Misterio del príncipe desaparecido (15 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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De pronto, Fatty vio al señor Goon a lo lejos. Entonces, el muchacho, acercándose al chico del tiovivo con expresión sonriente, sostuvo una larga entrevista con él. El chico del tiovivo asintió, riendo. Fatty entrególe unas monedas y se alejó.

—¿Qué has estado fraguando, Fatty? —interrogó Daisy—. Tienes una expresión muy maliciosa.

—He preparado una larga excursión para el señor Goon —declaró Fatty—. ¡Es un obsequio que le hago! ¡Fijaos!

El señor Goon había renunciado a seguir buscando al evasivo Ern que, a la sazón, hallábase escondido debajo de una caravana perteneciente a uno de los feriantes e instalada en el extremo más lejano del campo. Así, pues, al presente el señor Goon optó por dirigirse hacia el lugar donde estaban Fatty, Bets y Daisy. Larry y Pip reuniéronse también con ellos tras haber intervenido sin éxito en el lanzamiento de aros y gastado todo el dinero de que disponían.

—Fijaos —repitió Fatty en voz baja.

Todos procuraron prestar atención aunque, por entonces, nada parecía suceder. De pronto, cuando el señor Goon llegó a las inmediaciones del lugar, el chico del tiovivo y otro muchacho de su edad subieron al tiovivo discutiendo acaloradamente.

Todo el mundo volvióse a mirarles. —¡Si no me lo das en seguida, te calentaré las orejas! —gritaba uno de los muchachos.

—¡No pienso dártelo! —vociferó el otro chico, abalanzándose sobre el primero.

Ambos rodaron por la plataforma del tiovivo, entre fuertes alaridos.

—No te preocupes, Bets —murmuró Fatty sonriendo—. ¡Todo es broma! ¡Ahora fijaos en lo que ocurre!

Al oír el alboroto promovido por los chicos, el señor Goon juzgó oportuno intervenir y, tras estirarse la guerrera y enderezarse el casco, dirigióse al tiovivo con aire importante.

—¡Eh, chicos! ¿Qué os pasa? ¡Reportaos!

—¡Auxilio, auxilio! —chillaba uno de ellos—. ¡Que me está asfixiando! ¡Socorro! ¡Que venga la policía!

El señor Goon subió a la plataforma del tiovivo entre la expectación de gran número de espectadores y curiosos.

—¿Qué pasa aquí? —inquirió.

De pronto, agarróse al tigre más inmediato. ¡El chico del tiovivo había bajado de la plataforma y puesto en marcha el mecanismo! El tiovivo empezó a girar sin cesar asordando con su música al desconcertado señor Goon, que, a punto de caerse, abrazóse el pescuezo del tigre vociferando furiosamente:

—¡Para ya este chisme! ¡Te digo que lo pares!

Pero al son de la estridente música nadie podía oírle. El tiovivo giraba con tal creciente velocidad que llegó un momento en que ZUMBABA materialmente, con lo cual la figura del señor Goon fue haciéndose cada vez más confusa. Fatty echóse a reír. Los demás le imitaron bulliciosamente. Todo el mundo gritaba. ¡El señor Goon gozaba de muy pocas simpatías en Tiplington!

Por fin el tiovivo aminoró la marcha. El señor Goon seguía agarrado al cuello del tigre, sin atreverse a soltarlo. ¡Pobre señor Goon! ¡El mundo le daba vueltas y el tigre parecía ser su único amigo!

CAPÍTULO XVIII
EL DESCUBRIMIENTO DE PIP

—Tengo el presentimiento de que lo mejor que podemos hacer es largarnos —dijo Fatty—. ¿Dónde está Ern? ¡Ah, miradle! ¡Menos mal que ha gozado de parte del espectáculo!

Ern acercóse a ellos, sonriente.

—¡Fijaos en mi tío, ahí subido en el tiovivo! ¡No suelta al tigre ni a tres tirones! ¿Qué ha sido, Fatty, un accidente?

—Yo no diría tanto —cloqueó Fatty—. Vamos, todos en marcha. El señor Goon no estará en condiciones de seguirnos en su bicicleta hasta dentro de un rato. Probablemente le dará todo vueltas una buena temporada.

Dicho esto, el muchacho guiñó un ojo al chico del tiovivo y éste correspondió con otro guiño. El señor Goon se enderezó y, apartando cautelosamente un brazo del tigre, intentó andar. Pero al ver que todo le daba vueltas, el hombre abrazó al tigre aún más amorosamente que antes.

—Si sigo mirando me moriré de risa —advirtió Larry—. ¡No puedo más de dolor de costado! En mi vida me había reído tanto. ¡Pobre viejo Goon! ¡Estoy congraciándome con él por el buen rato que me ha hecho pasar! ¿Cómo se las arreglará para bajar de ese tiovivo?

Fatty tuvo que empujarlos a todos hacia la salida. De hecho, sus compañeros moríanse de ganas de ver bajar al señor Goon del tiovivo y de contemplar sus bamboleos por el campo. El chico del tiovivo le gritaba:

—Lo siento, señor. ¡Fue un accidente! ¡De todos modos no le cobraré ni un solo penique, señor! ¡Servicio gratis para el cuerpo de policía!

El señor Goon decidió no discutir con él por el momento. Sus palabras llegábanle confusamente a los oídos. Agarrándose al tigre con más fuerza, el policía cerró los ojos para ver si el mundo cesaba de darle vueltas de una vez.

Los Pesquisidores y Ern fueron a por sus bicicletas.

—Pasemos por este sendero —aconsejó Ern—. Saldremos antes a la carretera. Lo vi mientras estaba escondido debajo de la caravana.

Los Pesquisidores emprendieron la marcha por el sendero de Ern, que atravesaba el campo a lo largo de las caravanas hasta desembocar en un atajo directo a la carretera.

De pronto, mientras los chicos pedaleaban lentamente ante las caravanas, Pip vio algo que por poco le hizo caer de su bicicleta.

Junto a las caravanas se veía ropa puesta a secar, perteneciente a los feriantes. Pip los contemplaba distraídamente a su paso y he aquí que, de improviso, vio una blusa azul confeccionada con un género corriente. Mas no fue la blusa lo que le produjo tal sorpresa ¡sino los botones cosidos en ella!

—¡Cáscaras! —exclamó—. ¡Parecen iguales que el botón desprendido del pijama del príncipe Bongawah!

Y sacándose el botón del bolsillo, acercóse al tendedero para compararlo con los botones de la blusa. Eran exactamente iguales, azules y dorados, y de una clase muy fina.

Pip echó una ojeada a la caravana inmediata. Era de color verde intenso con las ruedas amarillas. La recordaría perfectamente. Luego pedaleó a toda marcha en pos de Fatty, casi atropellando a los demás en la estrecha senda.

—¿Qué haces, Pip? —protestó Bets, enojado, al ver que su hermano pasaba rozándole el pedal—. ¿A qué viene esa prisa?

Por fin Pip logró alcanzar a Fatty.

—¡Detente un momento, Fatty! ¡Tengo algo importante que decirte!

Fatty se detuvo, sorprendido. Apeándose de su bicicleta, aguardó a su amigo junto al pequeño portillo que conducía al atajo.

—¡Lleva tu bicicleta al pie de aquellos árboles para que no nos vean hablando! —jadeó Pip.

A poco, hallábanse todos reunidos bajo los citados árboles, sin poder disimular su ansiedad.

—¿Qué sucede, Pip? —preguntó Fatty—. ¿Qué te ha dado de repente?

—¿Recuerdas el botón desprendido del pijama del príncipe Bongawah? —profirió Pip, sacándoselo del bolsillo—. Pues bien, Fatty. Al pasar ante aquella ropa tendida ¡he visto una blusa con botones «exactamente» iguales que éste! ¡Y no cabe duda que se trata de unos botones muy finos y poco corrientes!

—¡Cáspita! —exclamó Fatty, sobresaltado ante semejante declaración.

Y echando una rápida ojeada al botón, murmuró al tiempo que llevaba su bicicleta al sendero:

—Voy a comprobarlo. Aguardadme aquí. Fingiré buscar algo perdido en la hierba.

El chico recorrió el sendero con la cabeza gacha hasta llegar junto al tendedero en cuestión. Inmediatamente, descubrió la blusa. Sin cesar de aparentar como si buscase algo en el suelo, acercóse a la prenda para examinarla. Luego volvió rápidamente al lado de sus amigos.

—Pip tiene razón —declaró con voz excitada—. Esto es muy importante. Temíamos haber perdido la tarde viniendo en busca de un par de mellizos y ahora resulta que hemos descubierto algo mucho mejor.

—¿Qué? —inquirió Bets, emocionada.

—Salta a la vista que esos botones proceden del pijama del príncipe —explicó Fatty—, y que dicho pijama fue destruido para evitar que alguien lo reconociera. Pero la persona que lo hizo, no quiso desprenderse de los bellos botones... ¡y los cosió en esa blusa creyendo que nadie repararía en ellos!

—¡Y tal habría sucedido si Pip no hubiese encontrado ese botón y observado el tendedero! —exclamó Bets—. ¡Oh, Pip, qué listo «eres»!

—Recapacitemos —instó Fatty—. No perdamos el tiempo. ¿Qué significa todo esto? Pues que probablemente el príncipe está por aquí cerca, escondido... de grado o por fuerza. Probablemente se halla en la caravana inmediata al tendedero. Tendremos que tratar de averiguarlo.

—Ahora no podemos entretenernos —objetó Pip—. Mamá nos dijo que Bets y yo debíamos estar de vuelta a las seis, y si no nos damos prisa, no llegaremos a tiempo.

—Yo me encargaré de ello —decidió Fatty sin arredrarse—. Mejor dicho. Regresaré a casa, me disfrazaré de algo y volveré para acá. Trabaré conversación con los feriantes por si acaso pesco algo. Sí, eso será lo mejor. Es preciso que uno de nosotros indague algo cuanto antes.

—¿Por qué no me dejas a mí? —suplicó Ern.

—No, Ern —repuso Fatty—. Vente con nosotros. Anda, haz lo que te digo. Recuerda que soy el jefe. Démonos prisa porque necesitaré un buen rato para disfrazarme bien.

—¿De qué te disfrazarás, Fatty? —preguntó Bets, excitada, mientras descendían velozmente por el atajo. Ern iba un poco mohíno.

—De buhonero —respondió Fatty—, de esos que venden baratijas. De este modo podré entablar conversación con el personal de la Feria sin dificultad. Pensarán que soy de su clase. ¡Debo averiguar si últimamente se les ha agregado un chico desconocido!

—¡Válgame Dios! —profirió Bets—. ¡De insoluble, este misterio ha pasado a ser casi evidente!

—No lo creas —replicó Fatty, sombríamente—. Este caso es más complicado de lo que parece. ¡Hay algo un poco raro en todo esto!

Las perspectivas no podían ser más emocionantes. Los cinco muchachos pedalearon en silencio, embargados por turbulentos pensamientos. ¿Qué descubriría Fatty? ¿Encontraría al príncipe aquella tarde? ¿Qué era lo que le parecía «un poco raro»?

Llegaron a casa a buena hora. Fatty fue directo a su cobertizo. Sabía exactamente el disfraz que se pondría. Era uno que en anteriores ocasiones había dado excelentes resultados.

Así, pues, la persona que entró en el cobertizo era un muchacho corriente, pero la que salió, distaba mucho de tener tal aspecto. Era un desaliñado buhonero con largos pendientes, una gorra de paño echada sobre la cara, un pañuelo encarnado atado al cuello y unos dientes conejunos. ¡Fatty iba disfrazado!

Llevaba unos sucios pantalones de franela y unos viejos zapatos de gimnasio además de un cinturón rojo y un mugriento jersey amarillo. De su espalda pendía un zurrón lleno de frascos de todas clases con rótulos que decían: «Remedios para los resfriados», «Remedios contra las verrugas», «Loción para los sabañones», y toda suerte de fantásticas pociones inventadas por Fatty para proveer su zurrón de buhonero.

El chico ascendió por el sendero, sonriente, dejando al descubierto sus dentorros, blancos y feos. Llevaba una dentadura postiza de plástico. ¡Nadie habría sospechado que bajo aquel disfraz se ocultaba el detective Fatty! ¡Parecía un auténtico gitanillo o buhonero ambulante!

Tomando la bicicleta, volvió a Tiplington. ¡Qué listo había sido Pip con lo de los botones! Gracias a él, el misterio volvía a estar sobre el tapete, como se dice vulgarmente. Rápidamente, Fatty maduró su plan.

—Primero iré al campo de la Feria. Me sentaré allí y entablaré conversación con el chico del tiovivo o con quien sea. Averiguaré quién vive en aquella caravana verde y amarilla y pretenderé conocer a sus habitantes o tal vez convenceré al chico del tiovivo que me lleve a ella para presentarme. Entonces comprobaré quién está en la caravana y echaré un vistazo por los alrededores. ¡Confío en que el plan dará resultado!

No tardó en llegar a la Feria. Al presente, ésta estaba más animada porque habían dado las siete ya. El tiovivo funcionaba alegremente. Las barcas flotantes volaban a gran altura. Elevábanse murmullos de risas y conversaciones por doquier.

«¡Manos a la obra! —pensó Fatty, escondiendo cuidadosamente su bicicleta en un espeso arbusto—. ¡Manos a la obra! ¡Es cuestión de volver a aguzar el ingenio, amigo mío, y ver lo que se pesca!»

El muchacho vagó por el campo. Nadie le hizo pagar la entrada dado su aspecto de feriante. Fatty echó una mirada circular. El chico del tiovivo seguía allí, en su sitio. ¿Le interpelaría? No, estaba demasiado ocupado. Lo mismo le ocurría al encargado de la barraca de lanzamiento de aros. Fatty siguió caminando, con la mirada atenta.

Llegó entonces junto a los columpios. El hombre al cuidado de ellos, oprimíase el brazo como si éste le doliera

—¿Qué le pasa, amigo? —preguntó Fatty, acercándose—. ¿Se ha lastimado?

—Una de las barcas me ha dado en el codo al descender —lamentóse el hombre—. ¿Quieres vigilarlas un momento mientras voy a curarme?

—Con mucho gusto —accedió Fatty.

Y cuidó de los columpios lo mejor que pudo hasta que regresó el hombre con el brazo primorosamente vendado.

—Gracias —agradeció éste—. ¿Perteneces a nuestro grupo o acabas de llegar?

—Acabo de llegar —declaró Fatty—. Me enteré de que unos conocidos míos andan por aquí y decidí venir a hacerles una visita.

—¿Cómo se llaman? —preguntó el hombre.

—No recuerdo en este momento —masculló Fatty, despojándose de la gorra para rascarse la cabeza.

Por último, contrayendo la cara en un esfuerzo por recordar, aventuró:

—Barlow o Harlow... No, no es eso.

—¿A qué especialidad se dedican? —interrogó el hombre.

—¡Un momento! —exclamó Fatty—. ¡Ahora me parece recordar un detalle! Tenían una caravana verde con ruedas amarillas. ¿Hay alguna así en esta Feria, amigo?

—En efecto —asintió el hombre, tomando unas monedas de un parroquiano—. Los Tallery. ¿Te refieres a ésos? ¡Tienen una caravana verde y amarilla allí al fondo!

—¡Eso es! —convino Fatty—. ¡Los Tallery! ¡Mire usted que no acordarme! ¿Siguen todos aquí en la Feria?

—Pues, que yo sepa, están la abuela, la señora Tallery y un sobrino llamado Rollo —enumeró el hombre—. Eso es todo. El jefe, Tallery, se halla ausente para atender a cierta ocupación.

—¡Ah! —exclamó Fatty, como aquel que sabe a qué atenerse—. En este caso, no sé si atreverme a ir a verles. Es posible que los otros no me recuerden.

—Ya te acompañaré yo, amigo —ofrecióse el servicial hombre de las barcas—. ¿Cómo te llamas?

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