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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (24 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Cojo un frasco grande de Chanel Número Cinco del cuarto de baño de Evie, y un frasco grande de Joy, y un frasco grande de White Shoulders. Y me embriago con el olor de un millón de flores de las carrozas del desfile que inunda el dormitorio.

El infierno nupcial de Evie sigue el rastro de las flores empapadas de alcohol y me persigue hasta el pasillo. Eso es lo que me encanta del fuego, que puede matarme tan deprisa como a cualquiera. Que no sabe que soy su madre. Es hermoso, intenso, y no puede sentir nada por nadie; eso es lo que me encanta del fuego.

Es imposible pararlo. Es imposible controlarlo. El fuego se extiende en cuestión de segundos por la ropa de Evie, y avanza ya sin ayuda de nadie.

Bajo las escaleras. Paso-pausa-paso. La mujer invisible. Por una vez está pasando lo que yo quiero. Incluso es mejor de lo que esperaba. Nadie se ha dado cuenta.

Nuestro mundo viaja veloz y directo hacia el futuro. Flores y champiñones rellenos, invitados y músicos del cuarteto de cuerda, allí nos dirigimos todos juntos, hacia el planeta Brandy Alexander. En el vestíbulo, la princesa Princesa cree que aún controla la situación.

La sensación es de control supremo y definitivo sobre todas las cosas. Pasemos al día en que estemos todos muertos y nada de esto importe. Pasemos al día en que aquí se haya construido otra casa y viva gente que nunca sabrá lo que ocurrió.

—¿Adónde has ido? —pregunta Brandy.

Al futuro inmediato, podría decirle.

29

Pasemos a Brandy y a mí. No encontramos a Ellis por ningún lado. Evie y todos los Cottrell de Texas tampoco encuentran al novio, y todo el mundo se ríe con una risita nerviosa. Todo el mundo se pregunta cuál de las damas de honor se habrá fugado con él. Ja, ja.

Empujo a Brandy hacia la puerta, pero me ordena callar. Ellis y el novio han desaparecido. . . cien texanos beben sin parar. . . esa novia tan ridícula con su vestido de boda. . . a Brandy le resulta demasiado divertido para marcharse en ese momento.

Pasemos a Evie saliendo en su gran carroza de la despensa del mayordomo, con los puños apretados, el velo y el pelo al viento. Dice a gritos que ha sorprendido al maricón y chupaculos de su futuro esposo practicando el sexo anal con un antiguo amigo de todo el mundo en la despensa.

Es Ellis.

Recuerdo sus revistas porno y todos los detalles anales y orales de lengua en el culo y puño en el culo. Podrías terminar en el hospital intentando chupártela.

Es increíble.

La respuesta de Evie es, por supuesto, levantarse la falda de aro y correr escaleras arriba en busca de una escopeta, solo que en ese momento su dormitorio es una pared de fuego perfumada de Chanel Número Cinco que Evie debe atravesar con su carroza. Todo el mundo llama por los teléfonos móviles para pedir socorro. Nadie se molesta en ir a la despensa y comprobar los hechos. Nadie quiere saber lo que está pasando allí.

Es una suposición, pero los texanos parecen mucho más cómodos en una casa en llamas que ante el sexo anal.

Me acuerdo de mis padres. Jazz y deportes náuticos. Sadismo y masoquismo.

Mientras esperan que Evie muera abrasada, todo el mundo se sirve una bebida fría y se reúne en el vestíbulo, al pie de la escalera. Se oyen fuertes palmadas en la despensa. De esas que duelen y que se dan después de escupirse en la mano.

Brandy, esa inadaptada social, se echa a reír.

—Esto va a ser divertidísimo —me dice, torciendo los labios azul Plumbago—. Le he puesto un puñado de laxantes a Ellis en su última copa.

Ay, Ellis.

Mientras ocurre todo esto, Brandy podría haberse marchado si no se hubiera echado a reír.

En ese momento, Evie sale de la pared de fuego del piso de arriba. Con una escopeta en la mano, el traje de novia quemado hasta los aros de acero, las flores de seda del pelo achicharradas hasta no quedar más que su esqueleto, el pelo rubio chamuscado, Evie emprende el descenso de las escaleras paso-pausa-paso, apuntando con la escopeta a Brandy Alexander.

Todo el mundo mira a Evie, cubierta de alambre y ceniza, sudando y con su espléndido cuerpo de travesti con forma de guitarra cubierto de hollín. Todos miramos a Evelyn Cottrell en su gran momento, y Evie grita:

—¡Eres tú!

Le grita a Brandy Alexander mientras la apunta con la escopeta:

—¡Eres tú quien me ha hecho esto! ¡Otro incendio!

Paso-pausa-paso.

—No te basta con ser la mejor y la más guapa —dice Evie—. La mayoría de la gente se daría con un canto en los dientes por ser como tú.

Paso-pausa-paso.

—Pero no —continúa Evie—, tienes que destruir a todo el mundo.

El fuego del segundo piso empieza a abrirse camino hacia el vestíbulo por el papel pintado, y los invitados se arremolinan para buscar sus regalos y sus bolsos, y se encaminan hacia el jardín con los regalos de boda, la plata y el cristal.

En la despensa siguen oyéndose manotazos.

—¡Callaos de una vez! —grita Evie. Y dirigiéndose de nuevo a Brandy, dice—: ¡Puede que yo me pase algunos años en la cárcel, pero tú entrarás delante de mí en el infierno!

Se oye el percutor de la escopeta.

El fuego sigue avanzando por las paredes.

—Ah, Dios, ah, Dios —grita Ellis—. ¡Sí, estoy llegando!

Brandy deja de reír. Más grande y hermosa que nunca, con aire majestuoso y desconcertado, como si todo fuese una broma, levanta una mano enorme y mira el reloj.

Estoy a punto de convertirme en hija única.

Y podría impedirlo todo en este momento. Podría quitarme el velo, decir la verdad y salvar vidas. Soy yo. Brandy es inocente. Esta es mi segunda oportunidad. Hace años podría haber abierto la ventana de mi dormitorio para que Shane entrase. Podría no haber llamado tantas veces a la policía insinuando que el accidente de Shane no fue tal. Lo que se interpone en mi camino es que Shane me quemó la ropa. Que al quedar deformado, mi hermano se convirtió en el centro de atención. Y si ahora me quito el velo, no seré más que un monstruo, una víctima imperfecta y deforme. No seré más que lo que parezco. Solo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. La honestidad es la cosa más aburrida en el planeta Brandy Alexander.

Evie apunta.

—¡Sí! —grita Ellis desde la despensa—. ¡Sigue, tío! ¡Dámelo! ¡Dispara!

Evie mira por la mirilla.

—¡Venga! —grita Ellis—. ¡Échamelo en la boca!

Brandy sonríe.

Y yo no hago nada.

Y Evie dispara a Brandy Alexander en el corazón.

30

—Mi vida —dice Brandy—. Me estoy muriendo, y se supone que tengo que ver mi vida entera.

Nadie se está muriendo allí. Dame negación.

Evie ha disparado, ha soltado la escopeta y ha salido.

La policía y la ambulancia están en camino, y los invitados están fuera, peleándose por los regalos, por quién regaló qué y ahora tiene derecho a quedárselo. Es divertidísimo.

Brandy Alexander está cubierta de sangre, y dice:

—Quiero ver mi vida.

Desde alguna habitación en la parte de atrás, Ellis dice:

—Tienes derecho a permanecer en silencio.

Pasemos a mí, cuando dejo de agarrarle la mano a Brandy, la mano caliente y cubierta de patógenos de sangre roja, y escribo en el papel en llamas.

«Te llamas Shane MacFarland. »

«Naciste hace veinticuatro años. »

«Tienes una hermana, un año menor. »

El fuego ya está devorando la primera línea.

«Un agente especial de la brigada antivicio te contagió la gonorrea y tu familia te echó de casa. »

«Conociste a tres drag-queen que te pagaron una operación de cambio de sexo porque era lo que menos te apetecía. »

El fuego ya está devorando la segunda línea.

«Me conociste. »

«Soy tu hermana, Shannon McFarland. »

Escribo la verdad con sangre, pocos minutos antes de que el fuego la consuma.

«Me querías porque, aunque no lo supieras, yo era tu hermana. En cierto sentido, lo sabías perfectamente, y por eso me querías. »

Hemos viajado por el oeste del país y hemos vuelto a crecer juntos.

Te odio desde que tengo memoria.

«Y no te vas a morir. »

Yo podría haberte salvado.

Y no te vas a morir.

El fuego y lo que escribo van a la par.

Pasemos a Brandy, medio desangrada en el suelo, cuando yo le limpio la mayor parte de la sangre para escribir con ella, y ella lee bizqueando nuestra historia familiar mientras el fuego la devora línea a línea. La línea que dice «Y no te vas a morir» está casi en el suelo, casi en la cara de Brandy.

—Cielo —dice Brandy—. Shannon, cielo. Todo eso ya lo sabía. Evie me lo contó todo. Me dijo que estabas en el hospital. Me habló de tu accidente.

Ahora soy modelo de manos. Una palurda.

—Cuéntamelo todo —dice Brandy.

Yo escribo: «He estado suministrando a Ellis hormonas femeninas desde hace ocho meses».

Y Brandy se echa a reír, escupiendo sangre.

—¡Yo también! —dice.

¿Cómo no iba a reírme?

—Deprisa, antes de que me muera. ¿Qué más?

Escribo: «Todo el mundo te quería mucho más después del accidente».

Y: «Y yo no puse el bote de laca en la basura».

Brandy dice:

—Lo sé. Fui yo. No soportaba ser un chico normal. Quería que algo me salvara. Quería lo contrario de un milagro.

Desde otra habitación, Ellis dice:

—Todo lo que diga puede ser utilizado en su contra ante un tribunal.

Y yo escribo en el zócalo:

«La verdad es que yo misma me volé la cara».

Ya no queda espacio para escribir, ni sangre con que escribir, ni nada que añadir. Y Brandy dice:

—¿Te volaste la cara?

Asiento.

—Eso no lo sabía —dice Brandy.

31

Pasemos a ese momento, en ningún lugar concreto, cuando Brandy está casi muerta en el suelo y yo estoy arrodillada sobre ella, cubriendo con las manos el festival de sangre de la princesa Alexander.

Brandy grita:

—¡Evie!

Y la cabeza chamuscada de Evie asoma por la puerta principal.

—Brandy, cariño. ¡Es el mejor desastre que podrías haber imaginado!

Evie echa a correr hacia mí y me besa con los labios desagradablemente derretidos, y dice:

—Shannon, no sé cómo darte las gracias por aderezar mi aburrida vida.

—Señorita Evie —dice Brandy—, puedes interpretar cualquier papel, pero has fallado por completo el tiro en mi chaleco antibalas.

Pasemos a la verdad. La estúpida soy yo.

Pasemos a la verdad. Yo me volé la cara. Dejé que Evie creyera que había sido Manus y Manus que había sido Evie. Probablemente fueron los recelos los que acabaron por separarlos. Evie se vio obligada a vivir con una escopeta cargada, por si Manus iba por ella. El mismo miedo hizo que Manus llevase un cuchillo de cocina la noche que fue a su casa para enfrentarse con ella.

La verdad es que aquí nadie es tan estúpido ni tan malvado como yo he consentido. Menos yo. La verdad es que salí en coche de la ciudad el día del accidente. Con la ventanilla a medio subir. Y disparé a través del cristal. De vuelta a la ciudad, mientras circulaba por la autopista, tomé la salida de la avenida Growden, la salida del Hospital Memorial de La Paloma.

La verdad es que era adicta a mi propia belleza, y eso es algo que no tiene remedio. Adicta a tanta atención; tenía que superar el síndrome de abstinencia. Podía afeitarme la cabeza, pero el pelo vuelve a crecer. Incluso calva, seguiría siendo guapa. Calva se fijarían aún más en mí. Tenía la opción de engordar o de beber sin control para estropearme, pero quería ser fea, quería mi salud. Las arrugas y la vejez estaban demasiado lejos. Tenía que haber algún modo de volverse fea de repente. Tenía que destruir mi belleza de manera rápida y definitiva, pues de lo contrario siempre tendría la tentación de dar marcha atrás.

Ya sabéis cómo miramos todos a las chicas feas y jorobadas, y la suerte que tienen. Nadie las invita a salir por las noches, y pueden terminar su tesis doctoral. Los fotógrafos no les echan la bronca por no haberse depilado las ingles. Cuando miras a las víctimas de un incendio, piensas en cuánto tiempo se ahorran en mirarse en el espejo para asegurarse de que el sol no les ha estropeado la piel.

Quería la seguridad diaria de estar mutilada. Buscaba la felicidad de una chica tullida, deforme y desfigurada, que puede conducir con las ventanillas abiertas sin preocuparse de que el viento la despeine.

Estaba harta de llevar una vida inferior solo por mi físico. De comerciar con él. De engañar. De no esforzarme nunca por nada y merecer atención y reconocimiento de todos modos. Me sentía atrapada en un gueto de belleza. Estereotipada. Privada de motivación.

En este sentido, Shane, somos completamente hermanos. Pensé que este era el mayor error que podía cometer para salvarme. Quería renunciar a la idea de mantener el control. Destruirlo todo. Salvarme gracias al caos. Comprobar si era capaz y obligarme a mí misma a crecer de nuevo. Hacer explotar mi espacio de comodidad.

Me dirigí despacio hacia la salida y me adentré despacio por lo que llaman la senda de la destrucción. Recuerdo que pensé: Qué oportuno. Recuerdo que pensé: Qué emocionante va a resultar. Mi transformación. Mi vida estaba a punto de empezar de nuevo. Esta vez podría ser una prestigiosa neurocirujana, o artista. A nadie le importaría mi físico. La gente vería mi arte, lo que yo hacía, en lugar de cuál era mi aspecto, y todo el mundo me querría.

Por último, pensé que volvería a crecer, a cambiar, a adaptarme, a evolucionar. Tendría que enfrentarme a un desafío físico.

No podía esperar. Saqué la pistola de la guantera. Me puse un guante para protegerme de las quemaduras de la pólvora y estiré el brazo para apuntar desde fuera de la ventanilla. La pistola estaba a menos de un metro. Podría haberme matado, pero para entonces la idea no me parecía trágica.

Esta transformación hacía que los pendientes por el cuerpo, los tatuajes y las marcas a fuego pareciesen insignificantes, todas esas pequeñas sublevaciones contra la moda que terminan por convertirse en moda. Esos intentos de tigre de papel por negar el buen aspecto y que al final solo consiguen reforzarlo.

Lo que recuerdo del disparo es que fue como recibir un golpe muy fuerte. La bala. Tardé un minuto en recuperar la visión, pero había sangre y mocos, babas y dientes desperdigados por el asiento del pasajero. Tuve que abrir la puerta del coche y coger el arma de donde se había caído. Estar en estado de shock facilitaba las cosas. Tiré la pistola y el guante en una alcantarilla del aparcamiento del hospital, por si alguien quiere pruebas.

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