encamináronse lentamente por el declive en aquella dirección. Pip parecía nervioso. En realidad, no le hacía, ninguna gracia abordar a un primo dos años mayor que él y mucho más corpulento. Secretamente, el muchacho tenía la esperanza de no encontrarle allí.

Pero, a los pocos instantes, recibió una palmada en la espalda, y un chico de cara risueña, que le pasaba ocho centímetros, le gritó:

—¡Philip! ¿Qué «haces» aquí? ¿Vienes en mi busca?

—¡Hola, Ronald! —exclamó Pip, volviéndose, sonriente—. Sí, he venido a verte. Reconozco que he sido muy atrevido. Espero que no te lo tomes a mal.

Resulta curioso oír llamar a Pip por su verdadero nombre de pila, Philip. Pip presentó a su primo a los demás. Ronald miró a Fatty con interés.

—¡«Oye»! ¿Eres tú, por casualidad, el chaval a quien Philip está siempre alabando, el que trabaja con la policía?

—Sí —murmuró Fatty, con aire modesto—. A veces, ayudo a la policía.

—¿Trabajas en algún caso ahora? —inquirió Ronald, ávidamente—. ¡Ven! ¡Cuéntanos de qué se trata!

—No, no, no puedo —replicó Fatty—. Sólo hemos venido aquí para verte... y, de paso, a satisfacer un poco nuestra curiosidad acerca de la desaparición del joven príncipe.

—¡Ah, ese chaval! —masculló Ronald, conduciéndoles al interior de una espaciosa tienda—. ¡No os preocupéis por él! ¡Buen desahogo! ¡Era el peor salvaje imaginable!

Dentro de la tienda había una larga mesa de madera llena de platos con sándwiches de jamón y de carne en conserva, bollos, pedazos de torta con pasas de Corinto y varias jarras de gaseosa dispuestas a intervalos todo a lo largo de la mesa.

—¡Os cuidáis muy bien! —comentó Larry.

—Tomad lo que os apetezca —invitó Ronald—. Esta semana estoy al frente de la cocina y del abastecimiento. Es un poco temprano para merendar, pero como todo está preparado, podemos aprovechar la ocasión antes de que se presenten las «hambrientas hordas».

Todos se proveyeron de platos y los llenaron de comida. Hacía escasamente una hora que habían terminado de comer, pero eso no importaba. Podían comer con apetito a cualquier hora del día o de la noche, incluso «Buster», que, al presente, husmeaba afanosamente por debajo de la mesa.

Una vez provistos todos de sus correspondientes platos de comida, Ronald los sacó de la tienda para llevados junto al río.

—Vamos, sentémonos aquí a comer en paz —propuso—. Te aseguro, Trotteville, que estoy encantado de conocerte. Philip me ha contado infinidad de cosas sobre ti en varias ocasiones, y yo las he referido, a mi vez, a mis compañeros.

Fatty le contó otras aventuras, gozando de lo lindo. Pero Pip se aburría soberanamente. Su primo estaba tan prendado de Fatty, que ya no le prestaba la menor atención. En vista de ello, Pip, apuró su taza de té y, levantándose, hizo una seña a Larry.

—Vamos a dar una vuelta —cuchicheó—. A lo mejor, pescamos algo.

Ambos vagaron por el campo. Nadie les prestó mucha atención.

—¿Dónde está la tienda en que dormía el príncipe Bongawah? —preguntó Larry a un muchacho que pasaba cerca de ellos.

—Allí, si es que tanto os interesa saberlo —contestó el chico, insolentemente.

Y sin más explicaciones, el interpelado echó a correr.

Pip y Larry dirigiéronse a la tienda por él indicada. En el exterior había sentados tres muchachos, comiendo sándwiches. Todos eran más o menos de la edad de Pip.

—Magnífica tienda, la vuestra —dijo Larry a los chicos.

—Proporcionada por su Alteza Real, el príncipe Bongawah-wah —profirió uno de los muchachos.

Era, en efecto, una hermosa tienda, mucho más bonita que las de las inmediaciones.

—¿Por qué le llamas así? —preguntó Pip, riéndose—. ¿No te era simpático?

—No —respondieron los tres chicos, todos a una.

Uno de ellos, pelirrojo por más señas, agitó su sándwich a Larry, diciendo:

—Era un chaval insoportable y presumido. Y, además, un verdadero zote. Chillaba por nada, como un chiquillo de siete años.

—Por eso le llamábamos Wah-wah —aclaró otro de los chicos—. Siempre estaba lamentándose.

—¿Hablaba inglés?

—Todo el mundo pensaba que no sabía una palabra —explicó el pelirrojo—, porque, por lo regular, no decía más que disparates. Pero, en realidad, podía hablarlo correctamente cuando quería. ¡Aunque sabe Dios dónde lo aprendió! Parecía tener acento londinense.

—¿A qué colegio iba? —inquirió Larry.

—A ninguno —contestó el pelirrojo—. Tenía un preceptor. Pero, a pesar de ser un príncipe, se portaba como un perfecto golfillo. Llevaba trajes de lo mejor de lo mejor, y no hablemos de los pijamas; pero no se lavaba nunca. Y si alguno le amenazaba con echarle de cabeza al río, ponía pies en polvorosa dando berridos.

—Muchos extranjeros son así —comentó el tercer muchacho, masticando su sándwich—. Tenemos dos en nuestro colegio uno de ellos nunca se lava los dientes y el otro chilla como un condenado si alguien le da una patada jugando al fútbol.

—¿Creéis que el príncipe fue secuestrado? —interrogó Pip, algo emocionado por toda aquella información de primera mano.

—No lo sé, ni me importa —gruñó el pelirrojo—. Si lo «han» secuestrado, confío en que no lo suelten. Echad una ojeada a su saco de campaña. ¿Habéis visto alguno igual?

Larry y Pip atisbaron el interior de aquella maravillosa tienda. El pelirrojo señaló un saco de campaña instalado en un rincón. Era, en verdad, muy suntuoso, acolchado y bellamente bordado.

—Probadlo —propuso el pelirrojo—. Yo lo probé una vez. Cuando se mete uno dentro, tiene la sensación de flotar en una alfombra mágica. Es blando como un colchón de plumas.

Pip deslizóse dentro. Era, en efecto, un saco extraordinariamente lujoso, de esos que invitan al sueño sin tenerlo. El muchacho se escurrió un poco más adentro y, al hacerlo, notó el roce de un objeto duro en la pierna. Al punto, lo palpó con la mano.

¡Era un botón! Un bonito botón azul con reborde dorado. Pip se incorporó para contemplarlo.

—Es un botón de su pijama —declaró el pelirrojo, echándole una ojeada—. ¡Había que ver ese pijama! Azul y oro con esos botones a juego.

—¿Crees que podría quedármelo de recuerdo? —preguntó Pip, diciéndole que, a lo mejor, resultaba una buena pista.

—¡Sopla! —exclamó el muchacho—. ¿Y para qué quieres un recuerdo? ¡Eres bobo o poco te falta! Guárdalo si quieres. No creo que Wah-wah lo reclame. Estoy seguro de que cuando pierde un botón le regalan otro pijama.

—¿Se dejó el pijama aquí? —inquirió Larry, diciéndose que no estaría de más echarle un vistazo.

—No, se marchó con él puesto —respondió el pelirrojo—. Eso es lo que induce a suponer que fue un secuestro. Si se hubiera escapado, se habría vestido.

Larry y Pip salieron al aire libre. De pronto, una sonora voz les saludó con estas palabras:

—¡Larry! ¡Pip! ¿Qué estáis haciendo ahí? Al punto, vieron la regordeta cara de Ern sonriéndoles desde el otro lado del seto inmediato. —¡Venid! ¡«Nuestra» tienda está aquí!

CAPÍTULO XI
UNAS POCAS INVESTIGACIONES

—¡Hola, Ern! —exclamó Larry, sorprendido.

De hecho, había olvidado que Ern estaba acampado a dos pasos del gran campamento. Sid y Perce asomáronse también a mirarles. Perce, sonriente, Sid muy serio, como de costumbre.

Larry y Pip despidiéronse del pelirrojo y sus amigos, y luego se deslizaron a través del seto para reunirse con Ern. Pip llevaba el botón del pijama en el bolsillo por si acaso les resultaba útil.

Ern mostróles su tienda muy ufano. Era muy pequeña y modesta comparada con la espléndida tienda que acababan de visitar; pero Ern, y Sid y Perce estaban orgullosísimos de ella. Era la primera vez que acampaban y lo estaban pasando maravillosamente.

En la tienda no había sacos de campaña, sino simples mantas viejas y raídas extendidas sobre una lona. Tres vasos, tres cuchillos rotos, tres cucharas, dos tenedores («Perce perdió el suyo mientras se bañaba», fue la desconcertante explicación de Ern), tres capas impermeables, tres platos esmaltados y otros pocos objetos constituían todo el ajuar de los tres hermanos.

—¿Os gusta, verdad? —exclamó Ern, entusiasmado—. Vamos a por agua al campamento. Nos dan permiso para hacerlo con la condición de que no nos entretengamos allí. Pero a los caravaneros no les dejan entrar. De modo que el agua se la proporcionamos nosotros y ellos, a cambio, nos invitan a comer de vez en cuando.

Había una porción de caravanas esparcidas por los alrededores, amén de otras dos pequeñas tiendas. La caravana más próxima a la tienda de Ern estaba vacía, con una serie de papeles sucios volando alrededor.

—Los que vivían ahí, se han ido —explicó Ern—. Eran una mujer y dos chiquillos, gemelos como Perce y Sid.

—A... —farfulló Sid, que les seguía sin cesar de mascar—. A...

—¿Es que no sabe hablar ese chico? —gruñó Pip enojado—. ¿Sólo sabe decir eso?

—Es que está comiendo «tofee» —le disculpó Ern—. Mamá no le deja comer tantos cuando está en casa y, naturalmente, allí Sid habla un poco más. Pero aquí, como puede comer «toffees» todo el día, apenas dice nada más que «A»... ¿Verdad, Sid?

—A... —asintió Sid, tratando de tragarse rápidamente el resto de su «toffee», con riesgo de atragantarse.

—Parece que quiere decir algo —observó Pip, interesado—. ¿Verdad, Sid?

—A... —barbotó Sid, frenéticamente, poniéndose colorado como un tomate.

—Supongo que quiere hablarle de los dos niños gemelos —coligió Ern—. Nuestro Sid estaba chiflado por ellos. Solía ir a esa caravana y pasarse horas y horas contemplando el cochecito de los mellizos. Está muy loco por los críos.

Pip y Larry miraron a Sid, sorprendidos. El chico no tenía el más pequeño aspecto de ser uno de esos muchachos «locos por los críos».

Sid señaló el suelo, surcado de cuatro juegos diferentes de huellas correspondientes a las ruedas del cochecillo.

—¿Veis cómo no me equivocaba? —profirió Ern—. Ya os dije que Sid quería hablaros de los mellizos. Solía permanecer junto a su cochecito y recoger todos los sonajeros y pequeños juguetes que los niños echaban al suelo. Apuesto a que está triste porque se han ido. Es un chico raro nuestro Sid.

—A... —masculló éste con voz ahogada.

Y de nuevo estuvo a punto de atragantarse.

—Das grima —reconvino Ern—. Te has comido una lata entera de «toffees» desde ayer. Pienso decírselo a mamá. ¡Vamos, ve a escupirlo de una vez!

Sid se alejó, renunciando, al parecer, a toda esperanza de hablar como es debido. Pip lanzó un suspiro de alivio. Sid y sus «toffees» producíanle una sensación de pesadilla.

—Esta mañana Sid se trastornó mucho con la marcha de los mellizos —declaró Perce, interviniendo amistosamente en la conversación—. Fue a mecer la cuna como solía cuando la madre quería que los críos durmiesen, pero la mujer le gritó, obligándole a marcharse de allí. Eso provocó el llanto de los niños y hubo un jaleo de espanto.

—¿Por qué tenía que gritar esa mujer a nuestro Sid? —espetó, Ern enojado—. Al fin y al cabo, se portó muy bien con aquellos apestosos críos, paseándolos horas y horas por el campo en su cochecito.

Pip y Larry empezaban a cansarse de aquel tema de Sid y los mellizos. ¿Qué les importaba todo aquello?

—Escucha, Ern —interrumpió Larry—. ¿Oíste algo anoche cuando se supone fue raptado el príncipe Bongawah? ¿Y Sid y Perce?

—No —repuso Ern, firmemente—. Ninguno de nosotros oyó nada. Todos dormimos como lirones. Sid no se despierta aunque haya una tormenta de las gordas. Podrían haber secuestrado a todos los chicos del campamento sin que nos diéramos cuenta. Los Goon tenemos el sueño muy profundo.

Y eso fue todo. Tal como suponían, Ern tenía muy poco que contar. Era para volverse loco. ¡Pensar que conocían a una persona que vivía a dos pasos del príncipe y no podían sacarle nada!

—¿Pero «viste», al príncipe, verdad? —preguntó Larry.

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