Mont Oriol (13 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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—Buenos días, señora. ¿Qué tal se encuentra esta mañana?

Ella respondió sonriente:

—Muy bien, caballero. He dormido de maravilla.

Y le tendió la mano, temiendo que tardara en soltarla. Pero apenas si se la estrechó; y comenzaron a charlar tranquilamente como si ambos hubieran olvidado.

El día transcurrió sin que él hiciera nada por sacar a colación su ardorosa confesión de la víspera. Los días siguientes permaneció igual de discreto y de tranquilo, y confió en él. Pensaba que había adivinado que, si se volvía más atrevido, la ofendería. Y esperó, creyó firmemente que se habían detenido en aquella encantadora etapa de la ternura en la cual es posible quererse mirándose a lo hondo de los ojos, sin remordimientos ni mancilla.

No obstante, se guardaba siempre mucho de alejarse de los demás y quedarse sola con él.

Pero una noche, el sábado de la misma semana en que habían ido al
gour
de Tazenat, cuando iban hacia el hotel, a eso de las diez, el marqués, Christiane y Paul, pues habían dejado a Gontran jugando al ecarté con los señores Aubry-Pasteur y Riquier y el doctor Honorat en la sala grande del Casino, Brétigny exclamó al ver aparecer la luna entre las ramas:

—¡Qué bonito sería ir a ver las ruinas de Tournoël en noche como ésta!

Sólo de pensarlo, Christiane se emocionó, pues la luna y las ruinas ejercían en ella la misma influencia que en casi todas las almas femeninas.

Le apretó la mano al marqués:

—¡Ay sí, papá! ¿Quieres?

Su padre dudaba, pues tenía muchas ganas de meterse en la cama.

Ella insistió:

—¡Acuérdate de lo bonito que es Tournoël de día! ¡Tú mismo has dicho que nunca habías visto unas ruinas tan pintorescas, con esa torre tan grande encima del castillo! ¡Lo que debe de ser de noche!

El marqués accedió al fin:

—Bueno, vamos; pero nos quedamos cinco minutos y nos volvemos enseguida, que quiero estar acostado a las once.

—Sí, nos volvemos enseguida. No se tarda más de veinte minutos.

Fueron los tres, Christiane del brazo de su padre, y Paul a su lado.

Éste iba hablando de viajes que había hecho, de Suiza, de Italia, de Sicilia. Contaba sus impresiones al ver determinadas cosas, su entusiasmo en la cima del monte Rosa cuando el sol, al asomar por el horizonte de aquella multitud de cumbres heladas, de aquel quieto mundo de las nieves perpetuas, arrojó sobre cada una de las gigantescas cimas una claridad deslumbradora y blanca, las encendió como si fueran los pálidos faros que deben de iluminar los reinos de los muertos. Luego narró la emoción que había sentido al borde del monstruoso cráter del Etna, cuando le había parecido que era un animalillo imperceptible, a tres mil metros, en pleno firmamento, sin ver más que mar y cielo, el mar azul abajo, el cielo azul arriba, asomado a aquella boca espantosa de la tierra, cuyo aliento lo asfixiaba.

Abultaba las imágenes para conmover a la joven; y ella lo escuchaba palpitante, y, en un arrebato de imaginación, divisaba también todas aquellas cosas soberbias que había visto él.

De pronto, en una revuelta del camino, se les apareció Tournoël. El viejo castillo, erguido en su picacho, dominado por la alta y delgada torre, hueca y desmantelada por el tiempo y las remotas guerras, dibujaba, sobre un cielo de aparición, su enorme silueta de mansión fantástica.

Los tres se pararon, sorprendidos. El marqués dijo por fin:

—Precioso, desde luego. Parece un sueño de Gustave Doré hecho realidad. Vamos a sentarnos cinco minutos.

Y se sentó en la hierba de la cuneta.

Pero Christiane, loca de entusiasmo, exclamó:

—¡Padre, vamos a acercarnos más! ¡Es tan hermoso, es tan hermoso! ¡Por favor, vamos hasta el pie del castillo!

Esta vez, el marqués se negó:

—No, querida mía, ya he andado bastante; no puedo más. Si quieres verlo más de cerca, ve con el señor Brétigny. Yo os espero aquí.

Paul preguntó:

—¿Quiere usted ir, señora?

Ella vacilaba, presa de dos temores: el de quedarse sola con él y el de herir a un hombre honrado pareciendo recelosa.

El marqués repitió:

—¡Vayan, vayan! Yo los espero aquí.

Entonces a ella se le ocurrió que su padre estaba al alcance de la voz, y dijo resuelta:

—Vamos, caballero.

Y echaron a andar juntos.

Pero apenas llevaba Christiane caminando unos minutos cuando sintió que la invadía una emoción punzante, un miedo vago y misterioso, miedo de las ruinas, miedo de la noche, miedo de aquel hombre. Notaba de pronto las piernas flojas, como aquella otra noche en el lago Tazenat; se negaban a llevarla más allá, se le doblaban, le parecía que se le hundían en la carretera, donde se le quedaban clavados los pies cuando quería alzarlos.

Un árbol muy alto, un castaño, plantado al lado del camino, cobijaba la orilla de un prado. Christiane, sin aliento como si hubiera corrido, se dejó caer pegada al tronco. Y balbuceó:

—Me quedo aquí… Se ve muy bien.

Paul se sentó a su lado. Ella notaba cómo le latía el corazón con fuertes y presurosos golpes. Tras un corto silencio, él dijo:

—¿Cree usted que hemos vivido ya antes?

Ella murmuró, sin haber comprendido del todo, tan grande era su emoción, lo que le preguntaba:

—No sé. ¡No he pensado nunca en ello!

Él siguió diciendo:

—Yo lo creo… a ratos… o, mejor dicho, lo noto… Los seres están compuestos de mente y de cuerpo, que parecen diferentes, pero que seguramente son un todo de igual naturaleza, que tiene que aparecer de nuevo cuando los elementos que lo constituyeron la primera vez se combinan otra vez al mismo tiempo. Claro que no se trata del mismo individuo, pero sí que es el mismo hombre el que vuelve cuando en un cuerpo semejante a una forma anterior se aloja un alma igual a la que antaño lo animaba. Pues yo, esta noche, señora, estoy seguro de que he vivido en este castillo, que ha sido mío, que en él he combatido, que lo he defendido. ¡Lo reconozco, estoy seguro de que me perteneció! ¡Y también estoy seguro de que en él amé a una mujer que se le parecía, que se llamaba Christiane como usted! Tan seguro estoy que me parece que aún la veo llamándome desde lo alto de esa torre. ¡Intente recordar! Detrás hay un bosque que baja por un profundo valle. Nos hemos paseado por él con frecuencia. Las noches de verano llevaba usted vestidos muy finos; y yo tenía armas pesadas que resonaban bajo las hojas.

»¿No se acuerda? ¡Inténtelo, Christiane! ¡Su nombre me resulta familiar como los que se oyen desde la infancia! ¡Si se miraran despacio todas las piedras de esta fortaleza, aparecería en ellas, grabado antaño por mi mano! ¡Le aseguro que reconozco mi morada, mi región, igual que la reconocí a usted la primera vez que la vi!

Hablaba con exaltado convencimiento, poéticamente embriagado por el contacto con aquella mujer, y por la noche, y por la luna, y por las ruinas.

De repente, se arrodilló ante Christiane, y dijo con voz temblorosa:

—Déjeme que la adore de nuevo, ya que he vuelto a encontrarla. ¡Llevo tanto buscándola!

Ella quería ponerse de pie, irse, reunirse con su padre; pero no tenía fuerzas para ello, no tenía valor, retenida, paralizada por un ardiente deseo de seguir escuchándolo, de oír como le entraban en el corazón aquellas palabras que la hechizaban. Sentía que se apoderaba de ella un sueño, el sueño siempre esperado, tan dulce, tan poético, colmado de rayos de luna y de baladas.

Él le había cogido las manos y le besaba la punta de las uñas balbuceando:

—Christiane… Christiane… tómeme… máteme… ¡La amo, Christiane…!

Lo sentía temblar, estremecerse a sus pies. Ahora le besaba las rodillas, con el pecho lleno de hondos sollozos. Temió que se volviera loco y se puso en pie para salir huyendo. Pero él se había levantado más deprisa y la había tomado en sus brazos, arrojándose sobre sus labios.

Entonces, sin dar un grito, sin rebelarse, sin resistirse, se dejó caer en la hierba, como si aquella caricia, al quebrantar su voluntad, le hubiese partido el espinazo. Y él la hizo suya con tanta facilidad como si cogiera una fruta madura.

Pero apenas hubo aflojado los brazos, ella se incorporó y escapó, espantada, tiritando y aterida de pronto, como si acabara de caerse al agua. Él la alcanzó en unas cuantas zancadas y la tomó por el brazo susurrando: «¡Christiane, Christiane!… cuidado con su padre».

Ella siguió andando sin contestar, sin mirar atrás; caminaba en línea recta, con paso torpe y vacilante. Él la seguía ahora sin atreverse a dirigirle la palabra.

En cuanto el marqués los vio, se puso de pie:

—Vamos, vamos —dijo—, que ya estaba empezando a quedarme frío. Estas cosas son muy bonitas, pero no son nada buenas para el tratamiento.

Christiane se apretujaba contra su padre como para pedirle protección y refugiarse en su ternura.

Nada más llegar a su habitación, se desnudó en pocos segundos y se hundió en la cama, tapándose la cabeza con las sábanas; luego lloró. Lloró, con la cara metida en la almohada, mucho rato, mucho, inerte, anonadada. No pensaba, no sufría, no se arrepentía. Lloraba sin pensar, sin reflexionar, sin saber por qué. Lloraba por instinto, como se canta cuando se está alegre. Al fin, cuando la agotó el llanto, agobiada, dolorida por los prolongados sollozos, la adormecieron el cansancio y la fatiga.

La despertaron unos golpecitos en la puerta de su dormitorio, que daba al salón. Era pleno día, las nueve de la mañana. «¡Adelante!», gritó. Y apareció su marido, alegre, animado, tocado con gorra de viaje y, al costado, un bolsito para el dinero que llevaba siempre en los desplazamientos.

Exclamó:

—¡Pero, cómo, querida, todavía durmiendo! ¿Te he despertado? ¡Claro! Llego sin avisar. Espero que estés bien. En París hace un tiempo estupendo.

Se quitó la gorra y se acercó para darle un beso.

Ella se iba pegando a la pared, invadida por un temor loco, un temor nervioso hacia aquel hombrecillo sonrosado y satisfecho que le acercaba los labios.

Luego, de súbito, le presentó la frente cerrando los ojos. Él le dio un apacible beso y le preguntó:

—¿Me permites que me lave un poco en tu cuarto de aseo? Como no me esperaban hoy, no me han preparado la habitación.

Ella balbuceó:

—Desde luego.

Y él se metió por una puerta que estaba a los pies de la cama. Lo oía moverse, chapotear, silbar; luego dijo a voces:

—¿Qué hay por aquí? Yo traigo noticias muy buenas. Los resultados del análisis del agua son inesperados. Podremos curar tres enfermedades más que en Royat por lo menos. ¡Es estupendo!

Ella se había sentado en la cama, ahogándose; se le iba la cabeza con aquel regreso inesperado que la golpeaba como un dolor y la oprimía como un remordimiento. Él volvió, alegre, oliendo mucho a verbena. Entonces se sentó con familiaridad a los pies de la cama y preguntó:

—¿Y el paralítico? ¿Qué tal va? ¿Ha empezado a andar? ¡Es imposible que no se cure con todo lo que hemos encontrado en el agua!

Ella llevaba varios días sin acordarse del paralítico, y balbuceó:

—Pues… creo… me parece que va mejorando… pero esta semana no lo he visto… no… no me encuentro muy bien…

Él la miró con interés y siguió diciendo:

—Es verdad que estás un poco pálida… Por cierto, que te sienta muy bien… Estás encantadora así… no se puede estar más encantadora…

Se aproximó, se inclinó hacia ella y quiso meter un brazo en la cama y pasárselo por la cintura.

Pero ella retrocedió con tal ademán de terror que se quedó estupefacto, con las manos y la boca tendidas. Luego preguntó:

—¿Qué te pasa? ¡Es que ya no se te puede ni tocar! Te aseguro que no pretendo hacerte daño…

Y se le iba acercando, acuciante, con un repentino deseo brillándole en los ojos.

Entonces ella balbuceó:

—No… déjame… déjame… Es que… es que… creo… ¡creo que estoy embarazada!

Lo había dicho trastornada por la angustia, sin pensar, para evitar su contacto, igual que habría dicho: «Tengo la lepra, o la peste».

Él palideció a su vez, turbado por una honda alegría; y se limitó a murmurar: «¡Ya!». Ahora sentía deseos de besarla despacio, con dulzura, tiernamente, como un padre dichoso y agradecido. Luego lo asaltó una inquietud:

—¿Será posible?… ¿Cómo?… ¿Tú crees?… ¿Tan pronto?…

Ella contestó:

—Sí… ¡sí que es posible!… ¡qué día más estupendo!

Entonces él se puso en pie de un brinco y exclamó frotándose las manos:

—Por vida de… por vida de…

Estaban llamando otra vez a la puerta. Andermatt fue a abrir y una camarera le dijo:

—El doctor Latonne querría hablar enseguida con el señor.

—Muy bien. Páselo al salón, ahora mismo voy.

Regresó a la habitación de al lado. El doctor apareció en el acto. Tenía un rostro solemne, un porte comedido y frío. Saludó, estrechó brevemente la mano que, un poco sorprendido, le tendía el banquero, se sentó y se explicó con el mismo tono de un testigo en un lance de honor:

—Me sucede, querido señor, algo muy desagradable, de lo que tengo que informarlo para explicarle mi conducta. Cuando me hizo usted el honor de encomendarme a su esposa, acudí inmediatamente; ahora bien, al parecer, unos minutos antes que yo, mi colega, el inspector médico, que sin duda le inspira mayor confianza a la señora Andermatt, había acudido al ser requerido por el señor marqués de Ravenel. De ello ha resultado que, al llegar el segundo, parece como si le hubiera arrebatado con malas artes al doctor Bonnefille una clienta que ya era suya, parece como si hubiera cometido una acción poco delicada, indecorosa, incalificable entre colegas. Ahora bien, señor mío, en el ejercicio de nuestro arte hay que usar de unas precauciones y de un tacto fuera de lo común para evitar cualquier roce que podría acarrear graves consecuencias. El doctor Bonnefille, enterado de mi visita a estas habitaciones, creyéndome culpable de tal falta de delicadeza, pues, en efecto, las apariencias estaban en mi contra, lo ha comentado con palabras tales que, si no fuera por su edad, me habría visto obligado a exigirle cuentas. Sólo me queda una cosa por hacer para dejar bien clara mi inocencia ante él y ante todo el cuerpo médico de la comarca, y es, lamentándolo mucho, dejar de atender a su esposa y divulgar la realidad de este asunto, rogándole que acepte mis disculpas.

Andermatt contestó muy violento:

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