Misterio en la villa incendiada (12 page)

BOOK: Misterio en la villa incendiada
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—Ve a ver si encuentras alguno de sus zapatos en la alacena del vestíbulo,

Daisy salió con disimulo. El señor Smellie no pareció advertir su ausencia. Larry se dijo que, a buen seguro, tampoco se daría cuenta de la suya si él también optase por marcharse.

Daisy encontró la alacena del vestíbulo y abriendo la puerta, entró en su interior. Hallábase llena de botas, zapatos, chanclas, bastones y chaquetas. Sin perder un momento, Daisy examinó los zapatos. Parecían corresponder al tamaño de la huella, pero no tenían suelas de goma.

De improviso, la muchacha dio con lo que buscaba. ¡Encontró un par de zapatos con suelas de goma! ¡Qué estupendo! ¡Tal vez eran los verdaderos! Daisy miró sus dibujos, pero por más esfuerzos que hizo no pudo recordar los del dibujo de la huella. ¿Serían o no serían iguales a los que estaba contemplando?

«Tendré que comprobarlo —pensó la niña—. Me llevaré uno de estos zapatos a casa y comprobaré si su suela de goma corresponde a la del dibujo de la pisada. No tardaremos en averiguar si son los verdaderos.»

Metiéndose un zapato en la parte anterior de su «jersey», pese a imaginar el sospechoso bulto que formaba allí, Daisy salió de la alacena del vestíbulo, yendo a tropezar de narices... ¡con la señorita Miggle!

El ama de llaves quedóse viendo visiones.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. Supongo que no andas jugando al escondite.

—Pues no —repuso Daisy sin saber qué decir—. No estaba haciendo eso exactamente.

La señorita Miggle entró una bandeja de bollos y leche al despacho, donde el señor Smellie seguía martirizando al pobre Larry con su interminable discurso. La mujer colocó la bandeja encima de la mesa. Daisy siguióla a poca distancia, con la esperanza de que nadie reparase en el enorme bulto que llevaba debajo del «jersey».

—He pensado que a los niños les gustaría compartir su bocadillo de las once, señor —dijo la señorita Miggle.

Volviéndose a mirar a Daisy, exclamó:

—¡Válgame Dios, muchacha! ¿Qué llevas debajo de tu «jersey»? ¿El pañuelo? ¡Vaya sitio para guardarlo!

Larry echó una ojeada a su hermana y no pudo menos de sorprenderse al ver aquel bulto debajo de su «jersey».

—Suelo guardar toda clase de objetos debajo de mi «jersey» —explicó Daisy con la esperanza de que nadie le hiciese mostrar lo que llevaba.

Afortunadamente, nadie se lo pidió. Larry estuvo a punto de hacerlo, pero se reprimió a tiempo, al observar que el bulto tenía decididamente la forma bien visible de un zapato.

Los niños tomaron leche con bollos, pero el señor Smellie no tocó su ración. La señorita Miggle tirábale de la manga, tratando de interrumpir su charla y obligarle a comer y beber.

—Tómese la leche ahora, señor —repetía la mujer—. Recuerde usted que esta mañana no ha desayunado.

Y volviéndose a los niños, añadió:

—Desde la noche del incendio, el pobre el señor Smellie está trastornado. ¿Verdad, señor?

—Naturalmente —asintió el señor Smellie—. La pérdida de aquellos documentos únicos e irreemplazables me produjo una dolorosísima impresión. Valían miles de libras. Ya sé que Hick los tenía asegurados y que seré indemnizado debidamente, pero eso no resuelve nada. Los documentos tenían un valor incalculable.

—¿Fueron ellos el motivo de la discusión entablada por ustedes aquella mañana? —preguntó Daisy.

—¡Oh, no! —replicó el señor Smellie gravemente—. Veréis: Hick dijo que esos documentos que veis aquí, los que acabo de mostraros, fueron escritos por un hombre llamado Ulino, pero yo sé perfectamente que fueron escritos por tres personas diferentes. El caso es que no puedo hacerle entrar en razón. Y él se puso tan furioso que prácticamente me echó de su casa. De hecho, consiguió asustarme tanto, que me olvidé los documentos allí.

—¡Pobre señor Smellie! —suspiró Daisy compasiva—. Me figuro que no se enteró usted de lo del incendio hasta la mañana siguiente.

—¡Efectivamente! —afirmó el señor Smellie—. ¡No me enteré absolutamente de nada!

—¿No pasó usted cerca de la casa del señor Hick cuando fue a dar su paseo vespertino? —interrogó Larry—. En tal caso, es posible que hubiese visto indicios de fuego.

El señor Smellie semejaba desconcertado. Sus gafas resbaláronse de la nariz. El anciano profesor volvió a ponérselas con manos temblorosas.

—Vamos, vamos —animóle la señorita Miggle, poniéndole una mano en el brazo—. Bébase usted la leche, señor. Hace un par de días que no parece usted el mismo. Me dijo usted que no recordaba adonde había ido aquella tarde. Todo cuanto sabía es que anduvo vagando sin rumbo fijo.

—Sí —asintió el señor Smellie, sentándose pesadamente en una silla—. Eso es lo que hice, ¿verdad, Miggle? Vagar de acá para allá. A veces, no recuerdo lo que hago, ¿verdad?

—En efecto, señor —corroboró la afable señorita Miggle, dándole palmaditas en el hombro—. La disputa y el incendio le han trastornado terriblemente. ¡No se preocupe usted, señor!

Luego, volviéndose a los niños, dijo en voz baja:

—Será mejor que os vayáis. El señor está un poco trastornado.

Los niños asintieron en silencio. Una vez en el jardín, saltaron de nuevo la tapia.

—¿Curioso, eh? —comentó Daisy—. ¿Por qué se condujo tan extrañamente cuando le preguntamos qué hizo la tarde del incendio? ¿Qué supones tú, Larry? ¿Que él incendió la villa y se ha olvidado de ello, o bien lo recuerda y está asustado?

—Es un enigma —masculló Larry—. Parece una persona muy apacible, incapaz de llevar a cabo la fechoría que supone incendiar una villa. Pero, a lo mejor, tiene el carácter violento cuando conviene. ¿Qué «llevas» debajo del «jersey», Daisy?

—Un zapato con suela de goma —declaró Daisy sacándolo de su escondrijo—. ¿Crees que corresponde al de la huella?

—A primera vista diría que sí —murmuró Larry excitándose—. ¡Vayamos a reunimos con los demás y lo compararemos con el dibujo! ¡De prisa! ¡Me consume la impaciencia!

CAPÍTULO XIII
UNA SORPRENDENTE CONVERSACIÓN CON LILY

Larry y Daisy corrieron a reunirse con los demás. Todos contemplaron, excitados, el zapato que llevaba Daisy en la mano.

—¡Daisy, oh, Daisy! —exclamó Fatty—. ¿Has encontrado los zapatos de suela de goma pertenecientes al hombre que incendió la villa?

—Así creo —respondió Daisy con aire importante—. Veréis lo que ha pasado: Larry y yo fuimos a ver al señor Smellie, según lo planeado, y mientras el profesor hablaba con Larry, yo me deslicé fuera del despacho a registrar la alacena del vestíbulo donde guardaba los zapatos y sus cosas. Y entre los zapatos encontré un par con las suelas de goma, cuyos dibujos aseguraría que son iguales que los de las huellas que descubrimos.

Los niños se apiñaron a su alrededor para examinarlos.

—De hecho se parecen mucho a los del zapato derecho —observó Pip.

—¡Lo «son»! —declaró Fatty—. Puedo asegurarlo, puesto que fui yo el que dibujó las huellas.

—Pues «yo» no soy del mismo parecer —objetó Bets inesperadamente—. Los cuadritos de esta suela no son tan grandes como los del dibujo. Casi lo aseguraría.

—¿Y tú qué sabes? —repuso Pip desdeñosamente—. Creo que nos hallamos en posesión del zapato derecho y lo demostraremos. Saca el dibujo de la glorieta, Fatty.

Todos examinaron alternativamente el dibujo y la suela del zapato del señor Smellie. Tras un detenido examen, suspiraron desilusionados.

—Bets tenía razón —murmuró Fatty—. Los cuadrados de esta suela no son tan grandes como los de mi dibujo. Y me consta que mi dibujo es exacto, porque tuve la precaución de medirlo todo cuidadosamente. Yo soy un as en estos cometidos. Nunca me...

—¡Cállate ya! —ordenó Larry, que no podía soportar las fanfarronerías de Fatty—. Lo importante es que, como has dicho, Bets tenía razón. ¡Te felicitamos, pequeña Bets!

Bets acogió el elogio radiante de satisfacción. Tal como había anunciado a sus compañeros, «había» conseguido aprenderse aquel dibujo de memoria. Pero, por otra parte, se sintió tan desilusionada como los demás, al comprobar que, a fin de cuentas, Daisy no había hallado el verdadero zapato.

—Resulta terriblemente difícil ser un Pesquisidor, ¿no os parece? —comentó Bets—. No hacemos más que descubrir cosas que no conducen a nada o que aún complican más el asunto. Oye, Pip: ahora cuenta a Larry y a Daisy lo que dijo el vagabundo.

—De modo que como veis la cosa se está convirtiendo en un verdadero rompecabezas —concluyó Pip—. El vagabundo vio a Peeks escondido entre los arbustos; pero, además, le oyó cuchichear con alguien. ¿Os parece que su interlocutor podría haber sido el viejo señor Smellie? Decís que el profesor salió a dar un paseo aquella tarde, y sabemos que, hacia la misma hora, Peeks se hallaba también ausente de su casa. ¿Opináis que maquinaron el incendio juntos?

—Es posible que lo hicieran —murmuró Larry pensativo—. Sin duda se conocen y cabe la posibilidad de que aquel día se reunieran y decidieran castigar al viejo Hiccup por su irascibilidad. ¿Cómo podríamos averiguarlo?

—¿Qué os parece si volviésemos a ver al señor Smellie? —propuso Daisy—. De todos modos, debemos devolverle el zapato. No podemos quedárnoslo. ¿Alguno de vosotros ha visto hoy al Ahuyentador?

Ninguno había tenido aquel gusto, ni lo deseaba. Los niños discutieron el próximo paso a dar. A la sazón, todo aparecía muy embrollado y complicado. Aun cuando habían descartado a la señora Minns y al vagabundo de su lista de sospechosos, semejaba imposible establecer la posible culpabilidad de Peeks o de Smellie, o de ambos a la vez.

—No sería mala idea ir a ver a Lily —propuso Fatty inopinadamente—. A buen seguro nos contaría algo referente a Horacio Peeks. Al fin y al cabo, le escribió una carta para advertirle. Según eso, es posible que Lily sepa más de lo que nos figuramos.

—Pero Lily no estaba en la casa aquella tarde —objetó Daisy—. Recordad que nos dijo que era su tarde libre.

—Bien —gruñó Fatty—, ¿y quién nos asegura que no volvió a casa de Hiccup para esconderse en el jardín?

—A este paso va a resultar que medio pueblo estuvo escondido en aquel jardín la tarde del incendio —repuso Larry—. El viejo vagabundo se hallaba allí; suponemos que Smellie también merodeaba por los alrededores; sabemos que Peeks andaba entre arbustos, y ahora Fatty nos sale con que a lo mejor Lily hizo lo mismo.

—Sí —convino Fatty sonriendo—. Reconozco que resulta realmente curioso pensar lo lleno que estaba el jardín de Hiccup aquella tarde. Pero prescindiendo de esto, ¿no creéis que sería acertado ir a ver a Lily? No sospecho de «ella» en absoluto, pero no estaría de más interrogarla por si acaso tiene algo interesante que decirnos.

—Sí —convino Larry—, es una buena idea. ¡Sopla! ¡Ya os llaman a comer, Pip! ¿Oís la campanilla? Tendremos que aplazar nuestras pesquisas hasta la tarde. Iremos todos a ver a Lily y volveremos a llevar algo de comer a la gata y a los gatitos. Otra cosa, ¿qué haremos con el zapato del señor Smellie? ¿Cuándo lo dejamos donde estaba?

—Será mejor que lo hagamos esta misma tarde —aconsejó Daisy—. Tú te encargarás de ello, Larry, en cuanto anochezca. Seguramente encontrarás la puerta abierta. Entonces puedes colarte dentro y meter el zapato en la alacena.

—De acuerdo —accedió Larry, levantándose—. Volveremos aquí después de comer, amigos. A propósito, ¿cómo están tus contusiones, Fatty?

—Estupendamente —respondió el gordito orgullosamente—. ¿Quieres verlas?

—Ahora no puedo entretenerme —replicó Larry—. Ya me las enseñarás esta tarde. ¡Hasta luego!

—Una de ellas está ya casi amarilla —jactóse Fatty.

Pero Larry y Daisy habíanse marchado ya. Pip y Bets precipitáronse a la casa, temerosos de que les riñeran si tardaban. Y Fatty volvió con «Buster» a su hotel, con la esperanza de que sus amigos no se olvidasen de sus magulladuras por la tarde.

A las dos y media volvieron a reunirse todos. Daisy se había detenido en la pescadería a comprar un poco de pescado para los gatos. Atraído por su intenso olor, «Buster» no cesaba de importunar a la muchacha para que deshiciera el paquete. Nadie preguntó a Fatty por sus contusiones.

El chico sintióse tan ofendido, que permaneció sentado, con expresión mohína, mientras los demás discutían el interrogatorio de Lily. Por fin Bets, observando su cara de circunstancias, preguntóle, sorprendida:

—¿Qué te pasa, Fatty? ¿Te encuentras mal?

—No —repuso el chico—. Sólo un poco anquilosado.

—¡Ah, pobre Fatty! —exclamó Daisy con una pequeña carcajada—. ¡Dijimos que miraríamos sus contusiones y no nos hemos acordado!

Todos rieron.

—Fatty es un verdadero chiquillo —comentó Larry—. ¡Ánimo, gordito! Muéstranos tus golpes y permítenos admirarlos uno por uno, grandes, medianos y chicos.

—No vale la pena hablar más de ello —replicó Fatty muy tieso—. Vamos, marchémonos de una vez. De lo contrario llegará la hora del té y aún estaremos aquí charlando.

—Ya veremos sus contusiones a la hora del té —cuchicheó Daisy a Larry—. ¡Ahora está demasiado enfurruñado!

Y sin más preámbulos descendieron calle abajo en busca de Lily. Esta vez tenían la certeza de que Hiccup no volvería a sorprenderlos, porque Pip le había visto pasar en su coche un poco antes.

—Uno o dos de nosotros deberíamos entablar conversación con la señora Minns mientras los demás interrogan a Lily en el jardín. Veremos qué pasa.

Pero, afortunadamente, todo resultó muy fácil. La señora Minns había salido y gracias a ello sólo encontraron a Lily en la cocina. La muchacha se mostró complacida al ver a los niños y a «Buster».

BOOK: Misterio en la villa incendiada
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