Momo (20 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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Entre la barrera de metal y los armarios de vidrio avanzaba lentamente una cola. Cada uno sacaba de los armarios aquí un plato, allí una botella o un vaso de cartón.

Momo estaba asombrada. ¡Así que aquí todo el mundo podía coger cuanto quería! No vio a nadie que lo impidiera o que exigiera dinero a cambio. ¿Y si todo era gratis? Eso habría explicado las apreturas.

Al cabo de un rato, Momo logró descubrir a Nino. Estaba tapado por mucha gente, al final de la fila de armarios, sentado detrás de la caja registradora, en la que continuamente marcaba algo, cobraba y devolvía el cambio. ¡Así que era allí donde la gente pagaba! Y a causa de la cerca de metal, nadie podía llegar hasta las mesas sin haber pasado por delante de Nino.

—¡Nino! —gritó Momo, mientras intentaba abrirse paso entre la gente.

Hacía señas con la carta de Gigi, pero Nino no la oía. La caja hacía demasiado ruido y exigía toda su atención.

Momo tomó ánimos, trepó por encima de la barrera y adelantó a la cola hacia Nino. Éste alzó la cabeza, porque la gente empezaba a murmurar con desagrado.

Cuando vio a Momo desapareció de su cara, al instante, la expresión de mal humor.

—¡Momo! —gritó radiante como antes—. ¡Estás aquí otra vez! ¡Qué sorpresa!

—¡Atrás! —gritaba la gente de la cola—. ¡Que la niña se ponga a la cola como todos los demás! ¡Eso de colarse es una desvergüenza!

—¡Un momento! —gritó Nino, mientras hacía gestos apaciguadores con la mano—. ¡Un poco de paciencia, por favor!

—¡Así cualquiera! —gritó uno de los que esperaban en la cola—. ¡A la cola, a la cola! La niña tiene más tiempo que nosotros.

—¡Gigi lo paga todo por ti, Momo! —le susurró a la niña—. Así que puedes comer todo lo que quieras. Pero ponte a la cola, como los demás. Ya oyes cómo chillan.

Antes de que Momo hubiera podido preguntar nada más, la empujaron fuera, de modo que no le quedó otra solución que hacer igual que los demás. Se puso en el extremo de la cola y sacó de un estante una bandeja y de un cajón, cuchillo, tenedor y cuchara. Como necesitaba ambas manos para la bandeja, puso a Casiopea en ella. Mientras pasaba por delante de los armarios, sacaba alguna cosa de ellos y lo ponía en la bandeja, alrededor de Casiopea.

Momo estaba un poco trastornada, por lo que se compuso una mezcla bastante curiosa: un trozo de pescado asado, un panecillo con mermelada, una salchicha, un pastelillo y un vaso de naranjada. Casiopea, colocada en medio de todo eso, prefirió retirarse enteramente al interior de su caparazón y no decir nada.

Cuando Momo llegó por fin a la caja, le preguntó rápidamente a Nino:

—¿Sabes dónde está Gigi?

—Sí —dijo Nino—. Nuestro Gigi se ha hecho famoso. Todos estamos muy orgullosos de él porque, al fin y al cabo, es uno de los nuestros. Se le puede ver muchas veces en la televisión y también habla por radio. Y los periódicos siempre dicen una u otra cosa de él. Hace poco vinieron a verme dos periodistas para conocer su vida de antes. Yo les conté la historia de cuando Gigi…

—¡Más deprisa, los de delante! —gritaron algunas voces de la cola.

—Pero, ¿por qué ya no viene? —preguntó Momo.

—¿Sabes? —dijo Nino, que ya estaba un poco nervioso—, ya no tiene tiempo. Tiene cosas más importantes que hacer y en el anfiteatro ya no pasa nada ahora.

—¿Qué pasa con vosotros? —gritó una voz enfadada en la cola—. ¿Creéis que tenemos ganas de quedarnos aquí para siempre?

—¿Y dónde vive ahora? —preguntó Momo tenaz.

—En algún lugar de la colina verde —contestó Nino—. Parece que tiene una villa muy bonita, con un gran parque. Pero ahora sigue, por favor.

En realidad, Momo no quería irse, porque aún le quedaban muchas preguntas por hacer, pero la empujaron. Se fue con su bandeja hacia las mesitas, donde efectivamente encontró, después de haber esperado un poquito, un sitio. Aunque también es verdad que la mesita era demasiado alta para ella, de modo que apenas podía asomar la nariz.

Cuando puso su bandeja en la mesa, los demás miraron con cara de asco la tortuga.

—¡Qué cosas! —le dijo uno a su vecino—. ¡Lo que hay que soportar hoy en día!

—¡Qué quiere usted! —gruñó el otro—. ¡La juventud de hoy!

Pero no dijeron nada más ni se ocuparon de Momo. Aunque ya de por sí resultaba suficientemente difícil la comida, porque apenas podía ver su plato. Pero como tenía mucha hambre, se lo comió todo.

Ahora ya no tenía más apetito, pero todavía quería saber qué había sido de Beppo. Así que volvió a ponerse en la cola. Y como temía que la gente volviera a enfadarse si se limitaba a estarse ahí en medio, otra vez colocó en su bandeja una serie de cosas.

Cuando, por fin, volvió a estar ante Nino, preguntó:

—¿Y dónde está Beppo Barrendero?

—Te ha esperado mucho tiempo —explicó Nino a toda prisa, pues temía un nuevo enfado de su clientela—. Pensaba que te había ocurrido algo terrible. Siempre contaba no sé qué de unos hombres grises. Ya sabes, siempre fue un poco raro.

—¡Eh, esos dos! —gritó uno, en la cola—. ¿Os habéis dormido?

—¡En seguida, señor! —le gritó Nino.

—¿Y entonces? —preguntó Momo.

—Entonces hizo enfadar a la policía —continuó Nino, pasándose nervioso la mano por la cara—. Quería, a toda costa que te buscaran. Por lo que sé, lo encerraron finalmente en una especie de sanatorio. No sé nada más.

—¡Maldita sea! —gritó uno, colérico—. ¿Qué es esto, un autoservicio rápido o una sala de espera? ¿Tenéis una reunión de familia, vosotros dos?

—¡Un instante! —gritó Nino, suplicante.

—¿Todavía sigue allí? —preguntó Momo.

—Creo que no —contestó Nino—. Dicen que lo soltaron porque era inofensivo.

—Entonces, ¿dónde está ahora?

—Ni idea, de verdad, Momo. Pero ahora, por favor, sigue adelante.

Una vez más, la gente de la cola apartó a Momo a empujones. Una vez más, se fue a una de las mesas, esperó hasta que le dejaron un sitio, y tragó la comida lo mejor que pudo. Esta vez ya le gustó bastante menos. Está claro que a Momo no se le ocurrió siquiera dejarse la comida en el plato.

Todavía le quedaba por saber qué había sido de los niños que antes siempre iban a verla. No había otro remedio, tenía que ponerse de nuevo en la cola de los que esperaban, pasar por delante de los armarios y llenar la bandeja de alimentos para que la gente no se enfadara con ella.

Por fin volvía a estar ante la caja con Nino.

—¿Y los niños? —preguntó—. ¿Qué es de ellos?

—Todo eso ha cambiado ahora —explicó Nino, a quien, al ver de nuevo a Momo, se le cubrió la cara de sudor—. No te lo puedo explicar ahora, ya ves cómo van las cosas aquí.

—Pero, ¿por qué no vienen ya? —insistió Momo, tozuda, en su pregunta.

—Todos los niños de los que no puede ocuparse nadie están alojados ahora en depósitos de niños. No se les puede dejar solos, porque… Bueno, ahora cuidan de ellos.

—¡Eh, vosotros, charlatanes! —volvían a gritar las voces de la cola—. ¡A ver si os dais un poco de prisa! ¡Nosotros también queremos comer!

—¿Mis amigos? —preguntó Momo, incrédula—. ¿De verdad que ellos han querido eso?

—No les han preguntado —replicó Nino, mientras pasaba, nervioso, con las manos sobre las teclas de la caja registradora—. No se puede dejar que los niños decidan sobre una cosa así. Se ha procurado que desaparezcan de la calle. Y eso es lo importante, ¿no?

Momo no contestó, sino que se limitó a mirar a Nino. Y esto acabó de confundirle.

—¡Por todos los diablos! —volvió a gritar desde la cola una voz iracunda—. ¡Qué modo de perder el tiempo! ¿Teníais que hacer vuestra tertulia precisamente ahora?

—¿Y qué voy a hacer yo ahora —preguntó Momo, en voz baja—, sin mis amigos?

Nino se encogió de hombros y se estrujó los dedos.

—Momo —dijo, tomando aliento profundamente como alguien que ha de hacer un gran esfuerzo para conservar la calma—, sé razonable y vuelve en cualquier otro momento; en serio que ahora no tengo tiempo para discutir contigo lo que has de hacer. Siempre podrás comer, ya lo sabes. Pero yo, en tu lugar, iría a uno de esos depósitos de niños, donde estarás ocupada y donde incluso aprenderás algo. De todos modos te llevarán allí si vas paseando sola por la calle.

Momo volvió a quedarse callada y sólo miró a Nino. La gente que esperaba la apartó. Fue a una de las mesas y se comió automáticamente su tercera comida, aunque apenas le cabía y sabía a lana y papel. Después se sintió mal.

Tomó a Casiopea bajo el brazo y salió, sin volver a mirar atrás.

—¡Eh, Momo! —le gritó Nino, que la vio en el último momento—. Todavía no me has dicho dónde has estado todo este tiempo. Espera un poco.

Pero ya llegaban los clientes siguientes, y volvió a teclear sobre la caja, a recibir dinero y a dar el cambio. Hacía rato que había vuelto a desaparecer la sonrisa de su cara.

—Comida sí —le dijo Momo a Casiopea cuando volvieron a estar en el viejo anfiteatro—, comida sí que me han dado, pero aun así me da la sensación de no estar satisfecha —y al cabo de un rato añadió—. No habría podido hablarle a Nino de la música y de las flores.

Al cabo de un ratito más, volvió a añadir:

—Pero mañana iremos a buscar a Gigi. Seguro que te gusta, Casiopea. Ya verás.

Pero en el caparazón de la tortuga no apareció más que un gran interrogante.

Encontrado y perdido

A
l día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano para buscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.

Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro. Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado de la gran ciudad.

Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada a caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colina verde, le dolían los pies.

Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.

Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En los jardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro, árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, en los jardines, eran por lo general edificios alargados, chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante de las casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Pero por ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines ni jugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvieran tiempo.

—Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo a la tortuga.

«Lo sabrás», apareció escrito en la espalda de Casiopea.

—¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.

—¡Eh, tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?

Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la gente rica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:

—Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho que ahora vive aquí.

—¿Que buscas la casa de quién?

—De Gigi Cicerone. Es mi amigo.

El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza. Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio un amplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba una fuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja de pavos reales.

—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!

Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del chaleco la retuvo por el cuello.

—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!

Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si hubiera tocado algo muy asqueroso.

—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través de la puerta abierta.

—No —dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No se te ha perdido nada por aquí.

—Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a Gigi Cicerone. Me espera. ¿No lo conoces?

—Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco y se volvió.

Entró en el jardín y quería cerrar la puerta, cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.

—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?

—Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así se llama. ¿Sabes dónde está su casa?

—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.

—Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo lo que como en casa de Nino.

El hombre del chaleco arqueó las cejas y movió la cabeza.

—Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontos tienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, su casa es la última de allí arriba, en esta calle.

Y cerró la puerta.

«Lacayo», ponía en el caparazón de Casiopea, pero las letras desaparecieron enseguida.

La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín, al igual que la del hombre del chaleco, era de planchas de hierro, de modo que no se podía mirar al interior. No se veía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.

—Me gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casa de Gigi. No se le parece.

«Lo es», ponía en el caparazón de la tortuga.

—¿Por qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así no puedo entrar.

«Espera», apareció como respuesta.

—Está bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tenga que esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquí fuera… si es que está dentro.

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