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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (21 page)

BOOK: Mont Oriol
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—Me parece que no es éste precisamente el momento más apropiado… ¡En plenos fuegos artificiales!

—El momento es, por el contrario, de lo más apropiado. No le estoy hablando en plenos fuegos artificiales, sino antes del baile…

—¿Antes del baile?… No entiendo.

—Bueno, ya entenderá. Su situación es la siguiente: no tiene nada más que deudas; y nunca tendrá nada más que deudas…

Gontran replicó muy serio:

—Me lo está diciendo de una manera un poco cruda.

—Sí, porque es necesario. Escuche: se ha comido la parte de fortuna que le correspondía de su madre. Vamos a olvidarnos de ella.

—Vamos a olvidarnos.

—En cuanto a su padre, posee treinta mil francos de renta, es decir, un capital de unos ochocientos mil francos. A usted le corresponderá, pues, más adelante, una herencia de cuatrocientos mil francos. Ahora bien, a mí me debe ciento noventa mil francos. Y además, les debe usted a unos usureros…

Gontran murmuró con altivez:

—Diga más bien a unos judíos.

—De acuerdo, a unos judíos, aunque entre ellos haya un mayordomo de la parroquia de San Sulpicio que ha utilizado a un sacerdote como intermediario entre él y usted, pero no voy a buscarle tres pies al gato por tan poca cosa… Así que debe a distintos usureros, israelitas o católicos, más o menos otro tanto… Digamos ciento cincuenta mil, tirando por lo bajo. Eso supone un total de trescientos cuarenta mil francos; para pagar los intereses pide más préstamos, salvo en lo que a mí se refiere, que no me paga en absoluto.

—Eso es cierto —dijo Gontran.

—Entonces ya no le queda nada.

—Nada, en efecto… más que mi cuñado.

—Su cuñado, que está harto de prestarle dinero.

—¿Entonces?

—Entonces, querido amigo, el campesino más pobre de los que viven en esas chozas, allá a lo lejos, es más rico que usted.

—Sí señor… ¿algo más?

—Algo más… algo más… pues que si su padre muriera mañana, no le quedaría más remedio para ganarse el pan, para ganarse el pan, se entera, que aceptar un puesto de empleado en mi casa. Y eso no sería más que un medio de disfrazar la pensión que yo iba a pasarle.

Gontran dijo con tono irritado:

—Querido William, estas cosas me aburren. Y además, las sé tan bien como usted, y, se lo repito, no es el momento más apropiado para recordármelas con… con… tan poca diplomacia…

—Permita, déjeme acabar. No puede salir de esta situación más que por medio de una boda. Pero usted es un partido deplorable, a pesar de que su apellido, aunque no sea ilustre, suene bien. Pero, en fin, no es de ésos que una heredera, ni siquiera una heredera israelita, paga con una fortuna. Así que hay que encontrarle una mujer aceptable y rica, lo que no resulta muy fácil…

Gontran lo interrumpió:

—Más vale que me diga sin rodeos de quién se trata.

—De acuerdo: de una de las hijas del tío Oriol, a su elección. Y ésa es la razón de que le hable de ello antes del baile.

—Ahora explíquese más ampliamente —siguió diciendo Gontran con frialdad.

—Es muy sencillo. Ya ve el éxito que he conseguido, desde el principio, con esta estación termal. Ahora bien, si tuviera, o más bien, si tuviéramos todas las tierras que siguen siendo del paleto astuto ese, las convertiría en oro. Por no hablar más que de los viñedos que se extienden desde el balneario hasta el hotel y desde el hotel hasta el casino, yo, Andermatt, daría un millón por ellos mañana mismo. Ahora bien, esos viñedos y los demás, los que hay alrededor del montículo, serán las dotes de las hijas. El padre en persona me lo estaba diciendo hace un rato, tal vez no sin intención. Bueno, pues… si quisiera, podríamos hacer un gran negocio los dos…

Gontran, que parecía estar meditando, murmuró:

—Es posible. Me lo pensaré.

—Piénselo, querido cuñado. Y no olvide que no hablo nunca más que de cosas muy seguras, tras haberles dado muchas vueltas, y cuando conozco todas las consecuencias posibles y todas las ventajas ciertas.

Pero Gontran, alzando un brazo, exclamó como si acabara de olvidar bruscamente cuanto le había dicho su cuñado:

—¡Mire! ¡Qué bonito!

Resplandecía la traca final que representaba un palacio de ascuas, sobre el que, en una flameante bandera, se leía
Mont-Oriol
en letras de fuego, completamente rojas, y frente a ella, por encima de la llanura, la luna, roja también, parecía haber salido para contemplar ese espectáculo. Pero, cuando el palacio, tras haber ardido durante unos cuantos minutos, estalló como un barco que explota, proyectando por todo el cielo astros de fantasía que estallaban a su vez, sólo permaneció la luna, tranquila y redonda en el horizonte.

El público aplaudía a rabiar y gritaba: «¡Hurra! ¡Bravo! ¡Bravo!».

Andermatt dijo de pronto:

—Vamos a abrir el baile, querido amigo. ¿Quiere bailar frente a mí la primera contradanza?

—Claro que sí, por supuesto, querido cuñado.

—¿A quién tiene la intención de invitar? Yo me he comprometido con la duquesa de Ramas.

Gontran contestó con aire indiferente:

—Yo invitaré a Charlotte Oriol.

Subieron. Al pasar por delante del sitio en que se había quedado Christiane con Paul Brétigny, ya no los vieron.

William murmuró:

—Ha seguido mi consejo y ha ido a acostarse. Estaba muy cansada hoy.

Y fue hacia el salón de baile, que el servicio había preparado durante los fuegos artificiales.

Pero Christiane no se había retirado a su habitación como pensaba su marido.

Nada más verse a solas con Paul, le había dicho muy bajito apretándole la mano.

—Al fin has venido, llevo un mes esperándote. Todas las mañanas me preguntaba: «¿Será hoy cuando lo vea? …». Y todas las noches me decía: «¿Será mañana? …». ¿Por qué has tardado tanto, amor mío?

Él contestó molesto:

—He tenido ocupaciones, asuntos.

Ella se arrimaba a él murmurando:

—No estaba bien que me dejaras aquí sola con ellos, sobre todo en mi estado.

Él apartó un poco la silla y dijo:

—Ten cuidado, podrían vernos. Estos cohetes lo iluminan todo.

A ella le traía sin cuidado. Replicó:

—¡Te quiero tanto!

Y luego añadió estremeciéndose de alegría:

—¡Ay! ¡Qué feliz soy, qué feliz de que volvamos a estar juntos aquí! ¿Te das cuenta? ¡Paul, qué alegría! ¡Cuánto vamos a seguir amándonos!

Suspiró con voz tan débil que parecía un soplo:

—Tengo unas ganas locas de besarte, locas… sí… locas. ¡Hace tanto que no te veo!

Y luego, súbitamente, con una energía violenta de mujer apasionada a la que todo debe doblegarse, le dijo:

—Escucha, quiero… lo oyes… ¡quiero ir contigo ahora mismo al sitio donde nos despedimos el año pasado! ¿Te acuerdas, en la carretera de La Roche-Pradière?

Él contestó estupefacto:

—Pero eso es una locura, no puedes andar más. ¡Has estado de pie todo el día! Es una locura y no lo permitiré.

Ella se había levantado y repitió:

—Pues yo quiero ir. Si no me acompañas, iré sola.

Y señalándole la luna que salía:

—¡Mira, era una noche exactamente igual! ¿Te acuerdas de cómo besabas mi sombra?

Él la sujetaba:

—Christiane… escucha… es ridículo… Christiane.

Ella no contestaba y se encaminaba a la cuesta que conducía a los viñedos. Él conocía aquella voluntad tranquila que nada podía desviar, la grácil terquedad de aquellos ojos azules, de aquella cabecita rubia, que no se detenía ante ningún obstáculo; y la cogió del brazo para sostenerla por el camino.

—¿Y si nos vieran, Christiane?

—No decías eso el año pasado. Y además, todo el mundo está en la fiesta. Antes de que se hayan dado cuenta de que nos hemos ido, estaremos de vuelta.

No tardaron en tener que subir por el camino pedregoso. Ella jadeaba y se apoyaba en él con todas sus fuerzas. Y a cada paso, decía:

—¡Qué bueno es, qué bueno es, qué bueno es sufrir así!

Él se detuvo y quiso dar marcha atrás. Pero ella no le hacía caso:

—No, no. Si soy feliz. Tú no puedes entenderlo. Fíjate… lo siento moverse… a nuestro hijo… a tu hijo… ¡Qué felicidad!… Trae la mano… Mira… ¿lo sientes tú?

No se daba cuenta de que aquel hombre era de la raza de los amantes y no de la raza de los padres. Desde que sabía que estaba embarazada, se alejaba y se hastiaba de ella a su pesar. Antaño, había repetido a menudo que cuando una mujer ha cumplido una función reproductora no es ya digna de amor. Lo que le exaltaba la ternura era ese echar a volar de dos corazones hacia un ideal inaccesible, esa unión de dos almas inmateriales, era todo lo artificial y lo irrealizable que le ponen los poetas a la pasión. En la mujer de carne, adoraba a la Venus cuyo sagrado flanco había de conservar siempre la forma pura de la esterilidad. Pensar en un ser en miniatura nacido de él, en esa larva humana que se movía dentro de aquel cuerpo que ya había mancillado y privado de su belleza le inspiraba una repulsión casi insuperable. La maternidad convertía a aquella mujer en un animal. Había dejado de ser la criatura excepcional, adorada y soñada, y ahora era el ser irracional que engendra a su raza. Y con aquel asco que sentía su mente se mezclaba también una repugnancia física.

¿Cómo iba a darse cuenta y a adivinarlo ella, siendo así que cada movimiento del hijo deseado la unía aún más a su amante? Aquel hombre al que adoraba, al que había ido amando cada día un poco más desde el momento del primer beso, no sólo le había llegado a lo hondo del corazón sino también a lo hondo del cuerpo, donde había sembrado su propia vida, que iba a salir de aquel cuerpo hecha niño. Sí, lo llevaba allí, bajo las manos cruzadas, a su buen, a su querido, a su tierno, a su único amigo, que le había vuelto a nacer en las entrañas por obra y gracia del misterio de la naturaleza. Y lo amaba doblemente, ahora que lo tenía dos veces, que tenía al grande y al pequeño aún desconocido, al que veía, al que tocaba, al que besaba, al que oía hablar, y al que sólo podía sentir moverse bajo la piel.

Habían llegado a la carretera.

—Aquella noche me estabas esperando allí —le dijo.

Y le ofreció los labios. Él los besó sin contestar, con un beso frío.

Por segunda vez susurró ella:

—¿Recuerdas cómo me besabas por el suelo? Estábamos así, mira.

Y, con la esperanza de que volviera a hacerlo, echó a correr para alejarse de él. Luego se detuvo, jadeante, y esperó, de pie en medio de la carretera. Pero la luna, que le alargaba la silueta por el suelo, dibujaba el abultamiento del vientre deformado. Y Paul, mirando a sus pies la sombra de aquel embarazo, permanecía inmóvil frente a ella, herido en su pudor de poeta, exasperado por que ella no notara, no adivinara sus pensamientos, por que no tuviera suficiente coquetería, suficiente tacto e intuición femenina para captar todos esos matices que hacen que las circunstancias sean diferentes; y le dijo con voz impaciente:

—Vamos, Christiane, estas niñerías son ridículas.

Ella volvió a su lado, turbada, triste, con los brazos abiertos, y se arrojó contra su pecho:

—¡Ay, me quieres menos! ¡Lo noto! ¡Estoy segura!

Él sintió lástima, le cogió la cabeza y le puso en los párpados dos prolongados besos.

Luego regresaron en silencio. A él no se le ocurría nada que decirle; y como se apoyaba en él, rendida de cansancio, aligeraba el paso para dejar de notar en la cadera el roce de aquella cintura abultada.

Al llegar cerca del hotel, se separaron y ella subió a su habitación.

La orquesta del Casino estaba tocando y Paul fue a ver el baile. Era un vals, todo el mundo estaba bailando el vals: el doctor Latonne con la señora Paille, la hija, Andermatt con Louise Oriol, el apuesto doctor Mazelli con la duquesa de Ramas y Gontran con Charlotte Oriol. Le hablaba al oído con ese aire tierno que indica que ha empezado el cortejo; y ella sonreía tras el abanico, se sonrojaba, parecía encantada.

Paul oyó tras de sí:

—Vaya, vaya, el señor de Ravenel galanteando a mi clienta.

Era el doctor Honorat, en pie junto a la puerta, que se entretenía mirando. Siguió diciendo:

—Sí, sí, ya lleva media hora así. Todo el mundo se ha fijado ya. Y la cosa no parece desagradar a la jovencita.

Y, tras un silencio, añadió:

—Es una joya, esa niña, buena, alegre, sencilla, sacrificada, recta, una chica estupenda, sabe usted… Harían falta diez como la mayor para igualar a ésta. Yo las conozco desde que eran pequeñas… a estas chiquillas… Y, sin embargo, el padre prefiere a la mayor, porque es más… más… como él… más campesina… menos recta… más ahorradora… más taimada… y más… más envidiosa. ¡Bueno, de todas maneras, es una buena muchacha!… no quisiera hablar mal de ella… pero, sin poderlo remediar, comparo, ¿entiende? Y, después de comparar… juzgo… eso es todo.

El vals se estaba acabando; Gontran se acercó a su amigo y, al ver al doctor:

—¡Ah! Oiga, el cuerpo médico de Enval me parece que se ha incrementado mucho. Tenemos a un señor Mazelli que baila el vals a la perfección y a un señor Black, viejo y bajito, que parece en muy buenas relaciones con el cielo.

Pero el doctor Honorat se mostró discreto. No le gustaba opinar de sus colegas.

II

El tema de los médicos era ahora candente en Enval. Éstos, de repente, se habían convertido en lo más importante del pueblo, en el centro de toda la atención, de toda la pasión de los vecinos. Antaño, los manantiales corrían bajo la autoridad única del doctor Bonnefille, entre las inofensivas animosidades del nervioso doctor Latonne y del plácido doctor Honorat.

Las cosas eran muy distintas en la actualidad.

En cuanto el éxito que durante el invierno había preparado Andermatt se hubo manifestado por completo, gracias al poderoso concurso de los señores profesores Cloche, Mas-Roussel y Rémusot, cada uno de los cuales había aportado un contingente de entre dos y trescientos enfermos por lo menos, el doctor Latonne, inspector del nuevo balneario, se había convertido en un gran personaje, especialmente amparado por el profesor Mas-Roussel, del que había sido alumno y cuyo atuendo y gestos imitaba.

Del doctor Bonnefille ya casi ni se hablaba. Rabioso, exasperado, despotricando contra Mont-Oriol, el viejo médico se pasaba los días en el antiguo balneario, con unos cuantos enfermos antiguos que le habían seguido siendo fieles.

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