Moby Dick (43 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Como segadores mañaneros que, uno junto a otro, hacen avanzar lenta y asoladoramente sus guadañas por la larga hierba mojada de los prados empantanados, así nadaban esos monstruos haciendo un extraño ruido cortador de hierba, y dejando atrás interminables guadañas de azul en el mar amarillo.'

Pero no era en absoluto solamente el ruido que hacían al partir el brit lo que le recordaba a uno a los segadores. Vistas desde los masteleros, especialmente cuando se detenían y quedaban un rato inmóviles, sus enormes formas negras parecían, más que otra cosa, masas de roca sin vida. Y lo mismo que en las grandes comarcas de cacerías de la India, el extranjero a veces ve a distancia, a su paso por las llanuras, elefantes tumbados sin saber que lo son, tomándolos por desnudas y ennegrecidas elevaciones del suelo, así le pasa a menudo a quien por primera vez observa esta especie de los leviatanes del mar. Y aun cuando los reconoce por fin, su inmensa magnitud hace muy difícil creer realmente que tan enormes masas de excrecencia puedan estar animadas, en todas sus partes, por la misma clase de vida que vive en un perro o un caballo.

Desde luego, en otros aspectos, es difícil considerar a cualquier criatura de las profundidades con los mismos sentimientos que a los de tierra firme. Pues aunque ciertos antiguos naturalistas han sostenido que todas las criaturas de la tierra tienen su parentela en el mar, y aunque, tomando este asunto en una amplia perspectiva general, esto podría ser verdad, sin embargo, viniendo a las especialidades, ¿dónde, por ejemplo, ofrece el océano ningún pez que corresponda en su disposición a la bondadosa sagacidad del perro? Sólo el maldito tiburón, en algún aspecto genérico, puede decirse que presenta una analogía comparable con él.

Pero aunque, para la gente de tierra en general, los habitantes nativos del mar siempre se consideran con emociones inexpresablemente repelentes y poco sociables; y aunque sabemos que el mar es una perenne terra incógnita, de modo que Colón navegó sobre innumerables mundos desconocidos para descubrir su mundo superficial de occidente; y aunque, sin comparación, los desastres más terribles y mortíferos han afectado de modo inmemorial e indiscriminado a decenas y centenas de millares de los que han atravesado las aguas; y aunque un solo momento de reflexión enseñará que por mucho que ese niñito que es el hombre presuma de su ciencia y habilidad, y por mucho que, en un futuro lisonjero, puedan aumentar esa ciencia y habilidad, sin embargo, por los siglos de los siglos, hasta el hundimiento del juicio, el mar seguirá insultándole y asesinándole, y pulverizando la fragata más solemne y rígida que pueda él hacer: a pesar de todo eso, con la continua repetición de las mismas impresiones, el hombre ha perdido la sensación de ese pleno carácter temeroso del mar, que le corresponde originariamente.

La primera embarcación de que leemos, flotó en un océano que, con venganza portuguesa, se había tragado un mundo entero sin dejar ni una viuda. Ese mismo océano se agita ahora; ese mismo océano destruyó los barcos que naufragaron el año pasado. Sí, locos mortales, el diluvio de Noé no se ha terminado todavía; aún cubre dos tercios de este hermoso mundo.

¿En qué difieren el mar y la tierra, que lo que en uno es milagro no es milagro en el otro? Terrores preternaturales cayeron sobre los hebreos cuando, a los pies de Korah y los suyos, se abrió la tierra viva y se los tragó para siempre; sin embargo, no se pone una vez el sol moderno sin que, exactamente del mismo modo, el mar vivo se trague barcos y tripulaciones.

Pero el mar no sólo es tal enemigo del hombre, ajeno a él, sino que también es enemigo de su propia progenie, y, peor que el anfitrión persa que asesinaba a sus propios invitados, no perdona a las criaturas que él mismo ha engendrado. Como una tigresa salvaje que, saltando por la jungla, aplasta a sus cachorros, el mar estrella aun a las más poderosas ballenas contra las rocas, y las deja allí, al lado de los astillados restos de los barcos. No lo gobierna ninguna misericordia ni poder sino los suyos Jadeando y bufando como un loco corcel de batalla que ha perdido el jinete, el océano sin amo se desborda por el mundo.

Considerad la sutileza del mar; cómo sus más temidas criaturas se deslizan bajo el agua, sin aparecer en su mayor parte, traidoramente ocultas bajo los más amables matices del azur. Considerad también la diabólica brillantez y belleza de muchas de sus tribus más encarnizadas; así, la forma elegantemente embellecida de muchas especies de tiburones. Considerad, una vez más, el canibalismo universal del mar, cuyas criaturas se devoran unas a otras, manteniendo eterna guerra desde que empezó el mundo.

Considerad todo esto, y luego volveos a esta verde, amable y docilísima tierra; consideradlos ambos, mar y tierra; y ¿no encontráis una extraña analogía con algo en vosotros mismos? Pues igual que este aterrador océano rodea la tierra verdeante, así en el alma del hombre hay una Tahití insular, llena de paz y de alegría, pero rodeada por todos los horrores de la vida medio conocida. ¡Dios te guarde! ¡No te alejes de esa isla; no puedes volver jamás!

LIX
 
El pulpo

Vadeando lentamente a través de las praderas de brit, el Pequod mantenía su rumbo nordeste hacia la isla de Java, con un suave viento empujando su quilla, de modo que en la serenidad circundante sus tres altos mástiles puntiagudos se mecían dulcemente en aquella lánguida brisa como tres dulces palmeras en una llanura. Y todavía, con amplios intervalos, en la noche plateada, se veía el solitario chorro incitante.

Pero una transparente mañana azul, cuando una quietud casi preternatural se extendía sobre el mar, aunque sin ir acompañada por ninguna calma chicha; cuando la larga y bruñida franja de sol en las aguas parecía un dedo de oro extendido a través de ellas para imponer algún secreto; cuando las resbalosas olas susurraban juntas al pasar corriendo; en ese profundo acallamiento de la esfera visible, Daggoo vio un extraño espectro desde la cofa del palo mayor.

En la lejanía, se elevó perezosamente una gran masa blanca y, alzándose cada vez más alta y desprendiéndose de lo azul, por fin centelleó ante nuestra proa como un alud recién desprendido de las montañas. Brillando así por un momento, se desvaneció con la misma lentitud, y se sumergió. Luego volvió a subir una vez más, y brilló en silencio. No parecía una ballena, y sin embargo, «¿es éste Moby Dick?», pensó Daggoo. Volvió a bajar el fantasma, pero cuando reapareció una vez más, el negro aulló con un grito como de estilete que sobresaltó a todos los hombres en su sopor:

—¡Ahí, ahí otra vez! ¡Ahí salta! ¡Ahí delante! ¡La ballena blanca, la ballena blanca!

Al oírlo, los marineros se precipitaron a los penoles, como en tiempo de enjambre las abejas se precipitan a las ramas. Con la cabeza descubierta bajo el sol abrasador, Ahab estaba en el bauprés y con una mano echada atrás, en preparación para señalar sus órdenes al timonel, lanzaba su ansiosa mirada en la dirección indicada desde lo alto por el extendido brazo inmóvil de Daggoo.

Fuera porque la presencia irregular de aquel chorro único y solitario hubiera hecho efecto gradualmente en Ahab, de modo que ahora estuviera preparado a relacionar las ideas de dulzura y reposo con la primera visión de esa determinada ballena que perseguía; por eso, o por que le traicionara su ansiedad, por lo que quiera que fuera, en cuanto percibió claramente la masa blanca, con rápida tensión dio orden al momento de arriar las lanchas.

Las cuatro lanchas estuvieron pronto en el agua; la de Ahab por delante, y todas, ellas remando rápidamente hacia su presa. Pronto se hundió y mientras, con los remos en suspenso, esperábamos su reaparición, he ahí que volvió a surgir lentamente una vez más en el mismo lugar donde se había sumergido. Casi olvidando por el momento todos los pensamientos sobre Moby Dick, mirábamos ahora el más prodigioso fenómeno que los mares secretos han revelado hasta ahora a la humanidad. Una vasta masa pulposa, de estadios enteros de anchura y longitud, de un resplandeciente color crema, flotaba en el agua, con innumerables brazos largos irradiando desde su centro y retorciéndose y rizándose igual que un nido de anacondas, como para captar a ciegas cualquier desdichado objeto a su alcance. No tenía cara ni frente perceptible; no tenía signo concebible de sensación o instinto, sino que ondulaba allí en las olas una manifestación de vida sin forma, extraterrenal, azarosa.

Al desaparecer lentamente otra vez con un sordo ruido de succión, Starbuck exclamó con voz loca, sin dejar de mirar a las agitadas aguas donde se había hundido:

—¡Casi habría preferido ver a Moby Dick y luchar con él que haberte visto a ti, fantasma blanco!

—¿Qué era eso, señor Starbuck? —dijo Flask.

—El gran pulpo viviente, que, según dicen, pocos barcos balleneros han visto y han regresado al puerto para contarlo.

Pero Ahab no dijo nada; haciendo virar la lancha, volvió al barco, y los demás le siguieron igualmente callados.

Cualesquiera que sean las supersticiones que los cazadores de cachalotes en general tengan en relación con la visión de este objeto, lo cierto es que, como el poderlo entrever es tan insólito, esa circunstancia ha llegado a revestirlo de carácter portentoso. Tan raramente se observa que, aunque todos a una voz declaren que es la mayor cosa animada del océano, muy pocos de ellos tienen sino vaguísimas ideas respecto a su verdadera naturaleza y forma, a pesar de lo cual creen que proporciona al cachalote su único alimento. Pues aunque otras especies de ballenas encuentran su alimento sobre el agua, y pueden ser vistas por el hombre en el acto de alimentarse, el cachalote obtiene todo su alimento en zonas desconocidas bajo la superficie y sólo por inferencia puede alguien decir en qué consiste exactamente ese alimento. A veces, cuando se le persigue de cerca, vomita lo que se supone que son los brazos desprendidos del pulpo, y algunos de ellos, que así se muestran, exceden los veinte y treinta pies de longitud. Se les antoja que el monstruo a que originalmente pertenecieron suele agarrarse con ellos al fondo del océano, y que el cachalote, a diferencia de otras especies, está provisto de dientes para atacarlo y destrozarlo.

Parece haber algún fundamento para imaginar que el gran Kraken del obispo Pontoppodan puede acabar por identificarse con el Pulpo. El modo como lo describe el obispo, alternativamente subiendo y bajando, con algunos otros detalles que cuenta, hacen que se correspondan los dos en todo esto. Pero mucha rebaja es necesaria respecto al increíble tamaño que le asigna.

Algunos naturalistas que han oído vagos rumores sobre esta misteriosa criatura de que hablamos aquí, la incluyen entre la clase de las jibias, a la que en ciertos aspectos externos parecería que pertenece, aunque sólo como el Anak de la tribu.

LX
 
La estacha

En referencia a la escena de caza de la ballena que dentro de poco se va a describir, así como para mejor comprensión de todas las escenas semejantes que se presenten en otro momento, debo hablar aquí de la mágica, y a veces horrible, estacha de la ballena.

La estacha usada originalmente en estas pesquerías era del mejor cáñamo, levemente ahumada de brea, pero sin impregnarse de ella, como en el caso de los cabos corrientes; pues mientras la brea, tal como ordinariamente se usa, hace el cáñamo más flexible para el cordelero, y también hace al propio cabo más conveniente para el marinero en el uso normal en el barco, sin embargo, la cantidad ordinaria de brea no sólo haría la estacha demasiado rígida para el apretado adujamiento a que debe someterse, sino que, como muchos navegantes empiezan a reconocer, la brea en general no aumenta en absoluto la duración y fuerza de un cabo, por más que lo haga compacto y reluciente.

En los últimos años, el cabo de abacá ha sustituido casi enteramente en los pesqueros americanos al cáñamo como material para estacha de ballena; pues, aunque no tan duradero como el cáñamo, es más fuerte, y mucho más suave y elástico; y yo añadiré (puesto que hay una estética en todas las cosas) que es mucho más bonito y decente para la lancha que el cáñamo. El cáñamo es un tipo oscuro e hirsuto, una especie de indio, pero el cabo de abacá, para la vista, es una circasiana de pelo dorado.

La estacha de ballena sólo tiene dos tercios de pulgada de grosor. A primera vista, uno no la creería tan fuerte como realmente es. En experimento, cada una de sus cincuenta y una filásticas resiste un peso de ciento veinte libras, de modo que el conjunto del cabo aguanta una tensión casi igual a tres toneladas. En longitud, la estacha de cachalote usual mide algo más de doscientas brazas. Hacia la popa de la lancha, se aduja en espiral en su tina, pero no como el serpentín de un alambique, sino formando una masa redonda, en forma de queso, de «roldanas», o capas de espirales concéntricas, sin más hueco que el «corazón», el menudo tubo vertical formado en el eje del queso. Como el menor enredo o retorcimiento en la aduja, al desenrollarse, se le llevaría infaliblemente por delante a alguien el brazo, o la pierna, o el cuerpo entero, se tiene la mayor precaución al guardar la estacha en su tina. Algunos arponeros pasan casi una mañana entera en este asunto, subiendo la estacha a lo alto y luego laboreándola hacia abajo a través de un motón hasta la tina, para que, en el momento de adujarla, quede libre de todo posible pliegue y retorcimiento.

En las lanchas inglesas se usan dos tinas en vez de una, adujando la misma estacha de modo continuado en ambas tinas. Esto tiene cierta ventaja, porque estas tinas gemelas, al ser tan pequeñas, se adaptan más fácilmente a la lancha y no la fuerzan demasiado, mientras que la tina americana, casi de tres pies de diámetro y de profundidad proporcionada, resulta una carga bastante voluminosa para una embarcación cuyas tablas sólo tienen media pulgada de grosor; pues el fondo de la lancha ballenera es como el hielo en punto crítico, que soporta un peso considerable bien distribuido, pero no mucho peso concentrado. Cuando a la tina americana de la estacha se le echa encima la cubierta de lona pintada, parece que la lancha se aleja remando con un pastel de boda prodigiosamente grande, para obsequiar a las ballenas.

Los dos extremos de la estacha están al descubierto: el extremo inferior termina en una costura de ojo o anilla que sale del fondo junto al costado de la tina, y pende sobre su borde, completamente desembarazada de todo. Esta disposición del extremo inferior es necesaria por dos motivos. Primero: para facilitar el sujetarle otra estacha adicional de una lancha cercana, en el caso de que la ballena herida se sumergiera tan hondo que amenazara llevarse toda la estacha originalmente sujeta al arpón. En esos casos, a la ballena, desde luego, se la pasan de una lancha a otra como un jarro de cerveza, por decirlo así, aunque la primera lancha siempre permanece a mano para ayudar a su compañera. Segundo: esta disposición es indispensable en atención a la seguridad común, pues si el extremo inferior de la estacha estuviera sujeto a la lancha de algún modo, y si la ballena corriera la estacha hasta el final, como hace a veces, casi en un solo minuto humeante, no se detendría allí, sino que la malhadada lancha sería arrastrada infaliblemente tras ella a la profundidad del mar, y en ese caso no habría pregonero que la volviera a encontrar jamás.

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