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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (27 page)

BOOK: Mont Oriol
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El cochero lo había cogido por las patas traseras y lo estaba arrastrando hacia una de las cunetas; y al animal se le estiraba el cuello como si quisiera seguir rebuznando, lanzar la última queja. Cuando lo hubo dejado en la hierba, el hombre, furioso, murmuró: «¡Qué zopencos! ¡Mira que haberlo dejado en medio de la carretera!».

Nadie más había dicho nada; volvieron a subirse al coche.

Christiane, desconsolada, conmovida, veía toda la desventurada vida de aquel animal, que había concluido así al borde de un camino: el alegre borriquillo de cabeza grande en la que brillaban unos grandes ojos, gracioso y bonachón, con su pelo áspero y sus largas orejas, brincando, libre aún, entre las patas de la madre. ¡Y luego la primera carreta, la primera cuesta arriba, los primeros golpes! ¡Y luego, más adelante, la incesante y terrible marcha por las interminables carreteras! ¡Los golpes! ¡Los golpes! ¡Las cargas demasiado pesadas, lo soles de justicia, y para comer un poco de paja, un poco de heno, alguna que otra rama, y la tentación de las praderas verdes a lo largo de los fatigosos caminos!

Y luego, también, al ir envejeciendo, el pincho de hierro en vez de la flexible vara, y el horroroso martirio del animal cansado, sin resuello, rendido, tirando siempre de cargas excesivas, doliéndole todos los miembros, todo el viejo cuerpo raído como la ropa de un pobre. Y luego la muerte, la bienhechora muerte a tres pasos de la hierba de la cuneta, hasta la que lo arrastra, renegando, un hombre que pasa, para despejar el camino.

Christiane comprendió por primera vez la miseria de las criaturas esclavas; y también la muerte se le apareció como algo que a veces puede ser muy deseable.

De pronto, adelantaron a una carreta pequeña de la que tiraban, agotados de cansancio, un hombre casi desnudo, una mujer vestida de harapos y un perro esquelético.

Se los veía sudar y jadear. El perro, con la lengua fuera, flaco y sarnoso, iba atado entre las ruedas. En la carreta, leña recogida por doquier, robada sin duda, raíces, tocones, ramas rotas bajo las que parecía haber algo más; y encima de las ramas unos andrajos, y encima de los andrajos un niño, una cabeza nada más, que asomaba entre los harapos grises, ¡una bola con dos ojos, una nariz, una boca!

¡Aquello era una familia, una familia humana! El burro había sucumbido a las fatigas, y el hombre, sin compasión por el servidor muerto, sin empujarlo siquiera hasta la cuneta, lo había dejado en pleno camino, cortándoles el paso a los coches que pasaran después. Y luego, enganchándose a su vez, junto con su mujer, entre los varales vacíos, había empezado a tirar, lo mismo que tiraba el animal antes. ¡Allá iban! ¿Adónde? ¿Para qué? ¿Tenían siquiera algún dinero? Si no podían comprar otro animal, ¿seguirían arrastrando sin parar aquella carreta? ¿De qué vivirían? ¿Dónde se pararían? Probablemente morirían lo mismo que había muerto su borriquillo.

¿Estaban casados aquellos mendigos o sólo emparejados? Y su hijo, aquel animalillo informe, oculto bajo unos trapos sórdidos, viviría como habían vivido ellos.

Christiane pensaba en todo aquello, y de lo hondo del alma asustada le brotaban sentimientos nuevos. Le llegaba un atisbo de la miseria de los pobres.

Gontran dijo de repente:

—No sé por qué, pero me parecería muy agradable que pudiéramos cenar todos juntos esta noche en el Café Inglés. Me gustaría ver los bulevares.

Y el marqués murmuró:

—¡Bah! Aquí estamos bien. El nuevo hotel está mucho mejor que el antiguo.

Estaban pasando por delante de Tournoël. A Christiane un recuerdo le hizo latir el corazón al reconocer un castaño. Miró a Paul, que había cerrado los ojos y no vió su humilde llamada.

No tardaron en divisar a dos hombres delante del coche, dos viñadores que volvían del trabajo, con el binador al hombro y el paso largo y cansino de los trabajadores.

Las hijas de Oriol se ruborizaron hasta la raíz del pelo. Eran su padre y su hermano, que habían vuelto a los viñedos, como antaño, que se pasaban los días sudando sobre la tierra que los había enriquecido, que, con el sol pegándoles en los riñones, trabajaban en ella de la mañana a la noche mientras que las elegantes levitas, cuidadosamente dobladas, descansaban en la cómoda, y los sombreros de copa, en un armario.

Ambos campesinos saludaron con sonrisa amistosa mientras todas las manos del landó contestaban a su saludo.

En cuanto estuvieron de regreso, al apearse Gontran del Arca para subir al Casino, Brétigny lo acompañó y, deteniéndolo nada más dar los primeros pasos, dijo:

—Oye, amigo mío, no está bien lo que haces y le he prometido a tu hermana que hablaría contigo.

—Que hablarías conmigo ¿de qué?

—De cómo te portas desde hace unos días.

Gontran había puesto su gesto impertinente.

—¿De cómo me porto? ¿Con quién?

—Con esa niña a la que has dejado plantada de mala manera.

—¿Tú crees?

—Sí que lo creo… y tengo razón.

—¡Bah! Te has vuelto muy escrupuloso en eso de dejar plantado a alguien.

—Ojo, querido amigo, que no se trata de una pelandusca sino de una señorita.

—De sobra lo sé, por eso no me he acostado con ella. La diferencia está clara.

Habían echado a andar otra vez, uno junto a otro. El comportamiento de Gontran exasperaba a Paul, que siguió diciendo:

—Si no fuera amigo tuyo, te diría cosas muy duras.

—Y yo no te consentiría que las dijeras.

—Vamos a ver, atiende, esa niña me da lástima. Hace un rato estaba llorando.

—¡Anda! ¿Qué estaba llorando? ¡Hombre, no sabes lo que me halaga!

—Venga, déjate de bromas. ¿Qué piensas hacer?

—¿Yo? Nada.

—Vamos a ver, has llegado lo bastante lejos con ella como para comprometerla. El otro día nos decías a tu hermana y a mí que pensabas casarte con ella…

Gontran se detuvo, y, con tono burlón en el que se traslucía una amenaza, replicó:

—A mi hermana y a ti os valdría más no meteros en los amoríos del prójimo. Os dije que esa chica me gustaba bastante y que si, llegado el caso, me casaba con ella actuaría prudente y razonablemente. Eso es todo. ¡Pero ahora resulta que la mayor me gusta más! He cambiado de opinión. Eso es algo que le ocurre a todo el mundo.

Y luego, mirándolo frente a frente, añadió:

—¿Qué haces tú cuando una mujer deja de gustarte? ¿Te andas con miramientos?

Sorprendido, Paul Brétigny intentaba adivinar el sentido profundo, el sentido oculto de aquellas palabras. También él se estaba acalorando; dijo violentamente:

—Te repito que no se trata ni de una desvergonzada ni de una mujer casada, sino de una señorita a la que has engañado, si no con promesas, al menos con tu comportamiento. ¡Y eso no es, entérate, ni de caballero… ni de hombre honrado!…

Gontran, pálido, con voz tajante, lo interrumpió:

—¡Cállate!… Ya has dicho demasiado… y ya he oído demasiado… Si no fuera amigo tuyo, te… te demostraría que no tengo mucho aguante. Como digas algo más, hemos acabado para siempre.

Luego, midiendo las palabras, despacio, le dijo en la cara:

—No tengo por qué darte explicaciones… es más, podría pedírtelas yo a ti… Lo que no es de caballero ni de hombre honrado es cierta falta de tacto… que puede adoptar muchas formas… de la que la amistad debería guardar a ciertas personas… y a la que el amor no sirve de disculpa…

De pronto, cambiando de tono y casi bromeando, dijo:

—En cuanto a esa niña, Charlotte, si te enternece y te gusta, tómala y cásate con ella. El matrimonio es, a menudo, una solución en los casos difíciles. Es una solución y una plaza fuerte en la que puede uno parapetarse contra las desesperaciones tenaces… ¡Es guapa y rica! Algún día tendrá que ocurrirte ese accidente… Sería divertido que nos casáramos aquí el mismo día, pues yo me voy a casar con la mayor. Te lo digo en secreto, no vayas contándolo por ahí todavía… Pero que no se te olvide que tú tienes menos derecho que nadie a hablar de probidad sentimental y de escrúpulos de afecto. Y ahora vuelve a tus asuntos. Yo me voy a los míos. Buenas noches.

Y, cambiando bruscamente de dirección, bajó hacia el pueblo. Paul Brétigny, hecho un mar de dudas y con el corazón turbado, volvió a paso lento hacia el hotel de Mont-Oriol.

Intentaba comprender bien, recordar cada palabra, para determinar su sentido, y se asombraba de los recovecos secretos, inconfesables y vergonzosos que pueden ocultar ciertas almas.

Cuando Christiane le preguntó:

—¿Qué le ha contestado Gontran?

Balbuceó:

—Pues resulta que prefiere… ahora prefiere a la mayor… Hasta creo que se quiere casar con ella… Y al hacerle unos reproches algo severos, me ha cerrado la boca con alusiones… inquietantes… para nosotros dos.

Christiane se dejó caer en una silla murmurando:

—¡Ay, Dios mío!… ¡Dios mío!…

Pero, en ese preciso momento, entraba Gontran, pues acababan de avisar para la cena; la besó alegremente en la frente preguntando:

—¿Qué tal, hermanita, cómo te encuentras? ¿No estás demasiado cansada?

Y luego le dio la mano a Paul y, volviéndose hacia Andermatt, que había llegado pisándole los talones, le dijo:

—Oiga, perla de los cuñados, de los maridos y los amigos, ¿puede decirnos exactamente cuánto vale un burro viejo muerto en la carretera?

IV

Andermatt y el doctor Latonne estaban paseando ante el Casino, por la terraza adornada con jarrones de mármol de imitación.

—Ya ni siquiera me saluda —decía el médico refiriéndose a su colega Bonnefille—, está allí en su madriguera como un jabalí. Creo que, si pudiera, envenenaría nuestros manantiales.

Andermatt meditaba profundamente, con las manos a la espalda y en la cabeza un sombrero hongo pequeño de fieltro gris, echado hacia atrás, que no le disimulaba la calvicie.

—Bueno, dentro de tres meses la Sociedad se pondrá de rodillas. Ya sólo discutimos por una diferencia de diez mil francos. Es ese miserable de Bonnefille quien los azuza contra mí y les hace creer que me van a sacar más. Pero se equivoca.

El nuevo inspector siguió diciendo:

—Sabrá que ayer cerraron el Casino. Ya no iba nadie.

—Sí, ya estoy enterado, y también de que al nuestro no viene bastante gente. La gente sale poco de los hoteles, y en los hoteles, se aburre, amigo mío. Hay que divertir a los bañistas, distraerlos, conseguir que la temporada se les haga demasiado corta. Los de nuestro hotel, los de Mont-Oriol, vienen todas las noches porque les queda muy cerca, pero los demás se lo piensan y se quedan en casa. Es una cuestión de carreteras, y nada más. El éxito depende siempre de causas imperceptibles que hay que saber descubrir. Es preciso que los caminos que llevan a un lugar de recreo sean, en sí mismos, un recreo, la primera parte de la satisfacción que se va a conseguir al rato.

»Los caminos para llegar hasta aquí son malos, pedregosos, difíciles; resultan cansados. Cuando la carretera que lleva a un sitio al que uno tiene ciertas ganas de ir es cómoda, ancha, sombreada de día, fácil y no muy empinada por la noche, es inevitable que se la prefiera a otras. ¡Si supiera usted hasta qué punto conserva el cuerpo recuerdos de mil cosas que la mente no se ha tomado el trabajo de retener! ¡Creo que así es como funciona la memoria de los animales! Si pasamos demasiado calor yendo a determinado lugar, si nos destrozamos los pies en los guijarros mal apisonados, si la cuesta nos parece demasiado cansada, volver a ese lugar, incluso aunque hayamos ido pensando en otra cosa, nos producirá una repugnancia física invencible. Íbamos charlando con un amigo, no hemos sido conscientes de las pequeñas dificultades de la caminata, no nos hemos fijado en nada, no se nos ha quedado nada; pero a nuestras piernas, a nuestros músculos, a nuestros pulmones, a nuestro cuerpo entero, sí; a ellos no se les ha olvidado, y le dicen a la mente, cuando la mente quiere volver a llevarlos por el mismo camino: «No, no pienso ir, lo pasé demasiado mal». Y la mente obedece a ese rechazo sin discutir y asume ese mudo lenguaje de los compañeros que la conducen.

»Así que necesitamos buenos caminos, o lo que es lo mismo: necesito las tierras del borrico ese del tío Oriol. Pero paciencia… ¡Ah!… A propósito, Mas-Roussel ha comprado su chalé en las mismas condiciones que Rémusot. Es un pequeño sacrificio del que nos resarcirá ampliamente. O sea, que intente saber exactamente cuáles son las intenciones de Cloche.

—Hará lo mismo que los demás —dijo el médico—. Pero hay algo en lo que llevo pensando desde hace unos días y que se nos ha olvidado por completo: el boletín meteorológico.

—¿Qué boletín meteorológico?

—El de los periódicos de París de gran tirada. ¡Es algo indispensable! La temperatura de una estación termal tiene que ser mejor, menos variable, más regularmente templada que la de las estaciones vecinas y rivales. Va usted a abonarse al boletín meteorológico de los principales órganos de opinión, y todas las noches mandaré por telegrama la situación atmosférica. Lo haré de tal forma que la media registrada al final del año sea superior a las demás medias de los alrededores. Lo primero que salta a la vista al abrir los periódicos importantes es la temperatura de Vichy, de Royat, del Mont-Dore, de Châtel-Guyon, etc., etc., durante la temporada de verano; y durante la temporada de invierno la temperatura de Cannes, de Menton, de Niza, de Saint-Raphaël. En esos sitios siempre tiene que hacer calor y buen tiempo, querido director, para que el parisino se diga: «¡Caramba, qué suerte tienen los que van allí!».

Andermatt exclamó:

—¡Pardiez que tiene usted razón! ¿Cómo no se me habrá ocurrido? Voy a ocuparme de ello hoy mismo. Y hablando de cosas útiles, ¿ha escrito a los profesores de Larenard y Pascalis? A esos dos sí que me gustaría tenerlos aquí.

—Inabordables, querido presidente… a menos… a menos que se convenzan por sí mismos, tras muchas experiencias, de que nuestras aguas son excelentes… Pero de ellos no conseguirá nada por persuasión… anticipada.

Pasaban por delante de Paul y Gontran, que habían venido a tomar café después del almuerzo. Iban llegando otros bañistas, hombres sobre todo, pues las mujeres, al levantarse de la mesa, suben siempre una hora o dos a sus habitaciones. Petrus Martel vigilaba a sus camareros y pedía a voces: «Un cúmel, un aguardiente, un anisete», con la misma voz vibrante y profunda que pondría una hora después para dirigir el ensayo y dar el tono a la primera actriz.

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