Mont Oriol (12 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Salieron, pues, por la tarde, un día tórrido, bajo un sol abrasador que calentaba el granito de la montaña hasta ponerlo como las piedras de un horno.

El coche iba cuesta arriba al paso de los tres caballos sudorosos y jadeantes; el cochero dormitaba en el pescante, con la cabeza gacha, y legiones de lagartos verdes corrían por las piedras que había a orillas de la carretera. Un invisible y denso polvillo de fuego parecía saturar el aire tórrido. A ratos hubiérase dicho cuajado, resistente, como si costara cruzarlo; a ratos se movía un poco y lanzaba al rostro ardientes ráfagas de incendio en que flotaba un olor a resina caliente en medio de largos bosques de pinos.

Nadie hablaba en el coche. Las tres mujeres, al fondo, cerraban los deslumbrados ojos en la sonrosada sombra de las sombrillas; el marqués y Gontran, con un pañuelo en la frente, dormían; Paul miraba a Christiane que también lo acechaba por entre los párpados entornados.

Y el landó seguía subiendo la interminable cuesta, levantando una columna de humo blanco.

Al llegar a la meseta, el cochero se enderezó, los caballos se pusieron al trote y empezaron a recorrer una amplia comarca ondulada y boscosa, cultivada, donde había pueblos y casas aisladas. A la izquierda, se divisaban a lo lejos las grandes cumbres truncadas de los volcanes. El lago de Tazenat, al que iban, lo formaba el último cráter de la cadena montañosa de Auvernia.

Transcurridas tres horas de camino, Paul dijo de pronto: «¡Fíjense en la lava!». Unas rocas pardas, curiosamente retorcidas, agrietaban el suelo al borde de la carretera. Veían a la derecha una montaña chata cuya ancha cumbre parecía plana y ahuecada; tomaron un camino que parecía internarse en ella por una brecha en forma de triángulo, y Christiane, que se había puesto de pie, descubrió de pronto en un amplio y profundo cráter un hermoso lago fresco y redondo como una moneda de plata. Las empinadas laderas del monte, cubiertas de árboles a la derecha y peladas a la izquierda, llegaban hasta el lago y lo rodeaban de una muralla elevada y regular. Y aquella agua tranquila, tersa y reluciente como el metal, reflejaba los árboles por un lado, y por el otro, la árida pendiente, con nitidez tan perfecta que no se distinguían las orillas y sólo se veía, en aquel inmenso embudo en cuyo centro se reflejaba el cielo azul, un agujero claro y sin fondo que parecía cruzar la tierra, atravesarla de parte a parte hasta el firmamento del otro lado.

El coche no podía seguir. Se bajaron y tomaron, por el flanco arbolado, un camino que rodeaba el lago, bajo los árboles, a media ladera. Aquella carretera por la que sólo pasaban leñadores era verde como un prado; a través de las ramas se divisaba la parte frontera y el agua reluciente en el fondo de aquella hondonada de la montaña.

Luego, cruzando un calvero, llegaron a la orilla propiamente dicha y se sentaron en un talud herboso, a la sombra de unos robles. Y todo el mundo se echó en la hierba con el delicioso regocijo de un animal.

Los hombres se revolcaban en ella, hundían en ella las manos. Y las mujeres, blandamente recostadas, apoyaban la mejilla como en busca de una fresca caricia.

Tras el calor del camino, notaban una de esas dulces sensaciones, tan hondas y tan gratas que son casi una felicidad.

El marqués se volvió a quedar dormido; Gontran no tardó en imitarlo. Paul se puso a charlar con Christiane y con las jóvenes. ¿De qué? De nada en particular. A veces, uno de ellos decía una frase; otro contestaba tras un minuto de silencio; y las palabras lentas parecían entumecidas en sus labios, igual que las ideas en sus mentes.

Pero, al traer el cochero la cesta de la comida, las hijas de Oriol, hechas en su casa a los trabajos domésticos y habituadas aún a esas activas costumbres, empezaron en el acto a vaciarlo y a disponer la cena, algo más lejos, sobre la hierba.

Paul había permanecido tendido al lado de Christiane, que estaba pensativa. Susurró tan bajo que ella apenas si lo oyó, apenas si aquellas palabras le rozaron el oído, como los ruidos confusos que trae el viento: «Éstos son los mejores momentos de mi vida».

¿Por qué aquellas vagas palabras la turbaron hasta el fondo del corazón? ¿Por qué se sintió de pronto tan enternecida como nunca lo había estado?

Contemplaba, entre los árboles, algo más lejos, una diminuta vivienda, una casita de cazadores o de pescadores tan estrecha que no podía tener más de una habitación.

Paul siguió su mirada y dijo:

—¿Ha pensado a veces, señora, lo que podría suponer, para dos seres que se amaran desesperadamente, pasar unos días en una cabaña como ésa? ¡Estarían solos en el mundo, solos de verdad, uno frente a otro! Y, si algo así pudiera ser posible, ¿no habría que dejar todo lo demás para llevarlo a cabo, ya que la felicidad es escasa, inaprensible y breve? ¿Acaso se vive en los días corrientes? ¿Hay algo más triste que levantarse sin una esperanza ardiente, realizar con tranquilidad las mismas tareas, beber con moderación, comer con prudencia, y dormir tranquilamente, igual que un animal irracional?

Ella seguía mirando la casita, y le pesaba el corazón como si fuera a llorar, pues, de pronto, intuía embriagueces que jamás había sospechado.

¡Claro que pensaba en lo bien que se estaría con otra persona en aquella vivienda tan pequeña, oculta bajo los árboles, frente a aquel lago de juguete, aquel precioso lago, auténtico espejo de amor! En lo bien que se estaría sin nadie en los alrededores, sin un vecino, sin oír la voz de ser alguno, sin un rumor de vida, sola con un hombre amado que se pasaría las horas arrodillado ante su adorada, mirándola mientras ella miraba el agua azul, y diciéndole palabras tiernas al tiempo que le besaba las yemas de los dedos.

Vivirían allí, rodeados de silencio, bajo los árboles, en lo hondo de aquel cráter que abarcaría toda su pasión, igual que abarcaba el agua limpia y profunda, en su recinto regular, sin más horizonte para los ojos que la línea redonda de las orillas, sin más horizonte para el pensamiento que la felicidad de amarse, sin más horizonte para los deseos que unos besos lentos e interminables.

¿Existirían en la tierra personas que pudieran disfrutar de días semejantes? Sí, sin duda. ¿Por qué no? ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que existían tales alegrías?

Las jovencitas anunciaron que la cena estaba lista. Eran ya las seis. Despertaron al marqués y a Gontran y se sentaron a lo moro, algo más lejos, al lado de los platos que resbalaban en la hierba. Las hermanas siguieron sirviendo, y los hombres, indolentes, no se lo impidieron. Comían despacio, arrojando las cáscaras y los huesos de pollo al agua. Habían traído champaña; el primer taponazo, súbito, sorprendió a todos, hasta tal punto parecía ajeno a aquel lugar.

El día tocaba a su fin, el aire se iba empapando de frescor, una extraña melancolía caía, junto con la tarde, sobre el agua dormida en lo hondo del cráter.

Cuando el sol estuvo a punto de ponerse, el cielo se inflamó y el lago, de pronto, pareció una cubeta de fuego; luego, cuando el sol hubo desaparecido, al tornarse el horizonte rojo como un brasero a punto de extinguirse, el lago pareció una cubeta de sangre. Y repentinamente, en la cresta de la colina, se alzó la luna casi llena, pálida en el firmamento claro aún. Luego, a medida que las tinieblas invadían la tierra, fue subiendo, brillante y redonda, por encima del cráter, tan redondo como ella. Parecía como si se fuera a arrojar a él. Y, cuando estuvo muy alta en el cielo, el lago pareció una cubeta de plata. Entonces vieron correr por la superficie, que todo el día había permanecido inmóvil, unos escalofríos, ora lentos, ora veloces. Hubiérase dicho que unos espíritus revoloteaban a ras del agua y arrastraban por ella invisibles velos.

Eran los grandes peces del fondo, las carpas seculares y los voraces lucios, que acudían a retozar al claro de luna.

Las hijas de Oriol habían metido todos los platos y las botellas en la cesta, que el cochero vino a buscar. Regresaron.

Al pasar por la vereda bajo los árboles, donde caían sobre la hierba, a través de las hojas, manchas de claridad como si fuera una lluvia, Christiane, que iba la penúltima, seguida de Paul, oyó de pronto una voz jadeante que le decía casi al oído: «!La amo! ¡La amo! ¡La amo!».

El corazón empezó a latirle tan violentamente que estuvo a punto de caer, pues no podía mover las piernas. ¡Y sin embargo caminaba! Caminaba como si hubiera perdido el juicio, dispuesta a volverse con los brazos abiertos y los labios tendidos. Él había asido ahora el borde del estrecho chal que llevaba por los hombros y lo besaba con frenesí. Ella seguía andando, tan desfallecida que ya no notaba el suelo bajo los pies.

De pronto salió de la bóveda de los árboles y, al encontrarse a plena luz, dominó bruscamente la turbación que la embargaba; pero, antes de subirse al landó y perder de vista el lago, se volvió a medias para arrojarle al agua, con ambas manos, un hondo beso que el hombre que la seguía comprendió muy bien.

Durante el viaje de vuelta, permaneció inerte en alma y cuerpo, aturdida, dolorida como si se hubiera caído; y, nada más llegar al hotel, corrió enseguida a encerrarse en su dormitorio. Tras haber echado el cerrojo, cerró con llave, hasta tal punto se sentía aún seguida y deseada. Luego se quedó temblando en medio del cuarto casi a oscuras y vacío. La vela colocada encima de la mesa proyectaba en las paredes las sombras estremecidas de los muebles y las cortinas. Christiane se desplomó en un sillón. No podía dominar los pensamientos, que corrían, saltaban, huían; no podía sujetarlos y formar una cadena con ellos. Se sentía al borde del llanto ahora, sin saber por qué, desconsolada, desamparada, abandonada en aquella habitación vacía, perdida en la existencia como en un bosque.

¿Adónde iba? ¿Qué iba a hacer?

Como le costaba respirar, se puso de pie, abrió la ventana y los postigos, y se acodó en la barandilla. El aire era fresco. En lo hondo del cielo inmenso y vacío también, la luna, lejana, solitaria y triste, ahora en la cima de las azuladas alturas de la noche, iluminaba con resplandor frío y duro las frondas y la montaña.

Todo el pueblo dormía. Sólo el canto leve del violín de Saint-Landri, que estudiaba todas las noches hasta muy tarde, pasaba llorando a ratos por entre el silencio profundo del valle. Christiane apenas si lo oía. El grito débil y doloroso de las nerviosas cuerdas callaba, y luego se reanudaba.

Y aquella luna perdida en aquel cielo desierto, y aquel sonido tenue perdido en la noche silenciosa le pusieron en el corazón tan emocionada sensación de soledad que se echó a llorar. Se estremecía y se sobresaltaba hasta la médula, agitada por la angustia y los escalofríos de las personas aquejadas de un mal temible; y se dio cuenta de que también ella estaba sola en el mundo.

No lo había comprendido hasta aquel día; y ahora el desamparo de su alma se lo hacía sentir con tal fuerza que creyó volverse loca.

¡Tenía padre, hermano, marido! ¡Y los quería, y la querían! ¡Y hete aquí que de pronto se alejaba de ellos, se volvía una extraña, como si casi no los conociera! ¡El sosegado afecto de su padre, la amistosa camaradería de su hermano, la fría ternura de su marido no le parecían ya nada, nada en absoluto! ¡Su marido! ¿Acaso era un marido aquel hombre sonrosado y charlatán que le decía con indiferencia: «Qué tal se encuentra esta mañana, amiga mía»?. Pertenecía a aquel hombre en cuerpo y alma por el poder de un contrato. ¿Sería posible? ¡Ay, cuán sola y perdida se sentía! Había cerrado los ojos para mirar en su interior, en lo hondo de su mente.

A medida que los iba evocando, veía los rostros de todos los que vivían a su lado: su padre, despreocupado y tranquilo, feliz con tal de que no turbaran su sosiego; su hermano, burlón y escéptico; su marido, bullicioso y rebosante de cifras, que le decía: «Acabo de hacer un negocio sensacional», en vez de decirle: «¡Te quiero!».

Otro le había susurrado hacía un rato la palabra amor, que le seguía vibrando en los oídos y en el corazón. Y también vio a ese otro devorándola con sus ojos fijos. ¡Si lo hubiera tenido a su lado en aquel momento, se habría arrojado en sus brazos!

VII

Christiane, que se había acostado muy tarde, se despertó en cuanto derramó el sol por su cuarto una oleada de roja luz, a través de la ventana que se había quedado abierta de par en par.

Miró la hora —las cinco— y permaneció tendida de espaldas, notando con deleite la tibieza del lecho. Sentía el alma tan dispuesta y alegre que le parecía que una dicha, una gran dicha, una inmensa dicha le había acontecido durante la noche. ¿Qué era? Trataba de dar con ello, de dar con ese suceso feliz que así la había impregnado de alegría. ¡Toda la tristeza de la víspera había desaparecido, se había desvanecido durante el sueño!

¡Así que Paul Brétigny la amaba! ¡Cuán diferente del primer día le parecía ahora! Por mucho que forzaba sus recuerdos, no conseguía volver a verlo y a juzgarlo como al principio, ni siquiera conseguía volver a ver al hombre que le había presentado su hermano. El hombre de ahora no había conservado nada del otro, nada, ni el rostro, ni el aspecto, nada, pues su primitiva imagen había pasado poco a poco, día a día, por todas las lentas modificaciones por las que pasa en la mente un ser al que primero se entrevé y que luego se convierte en un ser conocido, después en un ser familiar, en un ser amado. Sin darnos cuenta de ello, vamos tomando posesión de él hora a hora; tomamos posesión de sus rasgos, de sus ademanes, de sus actitudes, de su físico y de su intelecto. Se nos mete dentro, en la mirada y en el corazón, mediante la voz, mediante todos los gestos, por lo que dice y por lo que piensa. Lo absorbemos, lo comprendemos, lo intuimos en todas las intenciones de la sonrisa y de la palabra; es, en fin, como si nos perteneciera por entero, hasta tal punto amamos, inconscientemente aún, cuanto le pertenece, cuanto de él procede.

Y entonces resulta imposible recordar cómo era aquel ser ante nuestra mirada indiferente la primera vez que lo vimos.

¡Así que Paul Brétigny la amaba! Christiane no sentía por ello ni temor ni angustia, sino un hondo enternecimiento, una alegría inmensa, nueva, exquisita, porque la amaban y lo sabía.

La inquietaba un poco, sin embargo, la actitud que iba a adoptar con ella, y la que ella debería tener con él. Pero como incluso el pensar en tales cosas le resultaba delicado a su conciencia, dejó de darles vueltas, fiándose de la propia sutileza, de la propia habilidad para dirigir los acontecimientos. Bajó a la hora de siempre y halló a Paul fumando un cigarrillo ante la puerta del hotel. La saludó respetuosamente.

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