Moby Dick (44 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Antes de arriar la lancha para la persecución, el extremo superior de la estacha se pasa a popa desde la tina, y, dándole la vuelta en torno al bolardo que hay allí, vuelve a llevarse adelante, a lo largo de toda la lancha, apoyándose, cruzada, en el guión o mango del remo de cada marinero, de modo que le toca en la muñeca cuando rema; y asimismo pasa entre los hombres, sentados en las bordas opuestas, hasta los tacos emplomados, con surcos, que hay en el extremo de la puntiaguda proa de la lancha, donde una clavija o punzón de madera, del tamaño de una pluma normal de escribir, impide qué se resbale y se salga. Desde esos tacos, pende en leve festón sobre la proa, y luego pasa otra vez dentro de la lancha, y después de adujarse unas diez o veinte brazas sobre la caja de proa (lo que se llama estacha de la caja), sigue su camino a la borda todavía un poco más a popa, y luego se amarra a la pernada, que es el cabo inmediatamente atado al arpón, pero antes de tal conexión, la pernada pasa por diversos enredos demasiado tediosos de detallar.

Así, la estacha de la ballena envuelve a la lancha entera en sus complicados anillos, torciendo y retorciéndose alrededor de ella en casi todas las direcciones. Todos los remeros están envueltos en sus peligrosas contorsiones, de modo que, ante los tímidos ojos de la gente de tierra, parecen prestidigitadores indios, con las más mortíferas serpientes contorneándoles juguetonamente los miembros. Y ningún hijo de mujer mortal puede sentarse por primera vez entre esos enredos de cáñamo, y a la vez que tira todo lo posible del remo, pensar que en cualquier instante desconocido puede dispararse el arpón, y todos esos horribles retorcimientos pueden entrar en juego como relámpagos anillados; no puede, digo, encontrarse en tal circunstancia sin un estremecimiento que le haga temblar la misma médula de los huesos como una gelatina agitada. Sin embargo, la costumbre —¡extraña cosa!—, ¿qué no puede lograr la costumbre...? Jamás habréis oído sobre la caoba de vuestra mesa más alegres salidas, más jubiloso regocijo, mejores bromas y más brillantes réplicas que las que oiréis sobre esa media pulgada de cedro blanco de la lancha ballenera, al estar así suspendida en el nudo corredizo del verdugo; y, como los seis burgueses de Calais ante el rey Eduardo, los seis hombres que componen la tripulación avanzan hacia las fauces de la muerte con la soga al cuello, podríamos decir.

Quizá ahora os bastará pensarlo muy poco para explicaros esos frecuentes desastres de la pesca de la ballena —unos pocos de los cuales se anotan casualmente en las crónicas—, en que este o aquel hombre fue sacado de la lancha por la estacha y se perdió. Pues, cuando la estacha va disparada, estar sentado entonces en la lancha es como estar sentado en medio de los múltiples silbidos de una máquina de vapor a toda marcha, cuando os roza toda biela volante, todo eje y toda rueda. Es peor, pues no podéis estar sentados inmóviles en medio de estos peligros, porque la lancha se mece como una cuna, lanzándoos de un lado a otro, sin el menor aviso; y sólo por cierto equilibrio y simultaneidad de volición y acción podéis escapar de convertiros en un Mazeppa, y que os lleven corriendo a donde el sol que todo lo ve jamás podría sacaros de la hondura.

Además: así como la profunda calma que sólo aparentemente precede y profetiza la tempestad, quizá es más terrible que la propia tempestad —pues, en efecto, la calma no es sino la cubierta y el envoltorio de la tempestad y la contiene en sí misma, igual que el rifle al parecer inofensivo contiene la pólvora fatal, y la bala, y la explosión—, de ese modo el gracioso reposo de la estacha, serpenteando silenciosamente por los remeros antes de ponerse en juego efectivo, es una cosa que lleva consigo más terror que ningún otro aspecto de este peligroso asunto. Pero ¿por qué decir más? Todos los hombres viven envueltos en estachas de ballena. Todos nacen con la cuerda al cuello, pero sólo al ser arrebatados en el rápido y súbito remolino de la muerte, es cuando los mortales se dan cuenta de los peligros de la vida, callados, sutiles y omnipresentes. Y si uno es un filósofo, aunque esté sentado en una lancha ballenera no sentirá un ápice más de terror que sentado ante el fuego del anochecer, con un atizador y no un arpón al lado.

LXI
 
Stubb mata un cachalote

Si para Starbuck la aparición del pulpo fue cosa de portento, para Queequeg fue un objeto bien diverso.

—Cuando ver al pulpo —dijo el salvaje, afilando el arpón en la proa de su lancha colgada—, luego ver pronto al cachalote.

El siguiente día fue enormemente tranquilo y bochornoso, y, sin nada especial en qué ocuparse, la tripulación del Pequod difícilmente pudo resistir la incitación al sueño producida por un mar tan vacío. Pues esa parte del océano índico por donde viajábamos entonces no es lo que los balleneros llaman una zona viva; esto es, ofrece menos atisbos de marsopas, delfines, peces voladores y otros vivaces moradores de aguas movidas, que las zonas a lo largo del Río de la Plata o el litoral del Perú.

Me tocaba mi turno de vigía en la cofa del trinquete, y, con los hombros apoyados contra los aflojados obenques de sobrejuanete, me mecía de un lado para otro en lo que parecía un aire encantado. No había decisión que pudiera resistirlo; en ese soñador estado de ánimo, perdiendo toda conciencia, por fin mi alma salió de mi cuerpo, aunque mi cuerpo aún seguía meciéndose, como un péndulo mucho después que se retira la fuerza que empezó a moverlo.

Antes de que me invadiera el olvido, me había dado cuenta de que los marineros en las cofas de mayor y mesana ya estaban adormilados. Así que, al fin, los tres pendimos sin vida de las vergas, y por cada oscilación que dábamos, había una cabezada, desde abajo, por parte del amodorrado timonel. Las olas también daban cabezadas con sus crestas indolentes; y a través del ancho éxtasis del mar, el este inclinaba la cabeza hacia el oeste, y el sol por encima de todo.

De repente, parecieron reventar burbujas bajo mis ojos cerrados; mis manos, como tornillos de carpintero, se agarraron a los obenques; algún poder invisible y misericordioso me salvó; volví a la vida con una sacudida. Y he ahí que muy cerca de nosotros, a sotavento, a menos de cuarenta brazas, un gigantesco cachalote se mecía en el agua como el casco volcado de una fragata, con su ancho lomo reluciente, de tinte etiópico, brillando a los rayos del sol como un espejo. Pero ondulado perezosamente en la artesa del mar, y lanzando de vez en cuando tranquilamente su chorro vaporoso, el cetáceo parecía un obeso burgués que fuma su pipa una tarde de calor. Pero esa pipa, mi pobre cachalote, era su última pipa. Como golpeado por la varita de algún encantador, el soñoliento buque, con todos sus durmientes, de repente se sobresaltó en vigilia, y más de una veintena de voces, desde todas partes del barco, a la vez que las tres notas desde la altura, lanzaron el acostumbrado grito, mientras el gran pez, con lenta regularidad, chorreaba la centelleante agua del mar por el aire.

—¡Soltad los botes! ¡Orza! —grito Ahab.

Y obedeciendo su propia orden, dio al timón a sotavento antes que el timonel pudiera mover las cabillas.

La repentina exclamación de los tripulantes debía haber alarmado al cetáceo, y, antes que las lanchas estuvieran abajo, se dio la vuelta majestuosamente, y se alejó nadando a sotavento, pero con tan sólida tranquilidad, y haciendo tan pocas ondulaciones al nadar, que, pensando que, después de todo, quizá no estaría aún alarmado, Ahab dio órdenes de que no se usara ni un remo, y nadie hablara sino en susurros. Así, sentados como indios de Ontario en las bordas de las lanchas, usamos los canaletes con rapidez, pero calladamente, porque la calma no permitía que se izaran las silenciosas velas. Al fin, al deslizarnos así en su persecución, el monstruo agitó la cola verticalmente en el aire a unos cuarenta pies y luego se sumergió, perdiéndose de vista.

—¡Ahí va una cola! —fue el grito; anuncio a que inmediatamente siguió que Stubb sacó el fósforo y encendió la pipa, pues ahora se concedía un intervalo. Después que transcurrió todo el intervalo de la zambullida, el cetáceo volvió a subir, y como ahora estaba delante de la lancha del fumador, Stubb se hizo cargo del honor de la captura. Ahora era obvio que el cetáceo, por fin, se había dado cuenta de sus perseguidores. Por consiguiente, era inútil ya todo silencio de precaución. Se dejaron los canaletes y se pusieron ruidosamente en acción los remos. Y sin dejar de dar chupadas a la pipa, Stubb gritó a su tripulación para lanzarse al asalto.

Sí, en el pez había ahora un enorme cambio. Sintiendo todo el riesgo, marchaba «cabeza fuera», sobresaliendo esa parte oblicuamente entre la loca fermentación que agitaba.'

—¡Adelante, adelante, muchachos! No os deis prisa; tomadlo con tiempo; pero ¡adelante, adelante como truenos, eso es todo! —gritaba Stubb, lanzando bocanadas de humo al hablar—. ¡Adelante, vamos; da la palada larga y fuerte, Tashtego! Dale bien, Tashtego, muchacho; adelante todos, pero sin acalorarse, fresquitos... como pepinos, eso es... tranquilos, tranquilos..., pero adelante como la condenada muerte, como diablos haciendo muecas, y sacando derechos de sus tumbas a los muertos enterrados, muchachos... eso es todo. ¡Adelante!

—¡Uuu...jú! ¡Ua...jí! —chilló en respuesta el Gay-Head, elevando hasta los cielos un viejo grito de guerra, y todos los remeros en la tensa lancha saltaron involuntariamente adelante con el único y tremendo golpe de guía que dio el ansioso indio.

Pero sus salvajes chillidos fueron contestados por otros de modo igualmente salvaje.

—¡Ki...jí! ¡Kú...lú! —gritó Daggoo, tendiéndose adelante y atrás en su asiento, como un tigre que da vueltas en su jaula.

—¡Ka...lá! ¡Ku...lú! —aulló Queequeg, como relamiéndose los labios con un bocado de chuleta de granadero. Y así, con remos y aullidos, las quillas cortaban el mar. Mientras tanto, Stubb, conservando su lugar de mando, seguía estimulando a sus hombres al ataque, sin dejar de soplar el humo por la boca. Como desesperados se tendían y esforzaban, hasta que se oyó el grito bienvenido:

—¡De pie, Tashtego!, ¡dale con ello!

Se lanzó el arpón.

—¡Atrás!

Los remeros ciaron; en ese mismo momento, algo caliente y zumbador pasó por las muñecas de cada cual. Era la mágica estacha. Un instante antes, Stubb había dado dos vueltas adicionales con ella al bolardo, donde, a causa de su giro con rapidez aumentada, se elevaba ahora un humo azul de cáñamo, mezclándose con la constante humareda de su pipa. Al pasar dando vueltas al bolardo, antes mismo de llegar a ese punto, atravesaba, levantando ampollas, las manos de Stubb, de las que habían caído accidentalmente los «guantes», esos cuadrados de lona acolchada que a veces se llevan en esas ocasiones. Era como sujetar por el fijo la tajante espada de doble filo de un enemigo, mientras éste se esforzara todo el tiempo por arrancarla de vuestra sujeción.

—¡Moja la estacha, moja la estacha! —gritó Stubb al remero de tina (el sentado junto a la tina), quien, quitándose el gorro, empezó a echar agua en ella.' Se dieron más vueltas, con lo que la estacha empezó a mantenerse en su sitio. La lancha ahora volaba por el agua hirviente como un tiburón todo aletas. Stubb y Tashtego cambiaron entonces de sitio, de popa a proa; un asunto verdaderamente tambaleante en aquella conmoción tan agitada.

Por las vibraciones de la estacha que se extendía a todo lo largo de la parte superior de la lancha, y por estar ahora tan tensa como una cuerda de arpa, se habría pensado que la embarcación tenía dos quillas, una surcando el mar, y la otra el aire, mientras la lancha seguía avanzando a golpes a través de ambos elementos a la vez. Una cascada continua se abría en la proa; un incesante torbellino arremolinado en su estela; y, al más leve movimiento desde dentro, aunque fuera de un meñique, la vibrante y crujiente embarcación se escoraba espasmódicamente por la borda hacia el mar. Así se precipitaban, cada cual aferrándose con todas sus fuerzas a su bancada, para evitar ser lanzado a la espuma, mientras la alta figura de Tashtego, en el remo de gobernalle, se agachaba casi hasta doblarse para bajar su centro de gravedad. Enteros Atlánticos y Pacíficos parecían pasar mientras ellos avanzaban disparados, hasta que por fin el cetáceo aflojó algo su huida.

¡Templa, templa! —gritó Stubb al de proa, y, dando cara al cetáceo, todos los hombres empezaron a acercar la lancha a él, todavía a remolque. Pronto, al llegar a la altura de su costado, Stubb plantó firmemente la rodilla en la castañuela, y disparó lanza tras lanza, alternativamente; retrocedía fuera del alcance de la horrible contorsión del monstruo, y luego se ponía a tiro para otro golpe.

La inundación roja brotaba de todos los costados del monstruo como los arroyuelos por una montaña. Su cuerpo atormentado no flotaba en agua, sino en sangre, que burbujeaba y hervía a estadios enteros por detrás de su estela. El sol oblicuo, al jugar sobre ese estanque carmesí en el mar, devolvía su reflejo a todas las caras, de modo que todos refulgían unos ante otros como pieles rojas. Y mientras tanto, chorro tras chorro de humo blanco se disparaba en agonía por el respiradero del cetáceo, y bocanada tras bocanada, con vehemencia, de la boca del excitado jefe de lancha, mientras a cada lanzada, tirando su arma torcida (mediante la estacha unida a ella), Stubb la volvía a enderezar una vez y otra con unos cuantos golpes rápidos contra la borda, para lanzarla luego una vez y otra al cetáceo.

—¡Hala, hala! —gritó luego al de proa, cuando el cachalote, desmayando, disminuyó su cólera—. ¡Hala, más cerca! —y la lancha llegó al lado del costado del pez.

Entonces, asomándose mucho sobre la proa, Stubb metió lentamente su larga y aguda lanza en el pez y la sujetó allí, removiéndola cuidadosamente como si buscara a tientas con precaución algún reloj de oro que el cachalote se hubiera tragado, y que él tuviera miedo de romper antes de poderlo sacar enganchado. Pero ese reloj de oro que buscara era la más entrañable vida del pez. Y ahora quedó alcanzada; pues, sobresaltándose de su trance, con esa cosa inexpresable que llaman su «convulsión», el monstruo se agitó horriblemente en su sangre, se envolvió en impenetrable espuma, loca e hirviente, de modo que la amenazada embarcación, cayendo repentinamente a popa, tuvo que luchar casi a ciegas para salir desde ese frenético crepúsculo al aire claro del día.

Y disminuyendo entonces su convulsión, el cetáceo volvió a salir a la luz, agitándose de lado a lado, y dilatando y contrayendo espasmódicamente su agujero del chorro, con inspiraciones bruscas, quebradas y agonizantes. Por fin, se dispararon al aire asustado borbotones tras borbotones de rojos sangrujos cuajados, como si fueran las purpúreas heces del vino tinto; y volviendo a caer, corrieron por sus inmóviles flancos hasta bajar al mar. ¡Había reventado su corazón!

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