«Ya viene», se podía leer en el caparazón.
Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momo comenzó a pensar si Casiopea no se habría equivocado esta única vez.
—¿Estás bien segura? —preguntó al rato.
En lugar de la respuesta esperada apareció en el caparazón la palabra «Adiós».
Momo se asustó.
—¿Qué quieres decir, Casiopea? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qué vas a hacer?
«Buscarte», fue la respuesta, más enigmática todavía, de Casiopea.
En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempo justo de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.
El coche siguió su camino un poco para frenar después con gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigi saltó al suelo.
—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo en persona; mi pequeña Momo.
Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi la recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos y bailó con ella por la calle.
—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperó lo que ella pudiera decir, sino que siguió hablando, excitadísimo—. Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme, ¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía que volvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía? ¿Y has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemos que contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosas mientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo, ¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes, Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qué tiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.
Momo había intentado varias veces contestar a las preguntas de Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, se limitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto de antes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera, le resultaba muy extraño.
Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tres señoras de caras severas y muy maquilladas.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora que preocupada.
—No, no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.
—¿Por qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segunda señora.
—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi vieja amiga Momo!
—¿Así que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendida la tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una de sus invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa. «Reencuentro con la princesa de los cuentos», o algo así; eso hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué historia!
—No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.
—Pero a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendo ahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos, ¿verdad?
—Deje en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.
La segunda señora echó una mirada a su reloj.
—Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delante de las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.
—Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedo hablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después de tanto tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no me dejan.
—A nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segunda señora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nos paga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.
—Sí, claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabes qué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Así podremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer te llevará a casa. ¿De acuerdo?
No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de la mano hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en el asiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentó a Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.
—Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden. ¿Cómo desapareciste tan de repente?
Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del maestro Hora y sus flores horarias, fue cuando una de las señoras se inclinó hacia adelante.
—Perdón —dijo—, pero se me acaba de ocurrir una idea fabulosa. Deberíamos presentar a Momo a la Public Film. Sería exactamente la nueva estrella infantil que necesitamos para su historia de vagabundos, que pronto se empezará a rodar. Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.
—¿Es que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. No quiero que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.
—La verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora, ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por una ocasión así.
—¡Yo no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vuelto hacia Momo, añadió—. Perdona, Momo; puede que no lo entiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre a ti.
Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la cabeza, después sacó del bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo de ella una píldora y se la tomó.
Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
—Perdonen —dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengo los nervios destrozados.
—Está bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primera señora.
—Y ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa un tanto torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.
—Una pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto de llegar. ¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente una entrevista a la niña?
—¡Basta! —chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora con Momo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces habré de decirlo?
—Usted mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda también la señora— que no le hago la suficiente publicidad.
—Es verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!
—Es una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar a la gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para más adelante, si…
—¡No! —la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y, ahora cállese, por favor, mientras hablo con Momo.
—Un momento —contestó la señora con igual vehemencia—, se trata de
su
publicidad, no de la mía. Y debería reflexionar si en los momentos actuales puede permitirse el dejar escapar una ocasión así.
—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir. Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y ahora, se lo suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.
Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por los ojos.
—Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Una cosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en la vida son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuando ocurre como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar. Ni siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy tan harto de todo.
Miró por la ventanilla, triste.
—Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, no contar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida, por lo menos hasta que se me hubiera olvidado y volviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, y sin ilusiones… No, Momo, eso será el infierno. Por eso prefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, pero por lo menos es cómodo… ¡Qué tonterías estoy diciendo! No podrás entenderlo.
Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo, mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eran ajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismo no lo quería.
—No paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora, por fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.
En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la terminal. Allí ya esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unos periodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero las azafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegar en pocos minutos.
Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los demás no pudieran oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en este viaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa y vestirás de seda y terciopelo como una princesa de verdad. Sólo tendrás que escucharme. Puede que entonces se me vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿te acuerdas? Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo se arreglará. Por favor, ayúdame.
A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón por ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, que Gigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos se llenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió. Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar con la mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya había desaparecido.
Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Le parecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.
Se volvió lentamente y se dirigió a la salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a Casiopea!
¿
Y bien? ¿A dónde? —preguntó el chófer cuando Momo volvió a sentarse a su lado en el gran coche de Gigi.
La niña miraba ante sí, consternada. ¿Qué debía decirle? ¿A dónde quería ir? Tenía que buscar a Casiopea. Pero, ¿dónde? ¿Dónde y cuándo la había perdido? Durante todo el viaje con Gigi ya no estaba con ella, de esto estaba segura Momo. Así que delante de la casa de Gigi. Y entonces recordó que en el caparazón había aparecido «Adiós» y «Buscarte». Estaba claro que Casiopea había sabido de antemano que se iban a perder. De modo que iría a buscar a Momo. Pero, ¿dónde debía buscar Momo a Casiopea?.
—¿Qué, no te aclaras? —preguntó el chófer, mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante—. Tengo otras cosas que hacer que llevarte a ti de paseo.
—A casa de Gigi, por favor —contestó Momo.
El chófer la miró un tanto sorprendido:
—Creía que tenía que llevarte a tu casa. ¿O acaso vas a vivir con nosotros?
—No —contestó Momo—. He olvidado algo en la calle, y ahora he de buscarlo.
Al chófer le pareció bien, porque de todos modos tenía que ir allí.
Cuando llegaron ante la villa de Gigi, Momo se apeó y empezó, en seguida, a buscar por los alrededores.
—Casiopea —llamaba una y otra vez, en voz baja—, Casiopea.
—¿Qué es lo que buscas? —le preguntó el chófer desde la ventanilla del coche.
—La tortuga del maestro Hora —le respondió Momo—. Se llama Casiopea y siempre sabe el futuro con media hora de antelación. Y escribe en su caparazón. Tengo que encontrarla. ¿Me ayudas, por favor?
—No tengo tiempo para estas bromas estúpidas —gruñó, y atravesó la puerta, que se cerró detrás del coche.
Así que Momo siguió buscando sola. Registró toda la calle, pero no vio a Casiopea.
«Podría ser», pensó Momo, «que ya se hubiera ido hacia el anfiteatro».
Así pues, Momo hizo el mismo camino que había hecho al venir, caminando lentamente. Mientras tanto, miraba en todos los rincones y buscaba en todas las cunetas. Una y otra vez llamaba a la tortuga. En vano.
Momo no llegó al anfiteatro hasta bien entrada la noche. También aquí lo registró todo meticulosamente, en la medida en que le fue posible en la oscuridad. Alimentaba la tenue esperanza de que la tortuga hubiera llegado al anfiteatro antes que ella. Pero, con lo lenta que era, eso era imposible.
Momo se metió en la cama. Y ahora sí que por primera vez, estaba completamente sola.
Las próximas semanas las empleó Momo en recorrer la ciudad, sin meta fija, para buscar a Beppo. Como nadie le podía decir dónde estaba, no le quedaba más que la esperanza desesperada de que sus caminos se cruzaran por casualidad. Pero, claro está, en esa enorme ciudad, la posibilidad de que dos personas se encontraran por casualidad era menor que una barca de pesca encontrara ante la costa la botella que unos náufragos habían echado al agua en medio del océano.
Y, no obstante, se decía Momo, podía ser que estuvieran muy cerca. Quién sabe cuántas veces ella pasaba por un lugar en el que Beppo había estado hacía una hora, un minuto, quizá un solo instante. O al revés, cuántas veces podría ocurrir que Beppo pasaría, a la corta o a la larga, por esa plaza o aquella esquina. Por eso, Momo esperaba a veces muchas horas en un mismo sitio. Pero a una hora u otra tenía que seguir. Y así volvía a ser posible que se perdieran.
Qué bien le hubiera ido ahora tener a Casiopea. Si todavía hubiera estado con ella, le hubiera aconsejado «Espera» o «Sigue»; pero así Momo no sabía nunca qué debía hacer. Temía perder a Beppo por esperarle y temía perderle por no esperarle.
También buscaba a los niños que antes siempre habían ido a verla. Pero no vio a ninguno. De hecho, no vio ningún niño por la calle, y se acordó de las palabras de Nino de que ahora se cuidaba de los niños.
El que la propia Momo nunca fuera recogida por un policía o un adulto para ser llevada a un depósito de niños era por la vigilancia secreta, ininterrumpida por parte de los hombres grises. Porque eso no hubiera convenido a sus planes. Pero de eso no sabía nada Momo.
Cada día iba una vez a comer a casa de Nino. Pero no podía hablar con él más que el primer día. Nino siempre tenía la misma prisa y nunca tenía tiempo.
Y las semanas se convirtieron en meses. Y Momo siempre estaba sola.
Una vez, sentada al anochecer en la barandilla de un puente, vio, a lo lejos, sobre otro puente, una pequeña figura encorvada que manejaba una escoba como si le fuera en ello la vida. Momo creyó reconocer a Beppo y gritó y agitó los brazos, pero la figura no interrumpió su actividad ni por un instante. Momo echó a correr, pero cuando llegó al otro lado ya no pudo ver a nadie.
—No habrá sido Beppo —se dijo Momo, para consolarse—, no puede haber sido Beppo. Yo sé cómo barre Beppo.