Misterio en la villa incendiada (9 page)

BOOK: Misterio en la villa incendiada
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Los chicos la escuchaban, haciéndose todos la misma reflexión: «Si la señora Minns se pasó toda la tarde sentada en una silla con un ataque de reuma, no pudo incendiar la villa.»

—¿Conque la pobre señora Minns no se levantó para nada de la mecedora? —preguntó Daisy—. ¿Es decir, hasta que se convencieron ustedes de que, efectivamente, había un incendio?

—No —repuso la señora Jones—. María permaneció sentada hasta que mi olfato descubrió que algo se quemaba. Primero me acerqué a husmear a la puerta de la cocina; después salí al jardín y vi el resplandor al fondo. Entonces grité: «¡Hay un incendio, María! —al oírme, se puso más blanca que el papel—. ¡Vamos, María! —dije—. Tenemos que hacer algo.» Pero la pobre María estaba tan aviada, que no pudo moverse de la silla.

Mentalmente, los muchachos tomaron nota de lo dicho. Saltaba a la vista que la señora Minns no tenía arte ni parte en el asunto. Con semejante ataque de reumatismo, era imposible que hubiese andado incendiando villas. Además, su hermana había estado con ella todo el tiempo. En resumidas cuentas: ¡que quedaba descartado otro sospechoso!

En aquel momento, la señora Minns abrió la puerta de la cocina y entró con expresión encolerizada, por haber tenido que subir a cambiarse el vestido, empapado de leche. Tras echar una mirada furibunda a Lily, reparó con sorpresa en la presencia de los tres niños.

—¿Qué tal, María? —exclamó la señora Jones—. ¿Cómo va ese reumatismo?

—Buenas tardes, señora Minns —saludó Daisy—. Hemos venido a traer una cabeza de pescado a «Dulcinea».

La señora Minns se puso radiante. Invariablemente, se enternecía cuando alguien tenía una fineza con su preciosa gata.

—Sois muy amables —agradeció la mujer.

Luego, dirigiéndose a su hermana, agregó:

—Mi reumatismo va mejor, aunque no sé lo que le pasará después de este remojón de leche. Esa chica está tan despistada que ha derramado toda la leche encima de mí.

—No lo hice aposta —protestó Lily, enfurruñada—. ¿Puedo ir a echar esta carta al correo?

—No —replicó la señora Minns—. Tienes que preparar el té para el señor Hick. Conque cesa ya de escribir cartas y trabaja un poco para variar.

—Quisiera que saliese en este correo —insistió Lily a punto de llorar.

—Pues quítatelo de la cabeza —repuso la señora Minns ásperamente.

Lily echóse a llorar, con gran consternación por parte de los pequeños visitantes. La pobre muchacha se levantó a preparar las tazas y los platillos de té.

Entretanto, los chicos se devanaban los sesos pensando cómo aludirían a Horacio Peeks, deseosos de obtener sus señas para poder ir a verle. Por fin Larry aventuró:

—¿No tiene aún un criado nuevo el señor Hick?

—Hoy han venido a ofrecerse algunos —respondió la señora Minns, sentándose en un sillón, cuyos muelles chirriaron desagradablemente bajo su peso—. Confío en que contrate a alguno menos presuntuoso que el señor Peeks.

—¿Vive el señor Peeks cerca de aquí? —inquirió Pip, con aire inocente.

—Sí —afirmó la señora Minns—. A ver, déjame pensar... ¡Nada, no puedo! ¡Cada día tengo menos memoria!

Para colmo de los males, cuando parecía que la señora Minns se hallaba a punto de recordar las señas de Horacio Peeks, sobrevino una inoportuna interrupción. De improviso, la puerta de la cocina abrióse de par en par, al tiempo que tres gatitos volaban por el aire y aterrizaban en el suelo entre maullidos y bufidos. Todos los presentes volviéronse a mirar, mudos de asombro.

El señor Hick estaba en la puerta, con su penacho de pelo erizado como la cresta de un loro.

—¡Esos bichos han invadido mi despacho! —vociferó—. ¿Cuándo se obedecerán mis órdenes en esta casa? ¡Si no están fuera de aquí esta noche, los ahogaré a todos!

Y en el momento en que se disponía a cerrar la puerta con un portazo, reparó en los tres niños. Entonces, señalándoles con el índice, avanzó hacia ellos farfullando:

—¿No os he echado ya una vez? ¿Cómo os atrevéis a volver por aquí?

Larry, Pip y Daisy se marcharon precipitadamente. No eran ni mucho menos cobardes, pero el señor Hick estaba tan furioso que temieron que los arrojase a la calle en la misma forma puesta en práctica con aquellos pequeños y lindos gatitos.

Los chicos corrieron por la calzada, pero cuando estaban a medio camino del portillo, Larry se detuvo, diciendo:

—Aguardad hasta que el viejo «Hiccup» se vaya de la cocina. Debemos obtener las señas de Horacio Peeks «a toda costa». De lo contrario, no podremos actuar.

Tras aguardar uno o dos minutos, volvieron a la cocina muy cautelosamente. La señora Minns charlaba con su hermana y Lily seguía preparando la vajilla del té. Los niños se asomaron a la puerta.

—¿Qué queréis ahora? —preguntó la señora Minns afablemente—. ¡A fe que echasteis a correr como ratones asustados! ¡Me dio risa veros!

—En el preciso momento en que entró el señor Hick estaba usted tratando de recordar las señas de Horacio Peeks —aventuró Larry.

—¿De veras? —murmuró la señora Minns—. ¡Ah, sí! Pasaron por mi memoria como un relámpago... y ahora he vuelto a olvidarlos. Vamos a ver..., dejadme pensar..., un momento.

Mientras la mujer reflexionaba y los niños aguardaban sin aliento, resonaron unas recias pisadas en el sendero del jardín, seguidas de una fuerte llamada a la puerta de la cocina.

La señora Minns acudió a abrir. ¡Era el señor Goon, el policía! Parecían condenados a tropezar constantemente con el viejo Ahuyentador.

—Buenos días, señora —dijo éste a la señora Minns, sacándose una voluminosa agenda negra del bolsillo—. Creo que me ha facilitado usted toda la información requerida respecto al incendio declarado en esta finca. Pero me gustaría formularle unas pocas preguntas acerca de ese sujeto llamado Peeks.

Los chicos se miraron, frunciendo el ceño. ¡Aquello significaba que el Ahuyentador andaba también tras Peeks!

—¿Sabe usted sus señas? —preguntó el policía, mirando a la señora Minns con sus saltones y desvaídos ojos azules.

—¡Qué casualidad, señor Goon! —exclamó la cocinera—. ¡Justamente estaba intentando acordarme de sus señas cuando usted ha llamado! Estos niños también desean saberlas.

—¿Qué niños? —masculló el Ahuyentador, sorprendido. Y asomando por la puerta vio a Larry, Daisy y Pip.

—¿Otra vez vosotros? —profirió con enojo—. ¡Largaos de aquí! ¡Qué fastidio de chicos! ¡Siempre metiéndose en donde no deben! ¿Para qué queréis saber las señas de Peeks? ¿Supongo que por simple curiosidad, no?

Los chicos guardaban silencio. Entonces, el señor Goon, con un expresivo ademán del pulgar, ordenó:

—¡Marchaos a casa! Aquí tengo que hacer una gestión personal. ¡Largaos!

No había más alternativa que «largarse», y así hicieron los niños, dirigiéndose al portillo con indignación, sintiéndose decepcionados.

—¡Justamente cuando la señora Minns estaba a punto de recordar las señas! —refunfuñó Larry.

—Confío en que no consiga acordarse de ellas —murmuró Pip, lúgubremente—. Si se acuerda, el Ahuyentador irá a ver a Peeks antes que nosotros.

—¡Sopla! —exclamó Daisy.

Sentíanse todos muy descorazonados. En el momento en que franqueaban el portillo, percibieron un quedo silbido procedente de los arbustos inmediatos. Los chicos se volvieron a mirar, todos a una.

Entre el verdor de los arbustos, apareció Lily con una carta en la mano. Semejaba asustada pero resuelta.

—¿Queréis echarme esta carta al correo? —preguntó—. Es para el señor Peeks, para advertirle que la gente le acusa de haber provocado el incendio. ¡Él no fue! ¡Me consta que no fue! ¿Echaréis esta carta al correo, verdad?

Procedente de la cocina llegó una voz airada:

—¡Lily! ¿Dónde estás?

La muchacha desapareció inmediatamente. Por su parte, los muchachos atravesaron el portillo, excitados y sorprendidos. Tras correr un rato, se detuvieron detrás de un «seto», con objeto de examinar el sobre de Lily. No tenía sello. Con las prisas, la muchacha habíase olvidado de ponerlo.

—¡Caracoles! —exclamó Larry—. ¡Después de estar toda la tarde tratando inútilmente de obtener las señas de Horacio Peeks, ahora resulta que nos las han servido poco menos que en bandeja!

—¡Qué suerte! —musitó Daisy—. ¡Qué contentísima estoy!

—El caso es... —empezó Larry, algo indeciso—. Vamos a ver, ¿de veras nos interesa que Peeks sea puesto sobre aviso? Si cometió el desaguisado, debe ser detenido y castigado. De eso no cabe duda. Ahora bien, si alguien le advierte de antemano que la gente sospecha de él, es posible que emprenda la huida, en cuyo caso no podríamos desentrañar el misterio.

Por espacio de unos instantes, los tres se miraron en silencio. Por último, Pip tuvo una idea.

—¡Ya sé lo que debemos hacer! Hoy mismo, después del té, iremos a ver a Peeks, sin aguardar a mañana. Una vez le hayamos interrogado, decidiremos si es culpable o no. Y en caso de que lleguemos a la conclusión de que no lo es, ¡le daremos la carta de Lily!

—¡Buena idea! —celebraron los demás, complacidos—. Al fin y al cabo, no podemos enviar una carta sin sello. No tendrá, pues, nada de particular que se la entreguemos a mano.

Los chicos miraron la dirección. Ésta rezaba así:

Mr. H. Peeks.

Villa de la Hiedra.

Wilmer Green.

—Iremos en nuestras bicicletas —decidió Larry—. ¡Vamos! ¡Debemos advertir a los demás!

CAPÍTULO X
ENTREVISTA CON EL SEÑOR HORACIO PEEKS

Los tres acudieron a poner en antecedentes a Fatty y a Bets. «Buster» les saludó bulliciosamente.

—¡Hola! —dijo Fatty—. ¿Cómo os ha ido?

—Al principio, muy mal —declaró Larry—. Pero luego hemos tenido una racha de buena suerte.

Bets y Fatty escucharon con el máximo interés los incidentes de aquella tarde, examinando, emocionados, la dirección de Peeks en el sobre.

—De modo que Pip, Daisy y yo saldremos inmediatamente para Wilmer Green en bicicleta —concluyó Larry—. Está sólo a unas cinco millas de distancia. Pero, antes de salir, tomaremos el té.

—Yo también quiero ir —suplicó Bets al punto.

—A mí también «me gustaría» —suspiró Fatty—, pero creo que no estoy en condiciones.

—Tú quédate aquí con Bets —aconsejó Pip—. Será mejor que no vayamos muchos. A lo mejor Peeks sospecharía y se pondría en guardia.

—Siempre me excluís —lamentóse Bets tristemente.

—No, nada de eso —repuso Larry—. ¿De veras quieres una ocupación? Pues bien, averigua las señas del señor Smellie. Fatty te ayudará. Es posible que figuren en la guía telefónica o que alguien las sepa. Mañana las necesitaremos, pues nos proponemos ir a verle. ¡Debemos interrogar a todos los sospechosos!

—Por ahora, ya hemos descartado a dos de ellos —manifestó Pip—. La señora Minns no fue la autora del hecho, y estoy seguro de que el vagabundo tampoco tuvo nada que ver con ello. De modo que sólo quedan el señor Smellie y el señor Peeks. ¡Ojalá encontrásemos a alguien calzado con zapatos de suela de goma, cuyos dibujos correspondiesen a los de las pisadas! ¡ Sería una gran ayuda!

—Averiguaré las señas del señor Smellie —afirmó Bets, gozosamente, satisfecha de tener algo que hacer—. Traeré aquí la guía telefónica para que Fatty la consulte.

En aquel momento, sonó la campanilla del té. Los niños entraron corriendo en la casa, a lavarse y ponerse presentables, y a poco, se hallaban sentados, comiendo pan con mantequilla y mermelada. Larry y Daisy se quedaron también a tomar el té con sus amigos, pero Fatty tuvo que regresar al hotel porque su madre le aguardaba.

Después del té, Fatty regresó a reunirse con Bets, en tanto, Larry, Pip y Daisy sacaban sus bicicletas y emprendían la marcha. Conocían bien el camino de Wilmer Green.

—¿Qué excusa daremos para ver a Horacio Peeks? —interrogó Larry, mientras los tres pedaleaban vivamente.

A ninguno se le ocurrió ningún buen pretexto. Por fin, Pip tuvo una idea.

—Acerquémonos a la casa y pidamos un vaso de agua. Si está allí la madre de Peeks, hablará más que una urraca, y es posible que averigüemos lo que deseamos saber, esto es, dónde estaba Horacio Peeks la noche del incendio. Si su madre nos dice que estuvo en casa con ella toda la noche podremos descartarle.

—¡Excelente idea! —exclamó Larry—. Y ahora voy a decirte lo que haré yo, por mi parte; antes de acercarnos a la casa, soltaré el aire del neumático anterior de mi bicicleta, y, luego, con la excusa de hincharlo, aprovecharemos la ocasión para estar más rato charlando.

—¡Magnífico! —celebró Pip—. ¡Creo que cada vez nos estamos volviendo más listos!

Tras una dura marcha en bicicleta, llegaron al pueblo de Wilmer Green. Éste era un lugar muy bonito, con un estanque lleno de patos blancos. Apeándose de sus bicicletas, los chicos procedieron a buscar la Villa de la Hiedra. Una chiquilla les indicó la casa, la cual se hallaba muy retirada de la carretera, algo metida en un bosque.

Los muchachos se dirigieron a ella en sus bicicletas. Luego, desmontando de las mismas, se acercaron al viejo portillo de madera. Larry había soltado ya el aire de su neumático delantero y éste aparecía casi deshinchado.

—Yo pediré el agua —propuso Daisy.

Los chicos avanzaron hacia la puerta, la cual permanecía entreabierta. Del otro lado de la misma llegaba el sordo rumor de una plancha.

Daisy llamó con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó una áspera voz.

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