Mont Oriol (25 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Paul y Christiane conversaban ante el hueco de una ventana abierta.

Ella se sentía muy desgraciada desde hacía algún tiempo, notaba que no la quería de la misma manera; y el malentendido amoroso que había entre ellos iba aumentando día a día por culpa de ambos. Había sospechado aquella desgracia por primera vez la noche de la fiesta, al llevar a Paul a la carretera. Pero, aun comprendiendo que ya no tenía la misma ternura en la mirada, la misma caricia en la voz, la misma apasionada entrega de antaño, no había podido adivinar la causa de aquel cambio.

Y aquel cambio no era nada nuevo, había comenzado hacía mucho, desde el día en que le había gritado, llena de felicidad, al llegar al lugar de la cita cotidiana: «Sabes, creo que esta vez estoy embarazada de verdad». En aquel momento, él había experimentado, a flor de piel, un leve escalofrío desagradable.

Luego, cada vez que se habían visto, ella le había hablado de aquel embarazo que le hacía brincar el corazón de alegría; pero semejante interés por algo que a él le parecía fastidioso, feo, sucio, ofendía su devota exaltación hacia el ídolo que adoraba.

Más adelante, cuando la vio cambiada, más delgada, con las mejillas chupadas y la tez amarilla, pensó que habría debido ahorrarle aquel espectáculo y desaparecer por unos meses para volver a aparecer más lozana y bonita que nunca, sabiendo hacer olvidar aquel accidente, o sabiendo quizá añadir a su encantadora coquetería de amante otro encanto, hábil y discreto, de madre joven que no enseña a su hijo, envuelto en lazos rosa, más que de lejos.

Se le brindaba, por otra parte, una ocasión excepcional para hacer gala de ese tacto que él esperaba de ella, yéndose a pasar el verano a Mont-Oriol y dejándolo a él en París, para que no la viera ajada y deforme. ¡Tenía la esperanza de que lo comprendiera!

Pero, nada más llegar a Auvernia, había empezado a llamarlo con incesantes cartas desesperadas, tantas y tan acuciantes que había venido por debilidad, por lástima. Y ahora lo agobiaba con su ternura ridícula y quejumbrosa; y él experimentaba unos deseos inmoderados de dejarla, de no volver a verla, de no volver a oírla entonar su cantinela enamorada, irritante, inoportuna. Hubiera querido gritarle todo lo que sentía, explicarle cuán torpe y necia se mostraba, pero no podía hacerlo, y no se atrevía a irse, y tampoco conseguía no demostrarle su impaciencia con palabras amargas y ofensivas.

Ella sufría tanto más cuanto que, indispuesta, cada día menos ágil, presa de todos los achaques de las mujeres embarazadas, tenía más necesidad que nunca de que la consolaran, de que la mimaran, de que la rodearan de afecto. Lo amaba con ese abandono total del cuerpo, del alma, de todo el ser que convierte, a veces, al amor en un sacrificio sin reservas y sin límites. No se creía ya su amante sino su mujer, su compañera, su devota, su fiel, su prosternada esclava, algo que le pertenecía. No pensaba que entre ellos tuviera que haber ya galanteo, coquetería, deseo de seguir agradando, esfuerzos por gustar, puesto que le pertenecía por completo, puesto que los unía aquella cadena tan suave y fuerte: el hijo que no tardaría en nacer. En cuanto estuvieron solos ante la ventana, volvió a su tierno lamento:

—Paul, querido mío, dime, ¿sigues queriéndome?

—¡Pues claro! Oye, me lo preguntas todos los días, y acaba por resultar monótono.

—¡Perdóname! Es que ya no sé qué pensar, y necesito que me tranquilices, necesito oírte decir continuamente esas palabras que me hacen tanto bien; y, como ya no me las repites tan a menudo como antes, tengo que pedirte, que implorarte, que mendigarte que me las digas.

—¡Pues sí, te quiero! ¡Pero hablemos de otra cosa, por favor!

—¡Ay! ¡Qué duro eres!

—No, no soy duro. Sólo que… sólo que, no comprendes… no comprendes que…

—¡Ya! Comprendo perfectamente que ya no me quieres. ¡Si supieras cómo sufro!

—Vamos, Christiane, por lo que más quieras, no me pongas nervioso. Si supieras tú qué torpe es lo que haces.

—¡Ay! Si me quisieras, no hablarías así.

—Pero, por todos los demonios, si ya no te quisiera, no habría venido.

—Escucha. Ahora me perteneces. Tú eres mío y yo soy tuya. Entre nosotros existe este lazo, que nada puede desatar, de una vida que va a nacer. Pero prométeme que si dejaras de quererme un día, más adelante, me lo dirías.

—Sí, te lo prometo.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

—Y, en ese caso, a pesar de todo, seguiríamos siendo amigos, ¿verdad?

—Pues claro que seguiríamos siendo amigos.

—El día que ya no estés enamorado de mí, vendrás a verme y me dirás: «Mi querida Christiane, sigo teniéndote afecto, pero ya no es lo mismo. Vamos a ser amigos, sólo amigos».

—De acuerdo, te lo prometo.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

—¡De todas formas, me pondré muy triste! ¡Cómo me adorabas el año pasado!

Tras ellos una voz gritaba:

—¡La señora duquesa de Ramas-Aldavarra!

Venía en calidad de vecina, pues Christiane recibía todas las noches a los principales bañistas, igual que reciben los príncipes en sus reinos.

El doctor Mazelli iba tras la guapa española con ademanes risueños y sumisos. Ambas mujeres se dieron la mano, se sentaron y se pusieron a hablar.

Andermatt llamaba a Paul:

—Querido amigo, venga, la señorita Oriol echa las cartas de maravilla y me ha dicho cosas sorprendentes.

Lo cogió del brazo y añadió:

—¡Qué raro es usted! En París no nos vemos nunca, ni una vez al mes, a pesar de la insistencia de mi mujer. Aquí, han sido menester quince cartas para que viniera. Y, desde que ha llegado, tiene una cara de desconsuelo que parece que estuviera perdiendo un millón diario. Vamos, ¿nos está ocultando algún asunto que lo preocupe? Tal vez podríamos ayudarlo. Tiene que decírnoslo.

—No hay nada en absoluto, amigo mío. Si no voy a verlos más a menudo en París… Es que en París, ¿comprende?…

—Perfectamente… me hago cargo. Pero aquí, al menos, hay que estar siempre animado. Les estoy preparando dos o tres fiestas que espero que sean todo un éxito.

Estaban anunciando: «La señora Barre y el señor profesor Cloche». Éste entró con su hija, una joven viuda pelirroja y descarada. Luego, casi de inmediato, el mismo criado gritó: «El señor profesor Mas-Roussel».

Iba acompañado de su mujer, pálida, madura, con unas crenchas lisas y pegadas a las sienes.

El profesor Rémusot se había marchado la víspera, tras haber comprado el chalé en que vivía en unas condiciones excepcionalmente ventajosas, a lo que decían.

A los otros dos médicos les hubiera gustado mucho conocer esas condiciones, pero Andermatt se limitaba a contestar: «Bueno, hemos llegado a un acuerdo interesante para todo el mundo. Si quiere imitarlo, ya intentaríamos entendernos, ya intentaríamos… Cuando esté decidido, me lo dice, y entonces hablaremos».

Apareció a su vez el doctor Latonne, y luego el doctor Honorat, sin su mujer, a la que solía dejar en casa.

Un murmullo de voces llenaba ahora el salón, un rumor de conversaciones. Gontran no se separaba ni un instante de Louise Oriol, le hablaba junto al hombro, y, de vez en cuando, le decía riendo al primero que pasaba por su lado:

—Es una enemiga a la que estoy conquistando.

Mazelli se había sentado junto a la hija del profesor Cloche. Desde hacía unos días la seguía con asiduidad; y ella recibía sus cumplidos con provocativa audacia.

La duquesa no la perdía de vista y parecía irritada y temblorosa. Se levantó de repente, cruzó el salón, e interrumpiendo la íntima conversación de su médico con la guapa pelirroja, dijo:

—Oiga, Mazelli, vamos a irnos. Me siento un poco indispuesta.

En cuando salieron, Christiane, que se había acercado a Paul, le dijo:

—¡Pobre mujer! ¡Debe de sufrir tanto!

Él preguntó con atolondramiento:

—¿Quién?

—¡La duquesa! ¿No ve usted lo celosa que está?

Él contestó con brusquedad:

—Si ahora va a empezar a compadecerse de todas las pesadas, se va a pasar la vida llorando.

A ella le pareció tan cruel que se apartó, a punto de echarse a llorar de verdad. Y, sentándose junto a Charlotte Oriol, que estaba sola y sorprendida, pues no entendía lo que hacía Gontran, le dijo sin que la chiquilla comprendiera el significado de sus palabras:

—Hay días en que una quisiera estar muerta.

Andermatt, rodeado de médicos, contaba el extraordinario suceso del tío Clovis, cuyas piernas habían empezado de nuevo a revivir. Parecía tan convencido que nadie hubiera podido dudar de su buena fe.

Desde que había calado la artimaña de los campesinos y del paralítico, desde que había comprendido que se había dejado engañar y convencer, el año anterior, por el único deseo de creer en la eficacia de las aguas, y, sobre todo, desde que no había podido quitarse de encima sin pagar las temibles denuncias del viejo, había convertido a éste en una poderosa propaganda y lo utilizaba a las mil maravillas.

Mazelli acababa de volver, libre, tras haber acompañado a su clienta hasta sus habitaciones.

Gontran lo tomó del brazo:

—Dígame, apuesto doctor, ¿le puedo pedir un consejo? ¿A cuál de las dos Oriol prefiere usted?

El guapo médico le dijo muy bajito al oído:

—Para acostarme, a la pequeña; para casarme, a la mayor.

Gontran se reía:

—Hombre, opinamos exactamente lo mismo. ¡Me encanta!

Luego, yendo hacia su hermana, que seguía charlando con Charlotte, le dijo:

—¿Sabes qué? Acabo de decidir que el jueves iremos al puy
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de la Nugère. Es el cráter más bonito de la cordillera. Todo el mundo está de acuerdo. Así que no se hable más.

Christiane murmuró con indiferencia:

—Me parece bien todo lo que queráis.

En ese momento, el profesor Cloche, seguido de su hija, venía a despedirse, y Mazelli, que se ofreció a acompañarlos, salió tras la joven viuda.

En pocos minutos todo el mundo se fue, pues Christiane se acostaba a las once.

El marqués, Paul y Gontran acompañaron a las hijas de Oriol. Gontran y Louise iban delante, y Brétigny, unos pasos detrás, sentía temblar un poco en su brazo el de Charlotte.

Se separaron exclamando: «Hasta el jueves a las once para almorzar en el hotel».

De regreso, se encontraron a Andermatt, al que había retenido en un rincón del jardín el profesor Mas-Roussel, quien le estaba diciendo:

—Bueno, pues si no lo molesta, iré a hablar con usted mañana por la mañana de ese asuntillo del chalé.

William se reunió con los jóvenes para volver con ellos, y empinándose para hablarle al oído, le dijo a su cuñado:

—Lo felicito, querido amigo, ha estado usted admirable.

A Gontran, desde hacía dos años, lo acosaban necesidades monetarias que le envenenaban la existencia. Mientras se había ido comiendo la fortuna de su madre, había vivido sin preocupaciones, con la indolencia y la indiferencia heredadas de su padre, en aquel ambiente de jóvenes ricos, hastiados y corruptos de los que hablan todas las mañanas los periódicos, jóvenes de la alta sociedad que la frecuentan poco, y adquieren con el trato de las mujeres galantes costumbres y sentimientos de ramera.

Eran una docena del mismo grupo y se los veía todas las noches en el mismo café de los bulevares, entre las doce y las tres de la mañana. Elegantísimos, siempre de frac y chaleco blanco, con gemelos de veinte luises que renovaban todos los meses y compraban en las joyerías más importantes, vivían con la única preocupación de divertirse, de conseguir mujeres, de dar que hablar de sí mismos y de encontrar dinero por todos los medios posibles.

Como sólo sabían de los escándalos de la víspera, de los ecos de las alcobas y de las cuadras, de los duelos y las historias de juego, todo el horizonte de sus pensamientos lo limitaban esos muros.

Habían tenido todas las mujeres que se cotizaban en el mercado galante, se las habían traspasado, se las habían cedido, se las habían prestado, y hablaban entre sí de sus méritos amorosos como de las cualidades de un caballo de carreras. También frecuentaban el bullanguero mundo de la nobleza que da que hablar, con cuyas mujeres, casi en su totalidad, mantenían relaciones amorosas notorias, ante los ojos indiferentes, o desviados, o ciegos, o poco clarividentes de los maridos; y tenían de aquellas mujeres la misma opinión que de las otras, les tenían el mismo aprecio, estableciendo, no obstante, una ligera diferencia debida a la cuna y al rango social.

A fuerza de emplear artimañas para encontrar el dinero que requería la vida que llevaban, de engañar a los usureros, de pedir prestado por todas partes, de dar esquinazo a los proveedores, de reírse en las narices del sastre, que presentaba cada seis meses una factura aumentada en tres mil francos, de oír contar a las mujeres sus marrullerías de hembras ansiosas, de ver hacer trampas en los casinos, de saber y sentir que a ellos también les robaba todo el mundo, los criados, los comerciantes, los grandes cocineros, y mucha gente más, de estar al tanto y de intervenir en ciertos chanchullos de bolsa o de negocios turbios para conseguir unos cuantos luises, se les había embotado, desgastado el sentido de la moral; el pundonor para ellos consistía sólo en batirse en duelo en cuanto sentían que los consideraban sospechosos de todo aquello de lo que eran capaces o culpables.

Todos, o casi todos, habían de acabar, al cabo de unos cuantos años de semejante vida, casándose con una mujer rica, o mezclados en un escándalo, o suicidándose, o desapareciendo misteriosamente de forma tan definitiva como si hubiesen muerto.

Pero todos contaban con el matrimonio de interés. Unos tenían las esperanzas puestas en su familia para que se lo consiguiera, otros lo buscaban por sus propios medios aunque de forma disimulada, y tenían listas de herederas como quien tiene listas de casas en venta. Acechaban sobre todo a las mujeres exóticas, americanas del norte o del sur, y pensaban deslumbrarlas con su distinción, su fama de vividores, el eco de sus éxitos y la elegancia de su persona.

Y sus proveedores contaban también con esas bodas.

Pero dar caza a la hija con buena dote podía ser largo. En el mejor de los casos, requería investigaciones, trabajo de seducción, esfuerzos, visitas, todo un despliegue de energía del que Gontran, despreocupado por naturaleza, se sentía completamente incapaz.

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