Mont Oriol (5 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Se veía gente que corría por la carretera hacia el pueblo. Ahora le tocó al marqués preguntarse: «¿Qué les pasa?». Y Andermatt no pudo contenerse más y empezó a bajar la cuesta.

Gontran, desde abajo, los llamó por señas.

Paul Brétigny preguntó:

—¿Quiere apoyarse en mi brazo, señora?

Tomó aquel brazo que notaba tan resistente como el hierro; y, al resbalársele los pies en la hierba recalentada, se apoyó en él como habría hecho en una barandilla, con total confianza. Gontran, que acudía a su encuentro, iba gritando:

—Es un manantial. ¡La explosión ha hecho brotar un manantial!

Se mezclaron con la muchedumbre. Entonces, los dos jóvenes, Paul y Gontran, se pusieron en cabeza, apartaron a empujones a los curiosos, y, sin preocuparse por las protestas, les abrieron camino a Christiane y a su padre.

Caminaban entre un caos de piedras puntiagudas, destrozadas, negras de pólvora; y llegaron ante un hoyo lleno de agua fangosa que salía a borbotones y corría hacia el río a través de los pies de los curiosos. Andermatt ya estaba allí, pues había cruzado por entre el público utilizando insinuantes procedimientos que, a lo que decía Gontran, le eran propios, y miraba con profunda atención cómo manaba del suelo y huía aquella agua.

El doctor Honorat, de pie frente a él, al otro lado del hoyo, la miraba también, con fastidiado asombro. Andermatt le dijo:

—Habría que probarla, a lo mejor también es mineral.

El médico respondió:

—Seguro que es mineral. Aquí todas las aguas son minerales. Dentro de poco, habrá más manantiales que enfermos.

Su interlocutor siguió diciendo:

—Pero habrá que probarla.

El médico no tenía mayor empeño:

—Al menos, habría que esperar a que se aclarara.

Todos querían mirar. Los que estaban en segunda fila empujaban a los primeros hasta hacerlos meterse en el barro. Un niño se cayó en él, y la gente se rió.

Los Oriol, padre e hijo, estaban allí, contemplando muy serios aquel acontecimiento inesperado, y aún no sabían si les tenía que parecer bien o mal. El padre era enjuto, de cuerpo alto y flaco y cara huesuda, una cara seria y afeitada de campesino; y el hijo, aún más alto, un gigante, flaco también y con bigote, semejaba, al tiempo, un soldado y un viñador.

Los borbotones del agua parecía que iban a más, el flujo crecía, y empezaba a estar más clara.

La gente se movió y apareció el doctor Latonne con un vaso en la mano. Estaba sudoroso y jadeante y se quedó aterrado al ver a su colega, el doctor Honorat, con un pie puesto en el borde del nuevo manantial como un general que ha entrado el primero en una plaza.

Preguntó sin resuello:

—¿La ha probado usted?

—No, estoy esperando a que se limpie.

Entonces el doctor Latonne sumergió el vaso y bebió con ese aire trascendente que adoptan los expertos para probar el vino. Luego declaró: «¡Excelente!», cosa que no lo comprometía, y, alargándole el vaso a su rival, dijo: «¿Quiere?».

Pero al doctor Honorat estaba claro que no le gustaban las aguas minerales, pues contestó sonriente:

—¡Gracias! Basta con que a usted le haya parecido bien. Ya conozco el sabor.

Conocía el sabor de todas y también sabía apreciarlas, pero de otra manera. Luego se dirigió al tío Oriol:

—¡Ni punto de comparación con ese vino suyo tan bueno! El viejo se sintió halagado.

Christiane ya había visto todo lo que tenía que ver y quiso irse. Su hermano y Paul le abrieron camino de nuevo por entre el gentío. Iba detrás de ellos, apoyada en el brazo de su padre. De repente, se resbaló, estuvo a punto de caerse, y, al mirar a sus pies, se dio cuenta de que había pisado un trozo de carne ensangrentada, cubierta de pelo negro y pegajosa de barro; era un resto del gozquecillo, despedazado por la explosión y pisoteado por la muchedumbre.

Le faltó el aire, tan conmocionada que no pudo contener las lágrimas. Murmuraba secándose los ojos con el pañuelo: «¡Pobre animalito, pobre animalito!». Ya no quería que le dijeran nada, quería volver al hotel, encerrarse. Aquel día que había empezado tan bien, acababa mal para ella. ¿Sería acaso un presagio? Tenía el corazón oprimido y le latía con fuerza.

Ahora estaban ellos solos en la carretera, y vieron que se les acercaban un sombrero alto y dos faldones de levita que se movían como dos alas negras. Era el doctor Bonnefille, que se había enterado el último, y que acudía con un vaso en la mano, igual que el doctor Latonne.

Se paró al divisar al marqués.

—¿Qué sucede, señor marqués?… ¿Qué me dicen?… ¿Un manantial?… ¿Un manantial mineral?…

—Pues sí, querido doctor.

—¿Abundante?

—Desde luego.

—Y… ¿ya han… ya han llegado?

Gontran contestó muy serio:

—Efectivamente, y el doctor Latonne incluso lo ha analizado ya.

Entonces el doctor Bonnefille echó a correr de nuevo, mientras que Christiane, algo distraída y animada por la cara que había puesto, decía:

—Pues no, no me vuelvo al hotel, vamos a sentarnos en el parque.

Andermatt se había quedado en el manantial mirando correr el agua.

III

Aquella noche estuvo muy animada la mesa redonda del Splendid Hotel. El tema del peñasco y del manantial daba mucho que hablar. No había demasiados comensales, sin embargo, unos veinte en total, personas que solían ser taciturnas y pacíficas, enfermos que, tras haber probado inútilmente todas las aguas conocidas, tanteaban ahora las estaciones termales nuevas. En el extremo que ocupaban los Ravenel y los Andermatt estaban también los Monécu, un hombrecillo muy blanco, junto con su hija, una muchacha alta y palidísima que, a veces, se levantaba durante la comida y se iba dejando a medias el plato, el obeso señor Aubry-Pasteur, el ingeniero retirado, los Chaufour, un matrimonio de luto al que se veía durante todo el día, por los paseos del parque, detrás de un cochecito en el que iba su hijo tullido, y las señoras Paille, madre e hija, ambas viudas, altas, tan orondas por delante como por detrás: «Convenceos —decía Gontran— de que se han comido a sus maridos, y por eso padecen del estómago».

Ya que de lo que venían a tratarse era, efectivamente, de una dolencia de estómago.

Algo más allá, un hombre muy encarnado, color ladrillo, el señor Riquier, también tenía malas digestiones; y a continuación se sentaban más personas, anodinas todas ellas, viajeros mudos de ésos que entran con paso sordo, la mujer delante, el marido detrás, en el comedor de los hoteles, saludan nada más cruzar la puerta y se acercan a sus sillas con aire tímido y modesto.

El otro extremo de la mesa estaba completamente vacío, aunque estuvieran en su sitio los platos y los cubiertos en previsión de futuros comensales.

Andermatt hablaba por los codos. Se había pasado la tarde charlando con el doctor Latonne y, según hablaba, al tiempo que las palabras, iba dejando caer grandes proyectos relacionados con Enval.

El doctor le había enumerado, con fogosa convicción, los sorprendentes méritos de su agua, muy superior a la de Châtel-Guyon, que estaba, sin embargo, indiscutiblemente de moda desde hacía dos años.

Así que a la derecha estaba el pueblucho aquel de Royat, rebosante de prosperidad y éxito, y a la izquierda, el pueblucho ese de Châtel-Guyon, muy en boga desde hacía poco. ¡En qué no podría convertirse Enval si alguien supiera organizarlo!

Le decía al ingeniero:

—Sí, señor mío, ahí está el quid, en saber organizarlo. Todo es cuestión de maña, de tacto, de sentido de la oportunidad y de audacia. Para crear una ciudad termal, hay que saber lanzarla, y se acabó. Y, para lanzarla, hay que implicar en el asunto a los médicos importantes de París. Yo, señor mío, siempre tengo éxito en todo lo que me propongo porque voy siempre a lo práctico, que es lo único que debe decidir el éxito en cada caso concreto del que me ocupo, y mientras no tengo claro qué es lo práctico, no hago nada, me quedo a la expectativa. No basta con tener agua, hay que conseguir que alguien la beba; y para que alguien la beba, no basta con que uno se ponga a decir a voces en los periódicos y en otros lugares que es un agua sin rival. Hay que conseguir que lo digan bajito los únicos hombres que pueden influir en el público de bebedores, en el público de enfermos, que es de quien dependemos, en el público particularmente crédulo que paga las medicinas: los médicos. Al tribunal sólo se le puede hablar por boca de los hombres de ley, porque sólo los atiende a ellos, sólo los comprende a ellos. Al enfermo sólo se le puede hablar por boca de los médicos, sólo los escucha a ellos.

El marqués, que era un gran admirador del enorme sentido práctico, siempre atinado, de su yerno, exclamó:

—¡Ay, qué cierto es eso! Y es que usted, querido yerno, es único para dar en el clavo.

Andermatt, animadísimo, siguió diciendo:

—Aquí se podría hacer una fortuna. La zona es preciosa, el clima, excelente. Sólo hay una cosa que me preocupa: ¿tendríamos bastante agua para un balneario grande? Porque las cosas que se hacen a medias nunca salen bien. Necesitaríamos un balneario grande, y mucha agua, por lo tanto, bastante agua para llenar doscientas bañeras a un tiempo, con una corriente rápida y continua; y el manantial nuevo, unido al antiguo, no podría llenar ni cincuenta, diga lo que diga el doctor Latonne…

El señor Aubry-Pasteur lo interrumpió:

—¡Huy! Agua le doy yo toda la que quiera.

Andermatt se quedó pasmado:

—¿Usted?

—Sí, yo. Ya veo que le extraña. Me explico. El año pasado, por esta misma época, estaba aquí, como este año; porque a mí me sientan muy bien los baños de Enval. Y una mañana estaba descansando en mi cuarto y en éstas se me presenta un señor gordo. Era el presidente del consejo de administración del balneario. Estaba muy preocupado, y le voy a decir los motivos. El manantial Bonnefille estaba tan bajo que se temía que se secara del todo. Sabiendo que yo soy ingeniero de minas, venía a preguntarme si no podría hallar un medio de salvar la inversión.

»Así que me puse a estudiar el sistema geológico de la comarca. Ya saben que en cada zona los primitivos cataclismos provocaron perturbaciones diversas y diferente estado de los terrenos.

»Se trataba, pues, de descubrir de dónde venía el agua mineral, por qué grietas, qué dirección seguían esas grietas, cuál era su origen y su naturaleza.

»Lo primero que hice fue recorrer atentamente el balneario, y, al ver en un rincón la tubería vieja de una bañera que ya no se usaba, me fijé en que estaba casi completamente obstruida por la cal. Por lo tanto, el agua, al depositar las sales que contenía en las paredes de los conductos, los obturaba al cabo de poco tiempo. Era inevitable que sucediera lo mismo en los conductos naturales del terreno, ya que éste es granítico. Así que el manantial Bonnefille estaba obturado. Eso es todo.

»Había que recuperarlo más lejos. Todo el mundo lo habría buscado más arriba del primitivo punto de salida. Yo, tras un mes de estudios, de observaciones y de razonamientos, lo busqué y lo encontré cincuenta metros más abajo. Y le voy a explicar por qué.

»Hace un rato, le decía que era necesario determinar antes de nada el origen, la naturaleza y la dirección de las grietas del granito por las que llega el agua. Me resultó fácil comprobar que esas grietas iban de la llanura hacia la montaña, y no de la montaña hacia la llanura, siguiendo una inclinación similar a la de un tejado, debida seguramente a un derrumbamiento de dicha llanura, que arrastró, al desplomarse, los primeros contrafuertes de los montes. El agua, por lo tanto, en vez de bajar, subía por entre cada rendija de las capas graníticas. Y así descubrí la causa de aquel fenómeno imprevisto.

»Antaño, la Limagne, esa dilatada extensión de terrenos arenosos y arcillosos, cuyos límites apenas se divisan, se encontraba al nivel de la primera meseta de los montes; pero, como consecuencia de la constitución geológica del subsuelo, fue bajando y arrastró hacia sí el borde de la montaña, tal y como se lo expliqué hace un momento. Y este gigantesco hundimiento provocó, en el punto preciso de separación de las tierras y el granito, un inmenso dique de arcilla, profundísimo e impenetrable para los líquidos.

»Lo que pasa es, pues, lo siguiente:

»El agua mineral viene de los focos de los antiguos volcanes. La que llega desde muy lejos se enfría por el camino y brota helada como los manantiales corrientes; la que llega de los focos más próximos sale aún caliente, con más o menos grados según a qué distancia se halle la fuente de calor. Y he aquí el camino que sigue: baja a profundidades desconocidas, hasta que se encuentra con el dique de arcilla de la Limagne. Como no puede cruzarlo y está sometida a grandes presiones, busca una salida. Entonces se topa con los resquicios del granito, se mete por ellos y por ellos sube hasta que afloran, y, recuperando la primitiva dirección, vuelve a correr hacia el llano por el lecho habitual de los arroyos. Añadiré que no vemos ni la centésima parte de las aguas minerales de estos valles. Sólo descubrimos aquéllas cuyo punto de salida no queda oculto. En cuanto a las demás, al llegar al borde de las grietas graníticas bajo una espesa capa de tierra vegetal y de cultivo, se pierden por entre estas tierras, que las absorben.

»De todo esto, saco las siguientes conclusiones: 1º Que, para tener agua, basta con buscarla siguiendo la inclinación y la dirección de las capas superpuestas de granito.

»2º Que, para conservarla, basta con impedir que se obstruyan las grietas con los depósitos de cal, es decir, con ocuparse del mantenimiento de los pequeños pozos artificiales que hay que perforar.

»3º Que, para robarle el manantial al vecino, hay que hacerse con él mediante un sondeo que alcance la misma grieta del granito cuesta abajo y no cuesta arriba, eso sí, a condición de hacerlo más acá del dique de arcilla que obliga a las aguas a subir.

»Desde este punto de vista, el manantial que hemos descubierto hoy tiene una situación admirable, a unos metros nada más del dique. Si alguien quisiera crear un nuevo balneario, ahí sería donde habría que colocarlo.

Cuando hubo acabado de hablar, se hizo el silencio.

Andermatt, encantado, se limitó a decir:

—¡Hay que ver! En cuanto se mira entre bastidores, todo el misterio desaparece. No tiene usted precio, señor Aubry-Pasteur.

Además de él, los únicos que habían entendido algo eran el marqués y Paul Brétigny. Y el único que no había escuchado era Gontran. Los demás, con los oídos y los ojos pendientes de la boca del ingeniero, estaban pasmados de asombro. Las señoras Paille, sobre todo, que eran muy pías, se estaban preguntando si aquella explicación de un fenómeno ordenado por Dios y ejecutado según sus misteriosos designios no sería un poco irreverente. La madre se creyó obligada a decir: «La Providencia nos reserva grandes sorpresas». Unas señoras que estaban en el centro de la mesa aprobaron con la cabeza, pues también a ellas las desasosegaba haber escuchado aquellas incomprensibles palabras.

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