Misterio en la villa incendiada (13 page)

BOOK: Misterio en la villa incendiada
10.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Voy a poner a «Dulcinea» y a los gatitos en el vestíbulo —dijo—. Luego cerraré la puerta y así podrá entrar vuestro perrito. ¡Me gustan los perros! ¡«Buster», «Buster»! ¿Quieres un hueso?

Al poco, la gata y los gatitos se hallaban a salvo al otro lado de la puerta y «Buster» procedía a comerse un hueso en el suelo. Lily sacó unas pastillas de chocolate de un cajón y repartiólas entre los presentes. Los chicos estaban encantados con ella. Lily parecía mucho más alegre y cariñosa cuando no la atosigaba la señora Minns como siempre lo hacía.

—Ya entregamos aquella carta a Horacio Peeks —comunicóle Larry—. Nos parece que el señor Peeks estaba perfectamente.

—Sí, hoy he recibido carta suya —murmuró Lily entristeciéndose súbitamente—. Aquel horrible señor Goon fue a verle y le dijo toda clase de barbaridades. Horacio está tan preocupado, que no sabe qué hacer.

—¿Así, pues, el señor Goon le acusó de ser el autor del incendio? —inquirió Daisy.

—Sí —contestó Lily—. Una porción de gente anda diciendo lo mismo. Pero no es verdad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Fatty.

—Porque «lo sé» —insistió Lily.

—¿Cómo vas a saberlo si, según dices, no estabas aquí aquella tarde? —objetó Larry—. Podría haber sido Horacio, y tú no haberte enterado.

De pronto Lily susurró con aire misterioso:

—Si os cuento algo, ¿me prometéis no decir una palabra a nadie? Decid todos a una: «Palabra de honor que no diré nada a nadie».

Los cinco niños recitaron la frase solemnemente. Entonces Lily, dando muestras de un gran alivio, declaró:

—En este caso, ahí va eso: voy a deciros por qué sé positivamente que Horacio no es culpable. Lo sé porque aquel día me reuní con él a las cinco de la tarde y estuve en su compañía hasta que llegué aquí a las diez, hora en que debo estar de vuelta.

Los cinco muchachos se la quedaron mirando de hito en hito. Aquello era, en verdad, una noticia sensacional digna de tenerse en cuenta.

—¿Pero por qué no has contado eso a todo el mundo? —acertó a preguntar Larry al fin—. Si lo dijeras, nadie absolutamente acusaría a Horacio de haber incendiado la villa.

Los ojos de Lily se llenaron de lágrimas.

—Ya os explicaré —balbuceó—. Mi madre dice que soy demasiado joven para pensar en casarme con nadie, pero Horacio Peeks me ama y yo le correspondo. Mi padre me amenazó con sacudirme si me pillaba paseando con Horacio, y la señora Minns me tiene dicho que se lo dirá a mi padre si me sorprende hablando con él. De modo que no me atrevía a ir al cine con él ni cambiar una palabra con él en la casa.

—¡Pobre Lily! —compadecióse Daisy—. ¿De modo que cuando oíste que todo el mundo le acusaba, le escribiste, consternada, para advertirle?

—Eso es —afirmó Lily—. ¿Os dais cuenta de mi situación? Si digo que salí con él aquella tarde, mi padre me castigará y tal vez la señora Minns me despedirá, lo que equivaldría a perder mi empleo. Por otra parte, Horacio no puede decir que estaba conmigo porque sabe que me comprometería si lo hiciera.

—¿A dónde fuisteis? —preguntó Fatty.

—Yo fui en mi bicicleta hasta medio camino de Wilmer Green —explicó Lily—. Nos encontramos allí, en casa de su hermana, y tomamos el té juntos, y más tarde un bocadillo de cena. Contamos a su hermana la forma en que el pobre Horacio había perdido el empleo aquel día, a lo cual ella respondió que quizá su marido podría darle algún trabajo hasta que encontrase otro empleo.

Recordando que el vagabundo había visto a Horacio Peeks en el jardín aquella tarde, Fatty escrutó el rostro de Lily. ¿Decía la muchacha toda la verdad?

—¿Estás segura de que Horacio no vino aquí aquella noche? —interrogó.

Los demás comprendieron la pregunta. Todos ellos recordaban también la declaración del vagabundo.

—¡No, no! —exclamó Lily, levantando la voz asustada, y retorciendo el pañuelo entre sus manos, al tiempo que miraba, asombrada, a sus pequeños interlocutores—. Horacio no vino aquí para nada. Ya os he dicho que nos encontramos en casa de su hermana. Si queréis, podéis preguntárselo a ella. Ella os lo dirá.

Larry tenía la convicción de que Lily estaba asustada y no decía la verdad. En consecuencia, decidió echar mano de la audacia.

—Atiende, Lily —dijo solemnemente—. «Alguien» vio a Horacio en el jardín aquella tarde.

—¡No! —profirió Lily, mirando a Larry con ojos desencajados de horror—. ¡Es imposible que le vieran! ¡Absolutamente imposible!

—Pues sí le vieron —contestó Larry.

Tras mirarle unos instantes, Lily se puso a sollozar.

—¿Quién pudo haberle visto? —farfulló con voz quejumbrosa—. La señora Minns y su hermana estaban aquí, en la cocina. El señor Hick y el chófer hallábanse ausentes. No había nadie más por estos alrededores; lo sé perfectamente.

—¿Cómo es posible que lo sepas si, como dices, no estabas aquí? —inquirió Larry.

—Está bien, está bien —accedió Lily reprimiendo un sollozo—. Os lo diré. ¡ Yo «estaba» aquí! Y ahora no olvidéis que habéis dado palabra de honor de que no se lo diríais absolutamente a nadie. Veréis lo que pasó. Cuando me reuní con Horacio, éste me dijo que había dejado varias cosas en casa del señor Hick, pero que, aunque las necesitaba, no se atrevía a ir a reclamárselas al señor Hick. A lo cual yo le respondí: «Oye, Horacio: el señor Hick ha salido, ¿por qué no vas a buscarlas ahora antes de que regrese?»

Los niños la escucharon sin aliento. ¡Por fin iban a enterarse de la verdad!

—Así, pues —prosiguió Lily sin cesar de retorcer el pañuelo—, después de tomar una taza de té, vinimos aquí y dejamos nuestras bicicletas detrás del seto situado en la parte alta de la calle. No nos vio nadie. Descendimos, detrás del seto, hasta llegar a la altura de la casa del señor Hick. Entonces, ambos nos deslizamos entre los arbustos y aguardamos un poco para comprobar si había alguien por los alrededores.

Los chicos asintieron en silencio. El vagabundo había dicho que el hombre escondido en los arbustos cuchicheaba con alguien y a buen seguro era la propia Lily.

—No tardé en averiguar que la señora Minns estaba charlando con su hermana —prosiguió Lily—, lo cual significaba que la conversación se prolongaría por espacio de siglos. Entonces dije a Horacio que si quería yo misma iría a por sus cosas, a lo cual él replicó que prefería recuperarlas personalmente. En vista de ello, yo me quedé vigilando mientras él entraba en la casa por una ventana abierta, iba a por sus cosas y volvía a los arbustos. Después nos alejamos en nuestras bicicletas sin ver a un alma.

—¿Y Horacio no se deslizó por el jardín en dirección al estudio? —preguntó Larry.

—¡Nada de eso! —protestó Lily con indignación—. En primer lugar, yo le habría visto. En segundo, no estuvo ni tres minutos ausente. Y en tercero, que podéis estar seguros de que mi Horado no habría sido capaz de cometer semejante fechoría,

—Bien, según eso, Horacio queda descartado —coligió Larry, expresando en voz alta el pensamiento de todos los demás—. Te agradezco que nos hayas contado todo esto, Lily. ¡Caracoles! Si no fue Horacio, ¿quién lo hizo?

—Ahora el único sospechoso que nos queda es el señor Smellie —dijo Bets sin pensar.

Las palabras de Bets produjeron un efecto inusitado. Lanzando un grito, Lily quedóse mirando a Bets como si no pudiera dar crédito a sus oídos. La muchacha abría y cerraba la boca como un pez, incapaz de pronunciar una palabra.

—¿Qué sucede? —inquirió Larry, sorprendido.

—¿Por qué ha dicho eso esa chiquilla? —balbuceó Lily, con voz apenas perceptible—. ¿Cómo sabe ella que el señor Smellie estuvo aquí esa noche?

Esta vez los sorprendidos fueron los muchachos.

—Verás —explicó Larry—. No lo sabemos seguro. Es una simple suposición. ¿Pero a qué viene ese asombro, Lily? ¿Qué «sabes» sobre ese particular? ¿Tú no viste al señor Smellie, verdad? Nos has dicho que no os vio nadie a Horacio y a ti.

—En efecto —asintió Lily—. ¡Pero «Horacio» sí vio a alguien! Cuando se introdujo por la ventana y fue arriba a buscar sus cosas, vio entrar a alguien furtivamente por la puerta del jardín. ¡Y ese alguien era el señor Smellie!

—¡Caracoles! —exclamaron Larry y Pip.

—¡De modo que, efectivamente, el señor Smellie «vino» aquí aquella noche! —masculló Larry.

—Por eso se asustó tanto cuando le preguntaste si anduvo por las inmediaciones de la finca del señor Hick la tarde del incendio —dedujo Daisy.

—¡«Él» es el culpable! —profirió Bets triunfalmente—. ¡Ahora ya sabemos a qué atenernos! ¡«Él» es el culpable!

—¿Tú crees que él lo hizo? —preguntó Fatty a Lily.

—«Lo ignoro» —repuso la muchacha con expresión perpleja y desconcertada—. El señor Smellie es un anciano caballero muy apacible, o al menos así me lo parece. Siempre ha tenido una palabra amable para mí. No sería propio de él un acto de violencia como el que supone pegar fuego a algo. Además, «sé positivamente» que no fue Horacio.

—No, yo tampoco creo que fuese él —convino Larry—. Ahora comprendo por qué guardaste silencio, Lily. Tenías miedo. Pero no sufras. No diremos nada a nadie. En mi opinión lo que debemos hacer ahora es prestar más atención al señor Smellie.

—¡De eso no cabe duda! —exclamó Fatty—. ¡Vaya con la de cosas que hemos averiguado esta tarde!

CAPÍTULO XIV
EL AHUYENTADOR APARECE EN UN MOMENTO INOPORTUNO

Los niños permanecieron hablando un rato con Lily, y luego, viendo que se acercaba la hora de tomar el té, se despidieron. La muchacha, grandemente aliviada por haber podido expansionarse contando sus penas, les vio partir, tras arrancarles de nuevo la promesa de guardar para sí todo cuanto acababa de decirles.

Tomaron el té en casa de Pip, lo cual les vino de perilla para comentarlo todo, presas de gran excitación.

—¡La cosa marcha! —comentó Pip frotándose las manos—. ¡No cabe duda que viento en popa! No creo que Horacio Peeks tenga nada que ver con el asunto, absolutamente nada que ver. Opino que fue el señor Smellie. Acordaos del susto que se llevó cuanto tú y Daisy os referisteis a su paseo de aquella tarde. ¿Por qué motivo había de asustarse si no había hecho nada malo?

—Además —intervino Daisy—, sabemos que sus zapatos son del mismo tamaño que la huella, aun cuando las suelas de goma no concuerden con el dibujo.

—A lo «mejor» tiene un par que «concuerdan» —sugirió Fatty—, y los ha escondido por si acaso dejó huellas tras sí. Es posible que haya tenido esta precaución.

—Es posible —convino Larry—. ¡Lástima que no encontremos a alguien con una chaqueta de franela gris rasgada! Eso lo arreglaría todo.

—Opino que deberíamos efectuar un registro para ver si encontramos esos zapatos —propuso Daisy— Seguramente los tiene escondidos en su despacho. Entre otras cosas, nos dijo que la señorita Miggle tiene prohibido hacer limpieza allí. Por consiguiente, no sería raro que los hubiese encerrado en un armario del aposento, o bien detrás de un estante de libros o en cualquier otro rincón.

—¡Qué excelente idea has tenido, Daisy! —celebró Larry, complacido—. Creo que tienes razón. ¿Qué os parece si esta noche me introdujera allí a hacer a fondo un buen registro?

—¿Es lícito entrar en casa ajena en busca de unos zapatos? —inquirió Pip dudosamente.

—Por ahora no podemos preguntar eso a nadie —repuso Larry—, sino limitarnos a obrar sin comentarios. Con ello no hacemos nada malo. Nuestro único intento es llevar a cabo una indagación.

—Ya sé —murmuró Pip—. Pero las personas mayores son muy raras. Estoy seguro de que a la mayoría de ellas no les gustaría que unos chicos se deslizasen en su casa para buscar pistas.

—Pues no entreveo otra solución —replicó Larry—. De todos modos, tenemos que restituir el zapato que Daisy se llevó, ¿no os parece?

—Sí —convino Pip—. Eso hay que hacerlo sin falta. Procura que no te descubran. Eso es todo.

—Lo procuraré —tranquilizóle Larry—. ¡Silencio! Ahí viene tu madre, Pip. Hablemos de otra cosa.

La madre de Pip preguntó a Fatty cómo se encontraba después de la caída, con gran contento del interesado, ya que sus amigos habían vuelto a olvidarse de preguntarle por sus contusiones.

—Estoy muy bien, gracias —respondió el gordito—, pero mis contusiones son algo extraordinario. Tengo una en forma de cabeza de perro..., como la de «Buster».

—¿De veras? —exclamó la madre de Pip, asombrada—. ¡Déjamela ver!

Fatty pasó unos maravillosos cinco minutos mostrando todas sus magulladuras, una tras otra, especialmente la que tenía en forma de cabeza de perro. Resultaba difícil convencerse de que así era, pero la madre de Pip parecía interesadísima. Los niños se enfurruñaron. ¡Qué fastidiosas eran las personas mayores! ¡Pensar que habían intentado por todos los medios corregir la fanfarronería de Fatty y al presente, la madre de Pip lo estaba echando todo a perder!

El resultado fue que, a los pocos instantes, Fatty procedía a contarle toda la historia de la contusión que había tenido una vez forma de campana y de aquella otra en forma de serpiente.

—Tengo una carnadura estupenda para los golpes —jactóse el chico—. Mañana dará gusto verlos en su fase amarilla.

—Vámonos —cuchicheó Larry a Pip—. No puedo soportar eso. Es la apoteosis de Fatty. Ya pasa de castaño oscuro tanta fanfarronería.

Los cuatro niños se alejaron furtivamente, dejando a Fatty charlando por los codos con la madre de Pip. «Buster» quedóse con su amo, meneando el rabo. Parecía tan interesado en las cuestiones de su joven dueño como la señora de la casa.

—Vamos a dar un paseo en bicicleta mientras Fatty se despacha a gusto —gruñó Pip, contrariado—. No puedo soportarlo cuando se pone así.

Sucedió, pues, que al dejarle la madre de Pip, Fatty comprobó con sorpresa y dolor que se hallaba solo en el jardín. Sin acertar a comprender la actitud de sus amigos, pasó una interminable hora solo, acusándoles interiormente de descorteses. Cuando regresaron, les acogió con una sarta de reconvenciones.

—¡Qué frescos «sois»! ¿Por qué os marchasteis sin decir nada? ¿Ese es tu modo de portarte, Pip, con tus invitados a merendar? ¡Sois detestables!

—Pensamos que probablemente estarías una hora presumiendo con la madre de Pip —repuso Larry—. No te pongas tan farruco, Fatty. ¡Deberías procurar no ser tan estúpido!

—No está bien que os marchéis a buscar pistas sin mí —protestó Fatty airadamente—. ¡Acaso no soy un Pesquisidor como vosotros? ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Interpelando a Horacio Peeks o a Lily otra vez? ¡«Sois» unos frescos!, ya lo sabéis.

BOOK: Misterio en la villa incendiada
10.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dogfather by Conant, Susan
Web of Everywhere by John Brunner
The Aim of a Lady by Laura Matthews
Miss Firecracker by Lorelei James
Los robots del amanecer by Isaac Asimov