—Doctor, me hago cargo perfectamente de la difícil situación en que se halla usted. La culpa no la tenemos ni yo ni mi esposa, sino mi suegro, que había recurrido al señor Bonnefille sin avisarnos. ¿No podría ir yo a ver a su colega y decirle…?
El doctor Latonne lo interrumpió:
—Es inútil, querido señor, es ésta una cuestión de dignidad y honor profesional, que debo respetar por encima de todo, y, a pesar de lo mucho que lo lamento…
Esta vez fue Andermatt quien no lo dejó terminar. Al hombre rico, al hombre que paga, que compra una receta de cinco, diez, veinte o cuarenta francos como una caja de cerillas de quince céntimos, a quien tiene que pertenecerle todo gracias al poder de su bolsa, y que no aprecia a los seres ni los objetos más que si asimila su valor al del dinero mediante una relación rápida y directa entre los metales convertidos en moneda y todas las demás cosas que existen, lo irritaba la impertinencia de aquel vendedor de medicaciones de papel. Declaró, muy seco:
—Está bien, doctor. No se hable más. Pero deseo que esta decisión no tenga una enfadosa influencia en su carrera. Ya veremos, sí, ya veremos cuál de los dos tendrá que lamentar más la resolución que ha adoptado usted.
El médico, ofendido, se puso en pie y, saludando con gran cortesía, dijo:
—No me cabe la menor duda, caballero, de que seré yo. Ya desde hoy mismo, lo que acabo de hacer me resulta muy penoso se mire por donde se mire. Pero yo nunca vacilo entre mis intereses y mi conciencia.
Y se fue. Según salía, se tropezó con el marqués de Ravenel que entraba con una carta en la mano. Y el señor de Ravenel exclamó nada más quedarse a solas con su yerno:
—Mire, querido yerno, qué contrariedad me sucede por culpa de usted. El doctor Bonnefille, molesto porque ha llamado usted a su colega para atender a Christiane, me envía sus honorarios junto con una nota muy seca en la que me avisa de que no debo contar ya con sus conocimientos.
Entonces el enfado de Andermatt llegó al colmo. Caminaba de un lado para otro, se iba exaltando según hablaba, gesticulaba, rebosante de una ira inofensiva y ficticia, una de esas iras que nunca se toman en serio. Decía sus argumentos a voces. A ver, ¿de quién era la culpa? ¡Pues tan sólo del marqués que había llamado a aquel borrico rematado de Bonnefille sin avisar siquiera a Andermatt, a quien su médico de París había puesto al tanto de los relativos méritos de los tres charlatanes de Enval!
Y además, ¿por qué se había metido el marqués en camisa de once varas haciendo una consulta a espaldas del marido, del marido, el único juez, el único responsable de la salud de su esposa? ¡Vamos, que con todo pasaba lo mismo continuamente! ¡La gente que lo rodeaba sólo hacía tonterías, sólo tonterías! Siempre lo estaba repitiendo, pero predicaba en desierto, nadie lo comprendía, nadie creía en su experiencia hasta que ya era demasiado tarde.
Y decía «mi médico», «mi experiencia», con autoridad de hombre que posee cosas únicas. Los posesivos sonaban en su boca como si fueran de metal. Y cuando decía: «mi esposa», era evidente que el marqués no tenía ya ningún derecho sobre su hija, puesto que Andermatt se había casado con ella, y casarse y comprar para él querían decir lo mismo.
Gontran entró cuando la discusión estaba en todo su apogeo, y se sentó en un sillón con una sonrisa alegre en los labios. No decía nada, escuchaba y se divertía una barbaridad.
Cuando el banquero calló, sin aliento, su cuñado alzó la mano y exclamó:
—Pido la palabra. Los dos están sin médico, ¿no es eso? Pues propongo a mi candidato, al doctor Honorat, el único que tiene una opinión clara e inalterable sobre el agua de Enval. La manda beber, pero él no la bebería por nada del mundo. ¿Quieren que vaya a buscarlo? Yo me encargo de las negociaciones.
No quedaba más solución y rogaron a Gontran que fuera a buscarlo en el acto. El marqués, inquieto al pensar en un cambio de tratamiento y de cuidados, quería conocer en el acto la opinión de aquel nuevo médico; y a Andermatt le entraron deseos no menos acuciantes de consultarle el caso de Christiane.
Ésta los estaba oyendo a través de la puerta, pero no los escuchaba ni sabía de qué hablaban. Nada más dejarla su marido, había salido huyendo de la cama como de un lugar temible y se estaba vistiendo a toda prisa, sin su doncella, con la cabeza trastornada por todos aquellos acontecimientos.
Le parecía que el mundo había cambiado a su alrededor, que la vida no era como la víspera, que incluso las personas eran completamente diferentes.
De nuevo se alzó la voz de Andermatt:
—¡Hombre, querido Brétigny! ¿Qué tal está usted?
Ya había dejado de llamarlo «señor».
Otra voz contestó:
—Estupendamente, querido Andermatt. ¿Así que ha llegado usted esta mañana?
Christiane, que se estaba recogiendo el pelo hacia arriba, se paró, sin respiración, con los brazos en alto. Creyó ver a través del tabique cómo se estrechaban la mano. Se sentó, no se tenía de pie; y el pelo le cayó, suelto, por los hombros.
Ahora era Paul el que hablaba, y cada palabra que salía de sus labios la hacía estremecerse de pies a cabeza. Cada una de aquellas palabras, cuyo sentido no captaba, le caía en el corazón con el sonido de un badajo golpeando una campana.
De repente, dijo casi en voz alta: «Pero ¡si es que lo quiero… lo quiero!», como si se hubiera dado cuenta de algo nuevo y sorprendente que la salvaba, que la consolaba, que la declaraba inocente ante su conciencia. La enderezó una súbita energía; en un instante, se había hecho a la idea. Y siguió peinándose mientras murmuraba: «Tengo un amante, y ya está. Tengo un amante». Entonces, para afirmarse más en ello, para librarse de cualquier angustia, resolvió de pronto, con ardiente convicción, quererlo con frenesí, darle su vida, su dicha, sacrificárselo todo, ateniéndose a la moral exaltada de los corazones vencidos pero escrupulosos, que se consideran purificados por la abnegación y la sinceridad.
Y, tras el tabique que los separaba, le lanzó besos. Ya estaba todo resuelto, se entregaba en sus manos, sin reservas, como si se ofreciera a un dios. La niña, ya coqueta y astuta pero tímida aún, aún temblorosa, acababa de morir bruscamente en ella; y había nacido la mujer, lista para la pasión, esa mujer resuelta, tenaz, que hasta aquel momento sólo anunciaba aquella energía oculta en la mirada azul que le daba al lindo rostro de rubia un aspecto valiente y casi desafiante.
Oyó que se abría la puerta y no se volvió, adivinando a su marido sin verlo, como si un nuevo sentido, un instinto casi, también acabara de nacer en ella.
Éste le preguntó:
—¿Te falta mucho? Vamos a ir dentro de un rato al baño del paralítico a ver si ha mejorado de verdad.
Ella respondió, muy tranquila:
—Sí, querido Will, estaré lista dentro de cinco minutos.
Pero Gontran había vuelto a entrar en el salón y estaba llamando a Andermatt.
—Figúrese —decía— que me he encontrado en el parque con ese imbécil de Honorat que también se niega a atenderlos por temor a los demás. Habla de procedimientos, de consideraciones, de costumbres… Parece como si… da la impresión de que… Bueno, que es de la misma calaña que sus dos colegas. La verdad es que creía que era menos mono de imitación.
El marqués se había quedado aterrado. La idea de tomar las aguas sin médico, de bañarse cinco minutos de más, de beber un vaso de menos le daba pánico, pues creía que todas las dosis, horas y fases del tratamiento estaban reguladas con exactitud por una ley de la naturaleza que había pensado en los enfermos cuando mandó correr las aguas minerales, y cuyos misteriosos secretos conocían en su totalidad los médicos, como inspirados sacerdotes y sabios.
Exclamó:
—Así que uno puede morirse aquí… ¡Puede uno reventar como un perro sin que ninguno de esos caballeros se tome la molestia de acudir!
Y lo invadió la ira, una ira egoísta y furibunda de hombre cuya salud se siente amenazada.
—¿Acaso tienen derecho a portarse así? Pues los sinvergüenzas esos pagan una patente, igual que los tenderos de ultramarinos. Debe de ser posible obligarlos a cuidar a la gente, igual que los trenes tienen obligación de admitir a todos los pasajeros. Voy a escribir a los periódicos para ponerlos al tanto.
Caminaba de un lado a otro, muy agitado. Y siguió diciendo, vuelto hacia su hijo:
—Oye, va a haber que mandar venir a uno desde Royat o desde Clermont. ¡No podemos quedarnos así!…
Gontran contestó sonriente:
—Pero los de Clermont o de los de Royat no conocen bien el agua de Enval, que no tiene el mismo efecto especial que la de ellos en el tubo digestivo y el aparato circulatorio. Y además, puedes estar seguro de que ellos tampoco vendrán, para que no parezca que les socavan el terreno a los colegas.
El marqués, despavorido, balbuceó:
—Pero, entonces, ¿qué va a ser de nosotros?
Andermatt cogió el sombrero:
—Déjeme a mí, y le garantizo que esta noche los vamos a tener a los tres, me oye bien, a los tres —dijo recalcando las palabras—, arrodillados delante de nosotros. Y ahora vamos a ver al paralítico.
Gritó:
—¿Estás lista, Christiane?
Ésta apareció en la puerta, muy pálida, con aspecto de determinación. Besó a su padre y a su hermano, y luego se volvió hacia Paul y le tendió la mano. La tomó con los ojos bajos, estremecido de angustia. Como el marqués, Andermatt y Gontran salían charlando y sin ocuparse de ella, Christiane dijo con voz firme clavando en el joven una mirada tierna y resuelta:
—Le pertenezco a usted en cuerpo y alma. A partir de ahora puede hacer conmigo lo que quiera.
Luego salió sin dejarlo responder.
Al acercarse al manantial de los Oriol, divisaron, como si de una enorme seta se tratara, el sombrero del tío Clovis, que dormitaba al sol, en el agua caliente, en el fondo de su hoyo. Ahora se pasaba allí las mañanas enteras, pues se había acostumbrado a aquel ardiente baño que lo hacía sentirse, a lo que decía, más mozo que un recién casado.
Andermatt lo despertó:
—¿Qué, amigo, mejora usted?
Al reconocer a su hombre, el viejo hizo una mueca de satisfacción:
—Ya lo creo, voy a pedir de boca.
—¿Anda usted ya un poco?
—Como un conejo, caballero, como un conejo. El primer domingo del
mesh eshtoy
por bailar la
bourrée
con la novia.
Andermatt notó que le latía el corazón; repitió:
—¿De verdad que anda usted?
El tío Clovis dejó de bromear:
—Poca
cosha
, poca
cosha
. Pero no importa, voy tirando.
Entonces el banquero quiso ver en el acto cómo caminaba el vagabundo. Daba vueltas en tomo al hoyo, iba de un lado para otro, daba órdenes como si quisiera poner a flote un barco hundido.
—Venga, Gontran, cójalo del brazo derecho. Usted, Brétigny, del brazo izquierdo. Yo voy a cogerlo por las caderas. Vamos, a un tiempo, uno, dos, tres. Querido suegro, tire de la pierna, no, de la otra, de la que tiene en el agua. ¡Rápido, por favor, que ya no puedo más! Ya está, uno, dos, ya, ¡uf!
Habían sentado en el suelo al buen hombre que los dejaba esforzarse con cara de burla, sin colaborar en absoluto.
Luego lo alzaron otra vez y lo pusieron de pie, dándole las muletas, que usó como bastones; y empezó a caminar, doblado en dos, arrastrando los pies, quejándose, resoplando. Iba como una babosa y dejaba tras de sí un largo rastro de agua en el polvo blanco de la carretera.
Andermatt, entusiasmado, aplaudió gritando como en el teatro cuando se aclama a los actores: «¡Bravo, bravo, admirable, bravo!». Luego, como el viejo parecía agotado, se abalanzó para sostenerlo, lo tomó en sus brazos, aunque le chorreaban los harapos, y repetía:
—Basta ya, no se canse. Vamos a volver a meterlo en el baño.
Y los cuatro hombres metieron otra vez al tío Clovis en el hoyo cogiéndolo por las cuatro extremidades y llevándolo con mil cuidados, como si fuera un objeto frágil y de gran valor.
Entonces, el paralítico declaró con acento convencido:
—
Deshde
luego que
esh
buena agua, buena agua como no hay otra. ¡Vale un
teshoro
un agua como
éshta
!
Andermatt se volvió de pronto hacia su suegro:
—No me esperen para comer. Voy a casa de los Oriol y no sé cuándo acabaré. ¡Estas cosas no hay que dejarlas para luego!
Y se fue, presuroso, casi corriendo, y haciendo con el junquillo molinetes de hombre encantado de la vida.
Los demás se sentaron bajo los sauces, a la orilla del camino, frente al hoyo del tío Clovis.
Christiane, al lado de Paul, miraba el elevado montículo que tenía ante sí, desde el que había visto volar el peñasco. ¡Aquel día, hacía poco más de un mes, estaba allá arriba! ¡Estaba sentada en aquella hierba rojiza! ¡Un mes! ¡Un mes nada más! ¡Recordaba los más nimios detalles, las sombrillas tricolores, los pinches de cocina, todo lo que había dicho cada cual! ¡Y el perro, el pobre perro destrozado por la explosión! ¡Y aquel joven alto, aquel desconocido que se había abalanzado, por una simple palabra de ella, para salvar al animal! ¡Ahora era su amante! ¡Su amante! ¡Así que tenía un amante! Y ella era amante suya «¡amante suya!». Se repetía aquello en la intimidad de su conciencia «¡amante suya!». ¡Qué extraña palabra! Aquel hombre, sentado a su lado, cuya mano veía arrancando una a una las briznas de hierba, cerca de su vestido que intentaba tocar, aquel hombre estaba ahora unido a su carne y a su corazón por esa cadena misteriosa, inconfesable, vergonzosa, que ha tendido la naturaleza entre la mujer y el hombre.
Con aquella voz del pensamiento, aquella voz muda que tan alto parece hablar en el silencio de las almas turbadas, se repetía sin cesar: «¡Soy su amante, su amante, su amante!». ¡Qué raro era aquello, qué imprevisto!
«¿Lo amo?». Lo miró rápida y furtivamente. Sus ojos se encontraron y notó que la ardiente mirada con que la recorría la acariciaba de tal modo que se estremeció de arriba abajo. Ahora sentía deseos, unos deseos locos, irresistibles de tomar aquella mano que jugaba en la hierba y de oprimirla muy fuerte para expresarle cuanto se puede decir con una presión. Dejó que la suya se fuera deslizando por el vestido, hasta la hierba, y luego la dejó allí, inmóvil, con los dedos abiertos. Entonces vio la otra, que acudía despacio, como un animal enamorado que busca a la compañera. ¡Llegó muy cerca, muy cerca, y los dedos meñiques se tocaron! Se rozaron en la punta, con suavidad, apenas, se separaron y se volvieron a encontrar, como labios que se besan. Pero aquella caricia imperceptible, aquel roce ligero calaba en ella con tal violencia que se sentía desfallecer como si él la hubiera estrechado de nuevo con fuerza entre sus brazos.