Read Momo Online

Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Momo (19 page)

BOOK: Momo
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—Para decirlo del modo más resumido posible, porque también mi tiempo es precioso —continuó el hombre gris—, le hago la siguiente oferta: nosotros le devolvemos a la niña con la condición de que usted no vuelva a decir nunca ni una sola palabra sobre nuestra actividad. Además le exigimos, a modo de rescate, la suma de cien mil horas de tiempo ahorrado. Usted no se preocupe de cómo nos apropiamos del tiempo; eso es cosa nuestra. Usted limítese a ahorrarlo. Cómo lo consiga es cosa suya. Si está de acuerdo, nosotros nos encargamos de que, dentro de unos días, le suelten de aquí. Si no, usted se quedará siempre aquí y Momo se quedará para siempre con nosotros. Piénselo. Sólo le haremos una vez esa generosa oferta. ¿Qué dice?

Beppo tragó saliva dos veces y dijo entonces:

—De acuerdo.

—Muy razonable —dijo, satisfecho, el hombre gris—. Recuérdelo: silencio absoluto y cien mil horas. En cuanto las tengamos le devolvemos a la pequeña Momo. Usted lo pase bien, mi querido amigo.

Con eso el hombre gris abandonó la sala. La nube de humo que dejó tras de sí parecía brillar en la oscuridad como un tenue fuego fatuo.

A partir de esa noche, Beppo no volvió a contar su historia. Y si le preguntaban por qué la había contado antes, se encogía, triste, de hombros. A los pocos días le enviaron a su casa.

Pero Beppo no fue a su casa, sino que se marchó directamente hacia aquella gran casa con el patio, donde él y sus compañeros siempre recibían las escobas y los carritos. Tomó su escoba, se adentró con ella en la gran ciudad y comenzó a barrer.

Pero ahora ya no barría como antes: a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida, sino que ahora lo hacía de prisa y sin amor por su trabajo, sino sólo por ahorrar tiempo. Sentía con dolorosa claridad que con ello renunciaba y traicionaba su más profunda convicción, más aún, toda su vida anterior, y eso le enfermaba y le llenaba de odio por lo que hacía.

Si hubiera sido por él, habría preferido morirse de hambre antes que ser tan infiel a sí mismo. Pero se trataba de Momo, a la que tenía que rescatar, y ése era el único modo de ahorrar tiempo que conocía.

Barría de día y de noche, sin ir nunca a su casa. Cuando le sobrevenía el agotamiento, se sentaba en el banco de algún parque o sobre el bordillo de la acera y dormía un poco. Al poco, volvía a levantarse y seguía barriendo. Lo mismo hacía cuando alguna vez tenía que detenerse a comer alguna cosa. No volvió a su cabaña cerca del viejo anfiteatro.

Barrió durante semanas y meses. Llegó el otoño y llegó el invierno, y Beppo barría.

Llegó la primavera y volvió el verano. Beppo apenas se daba cuenta, barría y barría, para ahorrar las cien mil horas del rescate.

La gente de la gran ciudad apenas tenía tiempo para prestar atención al pequeño viejo. Y los pocos que lo hacían se llevaban el dedo a la sien tras sus espaldas, cuando pasaba a su lado a toda prisa, blandiendo la escoba como si le fuera en ello la vida. Pero que se le tomara por loco no era ninguna novedad para Beppo, por lo que apenas le prestaba atención. Sólo cuando alguien alguna vez le preguntaba por qué tenía tanta prisa, interrumpía su trabajo por un momento, miraba al preguntón con miedo y lleno de tristeza se llevaba un dedo a los labios.

La tarea más difícil para los hombres grises fue guiar, según sus planes, a los niños amigos de Momo. Después de que Momo hubo desaparecido, los niños se reunían, siempre que les era posible, en el viejo anfiteatro. Habían inventado cada vez juegos nuevos, y un par de cajas viejas les bastaban para emprender largos viajes de exploración o construir castillos y fortalezas. Habían seguido trazando sus planes y contándose sus cuentos; en resumen, habían hecho como si Momo estuviera todavía con ellos. Y, sorprendentemente, había resultado que parecía que en verdad estuviera con ellos.

Los niños, además, no habían dudado ni por un momento de que Momo volvería. Si bien nunca se había hablado de ello, tampoco era necesario. La callada certidumbre unía a los niños entre sí. Momo les pertenecía y era su centro secreto, estuviera allí o no.

Contra ellos no habían podido los hombres grises.

Si no podían hacerse con los niños directamente, para apartarlos de Momo, tendrían que hacerlo a través de un rodeo. Y ese rodeo eran los adultos, que mandaban sobre los niños. No todos los adultos, claro está, sino aquellos que servían como auxiliares de los hombres grises que, por desgracia, no eran pocos. Además, los hombres grises usaron contra los niños sus propias armas.

Porque, de repente, algunos se acordaron de las manifestaciones, de las pancartas y los letreros de los niños.

—Tenemos que emprender alguna cosa —se decía—, porque no puede ser que haya cada vez más niños que estén solos, sin que nadie se ocupe de ellos. No se les puede hacer ningún reproche a los padres, porque la vida moderna no les deja tiempo para cuidar suficientemente a sus hijos. Pero el ayuntamiento debería ocuparse de ello.

—No puede ser —decían otros— que se ponga en peligro la fluidez del tráfico por culpa de niños vagabundos. El aumento de accidentes causados por los niños en las calles cuesta cada vez más dinero que se podría emplear mejor en otros usos.

—Los niños sin vigilancia —explicaban otros— se estropean moralmente y se convierten en delincuentes. El ayuntamiento ha de cuidar de que se registre a todos los niños. Hay que construir instalaciones donde se les eduque para que sean miembros útiles y eficientes de la sociedad.

Otros decían:

—Los niños son el material humano del futuro. El futuro será una época de máquinas a reacción y cerebros electrónicos. Se necesitará un ejército de especialistas y técnicos para manejar todas esas máquinas. Pero en lugar de preparar a nuestros hijos para ese mundo de mañana permitimos todavía que muchos de ellos pierdan gran parte de su precioso tiempo en juegos inútiles. Es una vergüenza para nuestra civilización y un crimen ante la humanidad futura.

Todo eso les resultaba enormemente convincente a los ahorradores de tiempo. Y como ya había muchos ahorradores de tiempo en la gran ciudad, pronto consiguieron convencer al ayuntamiento de la necesidad de hacer algo por todos esos niños descuidados.

Como consecuencia, en todos los barrios se construyeron los llamados «depósitos de niños». Se trataba de grandes edificios en los que había que entregar, y recoger, si era posible, a todos los niños de los que nadie se podía ocupar. Se prohibió severamente que los niños jugaran por las calles, en los parques o en cualquier otro lugar. Si se encontraba a algún niño en esos lugares, siempre había alguien que los llevaba al depósito de niños más cercano. Y a los padres se les castigaba con una buena multa.

Tampoco los amigos de Momo escaparon a esa nueva normativa. Fueron separados, según el barrio del que provenían, y los metieron en depósitos de niños diversos. Se acabó lo de inventarse ellos mismos sus juegos. Los vigilantes prescribían los juegos, que sólo eran de aquellos con los que también aprendían alguna cosa útil. Mientras tanto olvidaron otra cosa, claro está: la capacidad de alegrarse, de entusiasmarse y de soñar.

Con el tiempo, los niños tuvieron la misma cara que los ahorradores de tiempo. Desencantados, aburridos y hostiles, hacían lo que se les exigía. Y si alguna vez los dejaban que se entretuvieran solos, ya no se les ocurría nada.

Lo único que todavía sabían hacer era meter ruido, pero ya no era un ruido alegre, sino enfadado e iracundo.

Los hombres grises no se acercaron a ninguno de los niños. La red que se había tendido sobre la ciudad era densa y —según parecía— indestructible. Ni siquiera los niños más listos supieron escapar de sus mallas. Se había cumplido el plan de los hombres grises.

Desde entonces, el anfiteatro había quedado triste y solo.

De modo que Momo estaba ahora sentada en los escalones de piedra y esperaba a sus amigos. Había estado sentada y esperando así todo el día. Pero no había venido nadie. Nadie.

El sol se encaminaba hacia el horizonte occidental. Crecían las sombras y empezaba a refrescar.

Por fin, Momo se levantó. Tenía hambre porque nadie le había llevado nada que comer. Eso no había ocurrido nunca. Incluso Beppo y Gigi parecían haberla olvidado hoy. Pero seguro, pensaba Momo, que eso debía ser algún descuido tonto, que mañana se aclararía.

Bajó hacia la tortuga, que ya se había retirado a dormir dentro de su caparazón. Momo se acurrucó junto a ella y llamó tímidamente con los nudillos en el caparazón. La tortuga sacó la cabeza y miró a Momo.

—Perdóname si te he despertado, lo siento, pero, ¿puedes decirme por qué no ha venido hoy ninguno de mis amigos?

Sobre el caparazón aparecieron las palabras:

«No hay nadie».

Momo las leyó, pero no entendió lo que significaban.

—Bueno —dijo confiada—, mañana se aclarará. Seguro que mañana vienen mis amigos.

«Nunca más», fue la respuesta.

Momo miró con fijeza, durante un rato, las letras de brillo apagado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, temerosa, por fin—. ¿Qué pasa con mis amigos?

«Se han ido», leyó.

Movió la cabeza.

—No —dijo en voz baja—, no puede ser. Seguro que te equivocas, Casiopea. Ayer todavía estuvieron todos para la gran asamblea, que fracasó.

«Has dormido», fue la respuesta de Casiopea.

Momo se acordó de que el maestro Hora le había dicho que tendría que dormir toda una vuelta solar, como una semilla en la tierra. No había pensado cuánto tiempo podría ser eso, cuando estuvo de acuerdo. Ahora empezaba a intuirlo.

—¿Cuánto? —preguntó, con un suspiro.

«Un año».

Momo necesitó un rato para entenderlo.

—Pero Beppo y Gigi —tartamudeó al fin—, estos dos seguro que me esperan.

«No hay nadie», ponía en el caparazón.

—¿Cómo puede ser? —los labios de Momo temblaban—. No puede haber desaparecido todo; todo lo que había…

Lentamente apareció en la espalda de Casiopea:

«Se fue».

Por primera vez en su vida, Momo entendía lo que eso significaba. Se sintió más triste que nunca.

—Pero yo —murmuró atónita—, estoy yo.

Habría llorado, pero no podía.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que la tortuga le tocaba el pie descalzo.

«Yo estoy contigo», ponía en el caparazón.

—Sí —dijo Momo, y sonrió valerosa—, tú estás conmigo, Casiopea. Y me alegro de ello. Ven, vámonos a dormir.

Levantó a la tortuga y la llevó a través del agujero de la pared a su habitación. A la luz del sol poniente, Momo vio que todo estaba como lo había dejado (Beppo había vuelto a ordenarlo todo). Pero por todos lados había una gruesa capa de polvo y telarañas.

Sobre la mesita, apoyada en una lata, había una carta. También estaba cubierta de telarañas.

«Para Momo», ponía encima.

El corazón de Momo empezó a latir más de prisa. Nunca había recibido una carta. La tomó en la mano y la miró por todos lados, después la abrió y sacó del sobre una hoja. Leyó:

Querida Momo:

Me he mudado. Si vuelves, vente enseguida a mi casa. Me preocupo mucho por ti. Te echo mucho de menos. Espero que no te haya ocurrido nada. Si tienes hambre ve, por favor, a casa de Nino. Él me enviará la cuenta: yo lo pago todo. Come, pues, tanto como quieras. Todo lo demás te lo dirá Nino.

Quiéreme. Yo también te quiero.

Siempre tuyo,

Gigi

Momo tardó mucho en deletrear toda la carta, aunque Gigi se había esforzado mucho en escribir con letra bonita y clara. Cuando acabó se apagaba el último resto de luz diurna.

Pero Momo estaba consolada.

Levantó a la tortuga y la puso encima de su cama. Mientras se envolvía en la manta polvorienta, dijo, en voz baja:

—¿Ves, Casiopea, que no estoy sola?

Pero la tortuga parecía dormir ya. Y Momo, que al leer la carta había visto a Gigi ante sí, no cayó en la cuenta de que hacía casi un año que esta carta la esperaba.

Puso su mejilla sobre el papel. Ya no tenía frío.

Demasiada comida
y muy pocas respuestas

A
l mediodía siguiente, Momo tomó la tortuga bajo el brazo y se puso en camino hacia el pequeño local de Nino.

—Verás Casiopea —dijo—, como ahora se aclarará todo. Nino sabe dónde están Gigi y Beppo. Y entonces iremos a buscar a los niños y volveremos a estar todos juntos. Puede que vengan también Nino y su mujer y todos los demás. Seguro que te gustan mis amigos. Podría ser que hiciésemos una pequeña fiesta esta noche. Les hablaré de las flores y de la música y del maestro Hora y de todo lo demás. Ya tengo ganas de volver a verlos a todos. Pero de lo que más ganas tengo ahora es de una buena comida. Tengo hambre, ¿sabes?

Así siguió parloteando. Una y otra vez se llevaba la mano a la carta de Gigi, que llevaba en el bolsillo de su chaquetón. La tortuga sólo la miraba, con sus ojos antiquísimos, pero no decía nada.

Momo comenzó a canturrear mientras caminaba, para, por fin, cantar a voz en grito. Eran de nuevo las melodías y las palabras de las voces, que seguían sonando en su memoria con la misma claridad que el día antes. Momo sabía que nunca más las perdería.

Pero de repente calló. Ante ella estaba el local de Nino. En un primer momento, Momo creyó que se había equivocado de camino. En lugar de la vieja casa con el enjalbegado descolorido por la lluvia y el emparrado ante la puerta, se encontró con un cajón alargado de hormigón, con grandes ventanales que cubrían toda la fachada. La calle misma estaba asfaltada y circulaban por ella muchos coches. En la acera de enfrente había una gran gasolinera y, muy cerca, un enorme edificio de oficinas. Había muchos coches aparcados delante del nuevo local, sobre cuya puerta de entrada, un gran cartel decía:

RESTAURANTE AUTOSERVICIO RÁPIDO DE NINO

Momo entró, y de momento le costó orientarse. A lo largo de las ventanas había muchas mesas de minúscula superficie y enormes patas, de modo que parecían setas deformes. Eran tan altas que los adultos podían comer en ellas de pie. Ya no había sillas.

En el otro lado había una larga barrera de relucientes barras de metal, una especie de cercado. Detrás de éste, una fila de pequeños armarios de vidrio, en los que había bocadillos de queso y jamón, platos de ensalada, flan, pasteles y muchas otras cosas que Momo no conocía.

Pero de eso Momo no pudo darse cuenta hasta al cabo de un rato, porque la sala estaba repleta de gente a la que siempre parecía molestar: dondequiera que se pusiera, la empujaban a un lado. La mayor parte de la gente llevaba bandejas con platos y botellas e intentaba conseguir un sitio en una de las mesitas. Detrás de los que estaban en las mesas y comían a toda prisa ya había otros que esperaban su sitio. Aquí y allá, los comensales y los que esperaban intercambiaban palabras poco amables. De hecho, todos parecían estar muy descontentos.

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