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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (32 page)

BOOK: Mont Oriol
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A Christiane le dieron ganas de darle un beso. ¡Qué hombre más bueno era aquel médico!

Éste cogió un papel de encima de la mesa y escribió una receta. Fue larga, muy larga. Luego volvió junto a la cama y, con un tono distinto, para dejar bien claro que había acabado su trabajo profesional y sagrado, empezó a charlar.

Tenía la voz profunda y gruesa, una voz potente de enano contrahecho; y en sus frases más triviales se escondían preguntas. Habló de todo. La boda de Gontran parecía interesarlo mucho. Luego, con su desagradable sonrisa de ser deforme, dijo:

—Y todavía no le digo nada de la boda del señor Brétigny, aunque no sea ya ningún secreto, pues el tío Oriol se lo va contando a todo el mundo.

Tuvo ella una especie de desmayo que le empezó por la punta de los dedos y le fue invadiendo luego todo el cuerpo, los brazos, el pecho, el vientre, las piernas. Y, sin embargo, no acababa de entenderlo; pero un miedo terrible a no enterarse de todo la volvió súbitamente prudente, y balbuceó:

—¡Ah! ¿Así que el tío Oriol se lo va contando a todo el mundo?

—Sí, sí. A mí mismo me ha hablado de ello no hará ni diez minutos. Al parecer, el señor Brétigny es muy rico y lleva mucho enamorado de la pequeña, de Charlotte. Ha sido la señora Honorat, dicho sea de paso, la que ha propiciado estas dos uniones. Las jóvenes parejas contaban con ella y con su casa para verse…

Christiane había cerrado los ojos. Estaba sin conocimiento.

A la llamada del doctor, acudió una doncella; luego, aparecieron el marqués, Andermatt y Gontran, que fueron por vinagre, éter, hielo, veinte cosas distintas e inútiles.

De repente, la joven se movió, volvió a abrir los ojos, alzó los brazos y dio un grito desgarrador retorciéndose en la cama. Intentaba hablar, balbuceaba: «¡Ay! Qué dolor… Dios mío… qué dolor… en la cintura… me voy a romper… ¡Ay! Dios mío…». Y empezaba a gritar de nuevo.

No tardaron en tener que admitir que se trataba del parto.

Entonces, Andermatt se abalanzó en busca del doctor Latonne y lo encontró acabando de comer:

—Venga corriendo… a mi mujer le ocurre un percance… deprisa…

Luego se le ocurrió un ardid y contó que, al empezarle los primeros dolores, el doctor Black estaba en el hotel.

El propio doctor Black le confirmó esa mentira a su colega:

—Acababa de entrar en las habitaciones de la princesa cuando me avisaron de que la señora Andermatt se encontraba mal. He venido corriendo. ¡Y menos mal que he llegado a tiempo!

Pero a William, muy nervioso, con el corazón desbocado y la mente alterada, le entraron dudas de repente acerca de la valía de ambos hombres, y volvió a salir, sin sombrero, para correr a casa del profesor Mas-Roussel y suplicarle que acudiera. El profesor se avino a ello en el acto, se abrochó la levita con gesto maquinal de médico que sale a pasar la visita, y echó a andar a veloces zancadas, a zancadas formales de hombre eminente cuya presencia puede salvar una vida.

En cuanto entró, los otros dos, muy deferentes, lo consultaron con humildad, repitiendo juntos o casi al tiempo:

—Esto es lo que ha pasado, querido profesor… ¿No le parece, querido profesor…? ¿No sería conveniente, querido profesor…?

También Andermatt, loco de angustia por los gritos de su mujer, acosaba a preguntas al señor Mas-Roussel, llamándolo sin parar «querido profesor».

Christiane, casi desnuda ante aquellos hombres, ya no veía nada, no sabía nada, no se enteraba de nada; sentía tales dolores que todas las ideas se le habían ido de la cabeza. Tenía la sensación de que le serraban el costado y la espalda, por la cintura, con una larga sierra de dientes embotados que le destrozaba los huesos y los músculos, despacio, de manera intermitente, a sacudidas, parándose y volviendo a empezar de forma cada vez más terrible.

Cuando tal tortura se aplacaba unos instantes, cuando las heridas del cuerpo permitían que le volviera la razón, se le hincaba en el alma, más cruel, más agudo, más espantoso que el dolor físico, un pensamiento: él estaba enamorado de otra e iba a casarse con ella.

Y, para que aquella mordedura que le roía la mente se calmara de nuevo, se esforzaba por despertar el suplicio atroz de la carne, movía el vientre y las caderas, y, cuando volvía la crisis, al menos ya no pensaba.

Durante quince horas soportó ese martirio, tan rendida por el sufrimiento y la desesperación que quería morirse, que se esforzaba por morir en cada uno de los espasmos que la hacían retorcerse. Pero, tras una convulsión más prolongada y violenta que las demás, le pareció que las entrañas se le salían del cuerpo de repente. Todo terminó; los dolores se calmaron como olas que se van apaciguando; y el alivio que sintió fue tan grande que la propia pena permaneció unos momentos embotada. Le hablaban y contestaba con voz muy cansada, muy baja.

De pronto, el rostro de Andermatt se inclinó sobre el suyo y dijo:

—Vivirá… es casi de nueve meses… Es una niña…

Christiane sólo pudo murmurar:

—¡Ay, Dios mío!

Así que tenía una hija, una hija viva, que crecería… ¡una hija de Paul! Sintió deseos de empezar a gritar de nuevo, de tanto como le hería el corazón esta nueva desventura. ¡Tenía una hija! ¡No la quería!… ¡No la vería!… ¡Jamás la tocaría!

La habían vuelto a acostar, la habían atendido, la habían besado. ¿Quién? Sin duda su padre y su marido. No lo sabía. Pero ¿y él, dónde estaba él? ¿Qué estaba haciendo? ¡Qué dichosa se habría sentido en aquella hora si él la hubiera amado!

El tiempo pasaba, las horas transcurrían sin que distinguiera siquiera el día de la noche, pues sólo sentía la quemazón de este pensamiento: él amaba a otra mujer.

De repente, se dijo: «¿Y si no fuera verdad?… ¿Cómo no me iba a haber enterado yo de esa boda antes que ese médico?».

Luego se le ocurrió que se lo habían ocultado. Paul había tenido buen cuidado de que ella no se enterara.

Miró la habitación para ver quién había en ella. Una mujer desconocida velaba a su lado, una mujer humilde. No se atrevió a hacerle ninguna pregunta. ¿A quién iba a poder preguntarle aquello?

De repente, alguien empujó la puerta. Era su marido que entraba de puntillas. Al ver que tenía los ojos abiertos, se acercó.

—¿Estás mejor?

—Sí, gracias.

—Temíamos por ti desde ayer. ¡Pero ya ha pasado el peligro! Por cierto, que tenemos un problema. He telegrafiado a nuestra amiga la señora Icardon, que iba a venir para el parto, anunciándole el percance y rogándole que venga. Está con su sobrino, que tiene la escarlatina… Pero no puedes seguir sin nadie que se quede contigo, sin una mujer un poco… un poco… como Dios manda… Y se ha ofrecido a atenderte y hacerte compañía todos los días una señora de aquí. He aceptado, la verdad. Se trata de la señora Honorat.

¡Christiane se acordó de pronto de las palabras del doctor Black! La sacudió un sobresalto de temor y gimió:

—¡Ay! ¡No… no… ésa no… ésa no…!

William no comprendió por qué lo decía y añadió:

—Mira, ya sé que es muy vulgar, pero tu hermano la tiene en gran estima; le ha sido muy útil; y además dicen que ha sido comadrona y que el doctor Honorat la conoció atendiendo a una enferma. Si te resulta inaguantable, la despediré al día siguiente. Pero por probar no perdemos nada. Deja que venga una vez o dos.

Ella callaba, pensativa. Una necesidad de enterarse, de enterarse de todo la invadía con tal violencia que la esperanza de sonsacar a aquella mujer, sin intermediarios, de arrancarle una por una las palabras que le romperían el corazón, le infundían ahora deseos de contestar: «Ve… ve a buscarla inmediatamente… inmediatamente… ¡Tráela de una vez!».

Y a aquella ansia irresistible de saberlo todo se sumaba también una necesidad de sufrir más, de revolcarse en su desgracia como se revuelca uno en unas zarzas, una necesidad misteriosa, enfermiza, exaltada de martirio que exigía dolor.

Entonces balbuceó:

—Sí, sí, de acuerdo, que venga la señora Honorat.

Luego, de pronto, notó que no podría esperar más sin estar segura, completamente segura de aquella traición; y le preguntó a William con una voz débil como un soplo:

—¿Es verdad que se casa el señor Brétigny?

Su marido contestó tranquilamente:

—Sí, es verdad. Te lo habríamos anunciado antes, de haber podido hablar contigo.

Ella volvió a preguntar:

—¿Con Charlotte?

—Con Charlotte.

Pero también William tenía una idea fija que no lo abandonaba un instante: su hija, que apenas estaba empezando a vivir y a la que acudía a ver constantemente. Se indignó de que la primera palabra de Christiane no hubiera sido para preguntar por su hija; y, con tono suave, le reprochó:

—Pero bueno, vamos a ver, ¿todavía no has pedido que te traigan a la niña? ¿Sabes que está muy bien?

Ella se estremeció como si le hubieran tocado una herida abierta; pero no tenía más remedio que pasar por todas las estaciones de aquel calvario.

—Tráela —dijo.

Él desapareció a los pies de la cama, detrás de la cortina, y luego volvió con el rostro iluminado de orgullo y felicidad, llevando en las manos, con desmaña, un bulto de ropa blanca.

Lo puso sobre el almohadón bordado, junto a la cabeza de Christiane, a la que ahogaba la emoción, y le dijo:

—¡Toma, mira qué guapa es!

Ella la miró.

Andermatt mantenía separados, con dos dedos, los livianos encajes que velaban una carita colorada, tan pequeña, tan colorada, con los ojos cerrados, y cuya boca se movía.

Y ella pensaba, inclinada sobre ese esbozo de ser: «Es mi hija… la hija de Paul… Esto ha sido lo que me ha hecho sufrir tanto… ¡Esto… esto… esto… es mi hija…!».

La repulsión que sentía por la criatura cuyo nacimiento le había desgarrado con tal ferocidad el corazón y el tierno cuerpo de mujer acababa de esfumarse de pronto; ahora la contemplaba con curiosidad ardiente y dolorosa, con profundo asombro, asombro de animal que ve salir de sí a su primogénito.

Andermatt se esperaba que la acariciara con pasión. Volvió a sorprenderse y escandalizarse, y preguntó:

—¿No le das un beso?

Ella se inclinó muy despacito hacia la minúscula frente colorada; y, a medida que acercaba los labios, sentía que aquella frente tiraba de ellos, los reclamaba. Y, cuando la rozaron, al tocarla, la notó un poco húmeda, un poco caliente, caliente de su propia vida y le pareció que ya no podría apartar los labios de aquella carne infantil, que los iba a dejar allí para siempre.

Algo le rozó la mejilla; era la barba de su marido, que se inclinaba para besarla. Y, tras haberla estrechado largo rato contra sí, con ternura agradecida, quiso él también besar a su hija y, estirando los labios, le dio unos golpecitos muy suaves en la nariz.

Christiane, con el corazón crispado por aquella caricia, miraba junto a sí a su hija y a él… ¡y a él!

No tardó Andermatt en querer devolver a la niña a la cuna.

—No —dijo ella—, déjamela unos minutos más, para sentirla aquí, junto a mi cabeza. No hables, no te muevas, déjanos, espera.

Pasó uno de los brazos sobre el cuerpo envuelto en pañales, puso la frente junto a la carita gesticulante, cerró los ojos, y se quedó quieta, sin pensar en nada.

Pero William, al cabo de unos minutos, le tocó suavemente el hombro:

—¡Vamos, querida mía, sé razonable! ¡Nada de emociones, ya lo sabes, nada de emociones!

Y se llevó a su hija, a la que la madre siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido tras la cortina de la cama.

Luego volvió:

—Entonces quedamos en que mañana por la mañana te mando a la señora Honorat para que te haga compañía.

Ella contestó con voz firme:

—Sí, amigo mío, puedes mandármela… mañana por la mañana. Y se tendió en la cama, cansada, rota, tal vez un poco menos desdichada.

Su padre y su hermano fueron a verla después de cenar y le contaron los chismes del pueblo, la marcha precipitada del profesor Cloche en busca de su hija, y las suposiciones acerca de la duquesa de Ramas, a la que nadie había vuelto a ver, aunque todo el mundo pensaba que se había marchado también en busca de Mazelli. A Gontran le hacían reír aquellas aventuras y sacaba una moraleja chistosa de tales acontecimientos:

—Son increíbles estas ciudades termales. ¡Son los únicos reinos de las hadas que quedan en la tierra! En dos meses ocurren en ellas más cosas que en el resto del universo durante el resto del año. La verdad es que parece que los manantiales no están mineralizados sino embrujados. Y pasa igual en todas partes, en Aix, en Royat, en Vichy, en Luchon, y en los baños de mar también, en Dieppe, en Étretat, en Trouville, en Biarritz, en Cannes, en Niza. En todos estos lugares hay ejemplares de todos los países, de todas las clases sociales, aventureros pasmosos, una mezcolanza de razas y de personas imposible de encontrar en cualquier otro sitio, y ocurren unos lances prodigiosos. Las mujeres gastan ciertas bromas con una facilidad y una prontitud exquisitas. En París, resisten; en las estaciones termales, caen, ¡zas! Los hombres se hacen ricos, como Andermatt, otros se mueren, como Aubry-Pasteur, a otros les pasan cosas peores… y se casan… como yo… y como Paul. ¡Qué cosa más tonta y más graciosa! Sabías lo de la boda de Paul, ¿verdad?

Ella murmuró:

—Sí, me lo ha dicho William hace un rato. Gontran siguió diciendo:

—Hace bien, pero que muy bien. Es una mujer del campo… Bueno, ¿y qué? Vale más que una mujer de malas artes o que una mujer de la vida, sin ir más lejos. Conozco a Paul. Habría acabado por casarse con una suripanta con tal de que se le hubiera resistido seis semanas. Y sólo podía resistírsele una mujer muy atravesada o una muy inocente. Ha dado con la inocente. Mejor para él.

Christiane escuchaba, y cada palabra que le entraba por los oídos le llegaba al corazón y le hacía daño, un daño horrible.

Dijo cerrando los ojos:

—Estoy rendida. Me gustaría descansar un rato.

Le dieron un beso y se fueron.

El pensamiento se le había despertado, tan activo y torturante que no pudo dormir. La idea de que había dejado de amarla, de que no la amaba en absoluto, se le hacía tan intolerable que, si no hubiera sido por la presencia de aquella mujer, de aquella enfermera adormilada en un sillón, se habría levantado, habría abierto la ventana y se habría arrojado a la escalinata. Un fino rayo de luna se colaba por una rendija de las cortinas y formaba en el suelo una mancha pequeña, redonda y clara. La vio y todos los recuerdos la asaltaron a la vez: el lago, el bosque, aquel primer «la amo», apenas oído, tan turbador, y Tournoël, y todas las caricias que habían intercambiado al atardecer, por los caminos sombríos, y la carretera de La Roche-Pradière. De pronto, vio aquella carretera blanca en una noche estrellada, y a él, a Paul, llevando de la cintura a una mujer y besándole los labios a cada paso. La reconoció. ¡Era Charlotte! La estrechaba contra sí, le sonreía como sabía sonreír él, le susurraba al oído aquellas palabras tan dulces que sabía decir, luego se arrojaba a sus pies y besaba la tierra que lo separaba de ella, ¡igual que había besado la que lo separaba de Christiane! Se le hizo tan duro, tan duro que, dándose la vuelta y ocultando la cara en la almohada, rompió en sollozos. La desesperación le golpeaba el alma de tal forma que casi la hacía gritar.

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