Monstruos invisibles (20 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

BOOK: Monstruos invisibles
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—Aquí —le dice Denver—. Poneos guapas y os enseñaré cómo agenciarnos unos cuantos analgésicos.

Volvamos a los tres días que estuvimos escondidos en el apartamento de Denver, hasta que conseguimos algún dinero. Brandy ha tramado un nuevo plan. Antes de pasar por la mesa de operaciones, ha decidido encontrar a su hermana.

A mí, que quiero bailar sobre su tumba.

—La vaginoplastia es para siempre —dice—. Puedo esperar mientras soluciono algunos asuntos.

Ha decidido encontrar a su hermana y contárselo todo: lo de la gonorrea, por qué Shane no está muerto y qué pasó; todo. Seguro que le sorprendería descubrir lo mucho que su hermana sabe ya.

Yo solo pienso en salir de la ciudad, por si acaso hay contra mí una orden de busca y captura por incendio, y le digo a Denver que si no viene con nosotras iré a la policía y lo acusaré a él. De incendio, de secuestro y de intento de asesinato. A Evie le envío una carta.

A Brandy le escribo:

vamos a viajar un poco. ver qué pasa.

Parece un esfuerzo, pero todos tenemos algo de lo que huir. Y cuando digo todos, me refiero al mundo entero. De manera que Brandy se piensa que nos vamos de viaje, en busca de su hermana, y Denver viene coaccionado. Mi carta a Evie la espera en el buzón cuando vuelve a su casa en ruinas. Puede que Evie esté en Cancún:

La carta dice:

A la señorita Evie Cottrell:

Manus dice que me ha disparado, con tu ayuda, por vuestra asquerosa relación. Si no quieres ir a la CÁRCEL, busca un arreglo con la compañía de seguros por los daños que ha sufrido tu casa y tus pertenencias, lo antes posible. Reúne la cantidad total en billetes de diez y de veinte dólares, y envíamelo por correo ordinario a Seattle. Soy la persona a la que le has quitado el novio, tu ex mejor amiga, por más mentiras que te inventes. Si envías el dinero, daré por saldado el asunto y no acudiré a la policía para que te detenga y te meta en la CÁRCEL, donde tendrás que luchar día y noche por tu dignidad y tu vida, y acabarás perdiendo las dos cosas de todos modos. Me he sometido a una operación de cirugía plástica y estoy incluso mejor que antes. Manus Kelley está conmigo, sigue queriéndome, dice que te odia y que declarará ante los tribunales que eres una arpía.

Firmado, Yo.

Pasemos a la orilla del océano Pacífico, aparcados junto a la hacienda española. Denver nos explica a Brandy y a mí cómo subir al piso de arriba mientras él entretiene al agente inmobiliario. El dormitorio principal será el que tenga la mejor vista; es fácil encontrarlo. En el cuarto de baño del dormitorio principal encontraremos las mejores drogas.

No olvidemos que Manus era subdetective de la policía, si llamamos a eso pasearse moviendo el culo entre los arbustos de Washington Park con unos calzoncillos Speedo una talla menor que la suya, a la espera de que algún maníaco sexual solitario se saque la polla; si eso es lo que hace un detective, entonces Manus era detective.

Porque la belleza es poder, igual que el dinero es poder y que un arma cargada es poder. Y Manus, con su barbilla cuadrada y sus pómulos prominentes, podría ser la imagen de un cartel de propaganda nazi.

Cuando Manus aún luchaba contra el crimen, una mañana le sorprendí quitándole la corteza a una rebanada de pan. El pan sin corteza me recordaba a cuando era pequeña. Me pareció encantador, y pensé que me estaba preparando una tostada. Pero Manus se levantó, se puso delante del espejo en el apartamento que compartíamos, con sus Speedo blancos, y me preguntó si me gustaría metérsela por el culo, en el caso de que yo fuese hombre y fuese gay. Luego se puso unos Speedo rojos y volvió a preguntármelo. Taparle de verdad el conducto por donde sale la mierda, dice. Perforar al vaquero. No es una mañana que quisiera conservar grabada en vídeo.

—Lo que quiero es tener un paquete bien grande y un culo de adolescente. —Coge la rebanada de pan y se la mete dentro del Speedo—. No te preocupes; esto es lo que hacen los modelos de ropa interior, para tener mejor aspecto. Así consigues un paquete discreto. —Se coloca de lado frente al espejo y dice—: ¿Crees que necesito otra rebanada?

Cuando era detective y hacía buen tiempo, andaba por ahí con sandalias y unos calzoncillos rojos, mientras dos polis de paisano apostados muy cerca, dentro de un coche, esperaban a que alguien picase el anzuelo. Esto ocurría más a menudo de lo que suponéis. Manus era el cebo para limpiar Washington Park. Como policía normal jamás habría tenido tanto éxito; además, así no corría peligro de que le pegasen un tiro.

Todo era muy Bond, James Bond. Muy de capa y espada. Muy de espía contra espía. Además, conseguía un bronceado precioso. Además, conseguía deducir impuestos por ser socio de un gimnasio y comprarse calzoncillos Speedo nuevos.

Pasemos al agente inmobiliario de Santa Bárbara, estrechándome la mano y pronunciando una y otra vez mi nombre, Daisy Saint Patience, como hace uno cuando quiere causar buena impresión, pero sin mirarme por debajo de los velos. No le quita la vista de encima a Brandy y a Denver.

Encantado.

La casa es lo que uno espera desde fuera. En el comedor hay una gran mesa de caballete, de estilo colonial, llena de cicatrices, bajo una araña de hierro forjado en la que uno se podría columpiar. Un tapete español, de encaje bordado en hilo de plata, cubre la mesa.

Representamos a un famoso de televisión que quiere preservar su anonimato, dice Denver al agente. Esta celebridad nos ha encargado que le busquemos una casa para pasar un fin de semana. La señorita Alexander es experta en toxicidad, ¿sabe?, gases letales y otras posibles fugas en las viviendas.

—Cuando la moqueta está nueva —dice Denver—, hay garantías de que durante dos años no habrá formaciones tóxicas de formaldehído.

Brandy dice:

—Lo sé muy bien.

La cosa era que cuando el paquete de Manus no andaba buscando hombres para llevárselos al dormitorio, Manus comparecía en el estrado con un traje de tres piezas, y declaraba que el acusado se le acercó, masturbándose en público de un modo morboso, y le pidió un cigarrillo.

—Como si yo tuviera pinta de fumar —decía Manus.

Uno no sabría decir cuál de los vicios le parecía peor.

Después de Santa Bárbara, fuimos a San Francisco y vendimos el Fiat Spider. Me paso el día escribiendo notas en las servilletas: a lo mejor tu hermana está en la próxima ciudad; podría estar en cualquier parte.

En la hacienda de Santa Bárbara, Brandy y yo encontramos Centramina y Dexedrina, además de Metasedin, MioRelax y Dialose, que resultó ser un producto para ablandar las heces. También una crema llamada Licostrata, que resultó ser para blanquear la piel.

En San Francisco, vendimos el Fiat y algunas drogas y compramos un enorme vademécum rojo, para no robar inútilmente ablandadores de las heces y cremas blanqueadoras. En San Francisco, la gente mayor siempre vende sus casas repletas de medicamentos y hormonas. Teníamos Dolantina y Darvon 100. No esos insignificantes Darvon 50. Brandy se sentía magnífica conmigo cuando yo intentaba meterle una sobredosis de Darvon de 100 miligramos.

Después de vender el Fiat, alquilamos un Seville descapotable. Entre nosotros éramos los hermanos Zine:

Yo era Compa Zine.

Denver era Thora Zine.

Brandy, Stella Zine.

Fue en San Francisco donde empecé a suministrar en secreto a Denver su terapia hormonal, para destruirlo.

La carrera de Manus como detective había empezado a decaer cuando su índice de detenciones pasó de una diaria a una semanal, luego a cero y después siguió en cero. El problema era el sol, el bronceado, y el hecho de que se hacía mayor y empezaba a ser un cebo conocido, y ninguno de los hombres maduros a los que ya había detenido volvía a acercarse a él. Para los jóvenes era demasiado viejo.

Y Manus se volvió cada vez más atrevido. Sus calzoncillos Speedo eran cada vez más pequeños, y eso tampoco resultaba atractivo. Todo el mundo le aconsejaba que se comprase unos calzoncillos nuevos. Y entonces se vio en la obligación de entablar conversación. De charlar. De ser gracioso. De trabajarse de verdad a los chicos. De desarrollar una personalidad; y aun así, los más jóvenes, los únicos que no huían al verlo, rechazaban la invitación de Manus cuando este les proponía meterse entre los árboles, entre los arbustos.

Hasta los más salidos de todos, los que se comían con los ojos a todo el mundo, decían: «No, gracias».

O: «En este momento me apetece estar solo».

O peor: «Lárgate, viejo sátiro, si no quieres que llame a la poli».

Después de San Francisco, San José y Sacramento fuimos a Reno, y Brandy convirtió a Denver Omelet en Chase Manhattan. Íbamos a cualquier lugar donde yo estuviese segura de encontrar drogas. El dinero de Evie podía esperar.

Pasemos a Las Vegas, donde Brandy convierte a Chase Manhattan en Eberhard Faber. Vamos en el Seville por las tripas de la ciudad. Con todo ese neón intermitente: las luces rojas en una dirección, las blancas en otra. Las Vegas es como uno se imagina que debe de ser el cielo por la noche. Tenemos el Seville desde hace dos semanas y nunca hemos tenido que subir la capota.

Mientras cruzamos las tripas de Las Vegas, Brandy va sentada en el maletero, el trasero apoyado en la tapa y las piernas en el asiento trasero, embutida en un vestido de encaje metálico, sin tirantes, rosa como el centro incandescente de una baliza de carretera, con el cuerpo cubierto de lentejuelas y una larga capa de seda, desmontable, con las mangas de farol.

Su aspecto es tan deslumbrante que Las Vegas, con todo su brillo, no es más que un complemento de moda de Brandy Alexander.

Brandy levanta los brazos, con sus largos guantes de ópera de color rosa y grita con todas sus fuerzas. Su aspecto es estupendo, y se siente estupenda en ese momento. La larga capa de seda desmontable, con las mangas de farol, se desprende.

Y sale volando entre el tráfico de Las Vegas.

—Da la vuelta a la manzana —dice Brandy—. Tengo que devolver la capa en Bullock’s mañana por la mañana.

Cuando la carrera de Manus como detective empezó a declinar, decidimos ir al gimnasio todos los días, incluso dos veces al día. Aerobic, bronceado, nutrición; todas las estaciones del vía crucis. Se dedicaba a modelar su cuerpo, si eso significa que seis veces al día te bebes los batidos que sustituyen a la comida directamente del envase y de pie junto al fregadero de la cocina. Luego Manus empezó a comprar por correo trajes de baño de importación, pequeñas bolsas con cuerdas y microfilamentos que se ponía en cuanto volvíamos del gimnasio, y me seguía a todas partes preguntando si me parecía que tenía el culo plano.

Si yo fuese hombre, y fuese gay, ¿pensaría que debería afeitarse el vello del pubis? Si yo fuese gay, ¿pensaría que él parecía demasiado desesperado? ¿Demasiado distante? ¿Tenía suficiente pecho? ¿O demasiado?

—No me gusta nada que los tíos piensen que soy una vaca imbécil —decía Manus.

¿Parecía demasiado gay? A los gays solo les gustan los hombres que parecen heterosexuales.

—No quiero que los tíos me vean como un culo pasivo —decía Manus—. No pienses que me dejo caer por allí y consiento que cualquiera me dé un repaso.

Manus dejaba siempre un cerco de pelos afeitados y espuma bronceadora en las paredes de la bañera, y esperaba que yo los limpiase.

En segundo plano siempre estaba la idea de volver a cumplir con una misión en la que podían matarte, asesinos sin nada que perder si tú morías.

Y a lo mejor, Manus podía trincar a algún turista viejo que pasease accidentalmente por su zona de Washington Park, aunque el jefe de la comisaría insistía casi a diario en que había que sustituir a Manus por alguien más joven.

Casi a diario, Manus sacaba un tanga metálico plateado, con rayas de tigre, del revoltijo del cajón de su ropa interior. Metía con gran esfuerzo el culo en aquella prenda mínima y se miraba de lado en el espejo, de frente, de espaldas, luego se lo arrancaba y dejaba encima de la cama el trozo de piel de animal muerto, para que yo lo viera. Probaba con piel de cebra, de tigre, de leopardo, de guepardo, de pantera, de puma, de ocelote, hasta que se quedaba sin tiempo.

—Son mis calzoncillos de la suerte; me protegen —decía—. Seamos sinceros.

Y yo me decía a mí misma que eso era amor.

¿Seamos sinceros? No sabía por dónde empezar. Estaba completamente desentrenada.

Después de Las Vegas alquilamos una furgoneta familiar. Eberhard Faber pasó a ser Hewlett Packard. Brandy llevaba un vestido de piqué largo, con los costados abiertos y sujetos con tiras cruzadas, y una raja en la falda completamente fuera de lugar en el estado de Utah. Nos detuvimos para ver el Gran Lago Salado.

Era lo que hacía todo el mundo.

Yo me pasaba el día escribiendo en la arena, escribiendo en el polvo del coche:

a lo mejor, tu hermana está en la próxima ciudad.

Escribiendo: ven, toma unos cuantos Vicodin más.

Cuando Manus ya no conseguía que los tíos se acercasen a él, empezó a comprar revistas pornográficas de hombres con hombres y a frecuentar los bares gay.

—Estoy investigando —decía.

—Puedes venir conmigo —decía—, pero no te acerques demasiado. No quiero enviar señales equívocas.

Después de Utah, Brandy convirtió a Hewlett Packard en Harper Collins, cuando llegamos a Butte. Allí, en Montana, alquilamos un Ford Probe, y Harper conducía mientras yo iba apretujada en el asiento trasero, y de vez en cuando Harper decía:

—Vamos a ciento sesenta kilómetros por hora.

Brandy y yo nos encogíamos de hombros.

La velocidad no parecía gran cosa en un lugar tan inmenso como Montana.

Puede que tu hermana no esté en estados unidos, escribía con el lápiz de labios en el espejo del cuarto de baño de un motel de Great Falls.

De manera que para que Manus conservase su trabajo, íbamos a bares gay, y yo me sentaba allí sola y me decía a mí misma que para los hombres la cuestión de la belleza era diferente. Manus flirteaba, bailaba y lanzaba copas a través de la barra a todo el que le parecía un desafío. Manus se sentaba en un taburete, a mi lado, y susurraba con la boca torcida.

—No puedo creer que ese esté con un tío así —decía.

Y señalaba con la cabeza para que yo supiera quién era el tío.

—La semana pasada, no quiso decirme la hora —me confiaba Manus entre dientes—. No debí de parecerle suficiente. ¿Le parece mejor esa basura andrajosa, ese rubio de bote?

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