El señor Riquier, el hombre color ladrillo, declaró:
—Pues las aguas de Enval vendrán de los volcanes o de la luna, pero llevo diez días tomándolas y todavía no he notado nada.
El señor y la señora Chaufour protestaron en nombre de su hijo que ya estaba empezando a mover la pierna derecha, cosa que no le había pasado en seis años que llevaban tratándolo.
Riquier replicó:
—Eso demuestra que no tenemos la misma enfermedad, qué caray, pero no demuestra que el agua de Enval cure las dolencias de estómago.
Parecía furioso, exasperado por aquel nuevo intento fallido.
Pero el señor Monécu tomó también la palabra en nombre de su hija y aseguró que, desde hacía ocho días, ésta comenzaba a tolerar los alimentos sin tener que irse sistemáticamente de la mesa a media comida.
Y la muchacha se ruborizó metiendo la nariz en el plato. También las señoras Paille se encontraban mejor.
Entonces Riquier se enfadó y dijo volviéndose bruscamente hacia ambas mujeres:
—¿Ustedes padecen del estómago, señoras?
Éstas respondieron al tiempo:
—Pues claro, caballero, no digerimos nada.
El señor Riquier estuvo a punto de levantarse violentamente de la silla tartamudeando:
—Que ustedes… que ustedes… ¡Pero si basta con mirarlas! ¿Qué ustedes padecen del estómago, señoras? Lo que pasa es que comen demasiado.
La señora Paille madre replicó furiosa:
—Lo que está claro, caballero, es que usted tiene todo el carácter de los personas que están perdidas del estómago. Con razón se dice que quien tiene buen estómago tiene buen carácter.
Una anciana muy flaca, que nadie sabía cómo se llamaba, dijo muy segura de sí misma:
—Yo creo que a todo el mundo le sentarían mejor las aguas de Enval si el cocinero del hotel se acordara de vez en cuando de que guisa para unos enfermos. La verdad es que nos da de comer unas cosas que no hay quien las digiera.
Y de pronto todos los comensales se pusieron de acuerdo. Cundió la indignación contra el hostelero que les servía langosta, embutidos, anguila tártara, coles, sí, coles y salchichas, todos los alimentos más indigestos del mundo a aquellas personas a quienes los tres doctores: Bonnefille, Latonne y Honorat, mandaban que comieran exclusivamente carnes blancas, magras y tiernas, verduras y productos lácteos.
Riquier temblaba de ira:
—¿Acaso no deberían vigilar los médicos las comidas de las estaciones termales, sin dejar que sea un borrico quien tome decisiones tan importantes como la de la alimentación? Porque es que todos los días nos dan de entremeses huevos duros, anchoas y jamón…
El señor Monécu lo interrumpió:
—Usted perdone. Mi hija lo único que digiere bien es el jamón. Y además, se lo han recetado Mas-Roussel y Rémusot.
Riquier dijo a voces:
—¡El jamón! ¡El jamón! Pero si es un veneno, caballero.
De pronto, la mesa se vio dividida en dos clanes, los que toleraban el jamón y los que no lo toleraban.
Y empezó una discusión interminable, que se repetía a diario, acerca de la clasificación de los alimentos.
Incluso a favor y en contra de la leche hubo exaltadas opiniones. Riquier no podía tomar ni un vasito de los de burdeos sin empacharse en el acto.
Aubry-Pasteur le contestó, irritándose a su vez porque se estaban poniendo en tela de juicio las virtudes de las cosas que a él lo entusiasmaban:
—Pero, por los clavos de Cristo, caballero, si usted padece dispepsia y yo gastralgia, tendremos que comer cosas tan diferentes como los cristales de gafas que necesitan los miopes y los présbitas, aunque ambos anden mal de la vista.
Y añadió:
—A mí me dan ahogos cuando bebo un vaso de vino tinto, y creo que para el hombre no hay nada peor que el vino. Todos los que beben agua viven cien años, mientras que nosotros…
Gontran intervino risueño:
—La verdad es que sin el vino y sin… el matrimonio, la vida me parecería bastante monótona.
Las señoras Paille bajaron la vista. Bebían grandes cantidades de burdeos superior, sin agua; y su doble viudez parecía indicar que les habían aplicado el mismo criterio a sus maridos, pues la hija tenía veintidós años y la madre apenas cuarenta.
Pero Andermatt, que solía ser tan charlatán, permanecía taciturno y pensativo. De repente, le preguntó a Gontran:
—¿Sabe usted dónde viven los Oriol?
—Sí, me indicaron la casa antes.
—¿Podría acompañarme después de cenar?
—Por supuesto. Y además, me alegro de ir con usted. No me importaría volver a ver a las dos niñas.
Se fueron nada más cenar, mientras que Christiane, que estaba cansada, el marqués y Paul Brétigny subían al salón para acabar la velada.
Todavía era pleno día, pues en las estaciones termales se cena pronto.
Andermatt se cogió del brazo de su cuñado.
—Querido Gontran, si el viejo se aviene a razones y el análisis da lo que espera el doctor Latonne, me parece que me voy a arriesgar aquí a un negocio de gran envergadura: una Ciudad Termal. ¡Quiero lanzar una Ciudad Termal!
Se paró en medio de la calle y agarró a su acompañante por las solapas:
—¡Ay! Usted y los que son como usted no comprenden lo divertidos que son los negocios. No los negocios de los tenderos o de los comerciantes, sino los grandes negocios, los nuestros. Sí, querido Gontran, cuando se los sabe entender, en ellos se condensa todo lo que a los hombres les ha gustado siempre, son al mismo tiempo la política, la guerra, la diplomacia, ¡todo, todo! Hay que estar continuamente investigando, haciendo hallazgos, inventando, entendiéndolo todo, previéndolo todo, combinándolo todo, atreviéndose a todo. El gran combate de hoy en día se libra con el dinero. A mí las monedas de cinco francos me parecen soldaditos con pantalones rojos; las de veinte, tenientes muy repulidos; los billetes de cien francos, capitanes, y los de mil, generales. Y yo lucho, caramba, lucho desde por la mañana hasta por la noche contra todo el mundo, con todo el mundo. Y eso es vivir. Eso es vivir a lo grande, como vivían los poderosos de antaño. ¡Somos los poderosos de hoy en día, eso es, los verdaderos, los únicos poderosos! Mire, fíjese en este pueblo, en este pueblucho. Yo lo convertiré en una ciudad, en una ciudad blanca, llena de grandes hoteles que estarán llenos de gente, con ascensores, criados, coches, una muchedumbre de ricos servida por una muchedumbre de pobres. ¡Y todo porque una noche se me antojó pelearme con Royat, que está a la derecha, con Châtel-Guyon, que está a la izquierda, con el Mont-Dore, La Bourboule, Châteauneuf, Saint-Nectaire, que están detrás, con Vichy, que está enfrente! Y triunfaré, porque poseo el medio, el único medio. Lo he visto de repente con la misma claridad con que un gran general ve el punto flaco del enemigo. En nuestro oficio, hay que saber también conducir a los hombres, y entusiasmarlos, y domarlos. ¡Cristo! ¡Qué divertido es vivir cuando se pueden hacer cosas de éstas! Tengo por delante, con mi ciudad, diversión para tres años. Y además, fíjese, ¡vaya suerte haber coincidido con este ingeniero que nos ha contado cosas admirables durante la cena!, cosas admirables, querido cuñado. Su sistema está claro como la luz del día. Gracias a él, arruinaré a la sociedad antigua, sin tener ni que comprarla.
Había echado a andar de nuevo, y subían despacio, por la carretera de la izquierda, hacia Châtel-Guyon.
Gontran afirmaba algunas veces: «Cuando paso cerca de mi cuñado, le oigo perfectamente en la cabeza el mismo ruido que en las salas de Montecarlo, ese ruido de oro removido, mezclado, arrastrado, barrido, perdido, ganado».
Era cierto que Andermatt recordaba a alguna extraña maquinaria humana construida sólo para calcular, mover, manipular dinero con la mente. Estaba, además, muy ufano de esa especial habilidad suya, y se jactaba de que podía evaluar a la primera ojeada el valor exacto de cualquier cosa. Así que se lo veía continuamente, estuviera donde estuviera, tomar un objeto, examinarlo, darle vueltas y declarar: «Vale tanto». Su mujer y su cuñado, a los que divertía aquella manía, se entretenían en engañarlo, en presentarle muebles estrafalarios pidiéndole que los tasara; y, cuando se quedaba perplejo ante sus inverosímiles hallazgos, se reían ambos como locos. A veces, también, en París, por la calle, Gontran lo hacía pararse ante una tienda, lo obligaba a calcular el valor de todo un escaparate, o del penco que tiraba de un coche de punto, o también de un camión de mudanzas con todos los muebles que transportaba.
Una noche que había una cena de gala en casa de su hermana, intimó, en la mesa, a William a que le dijera lo que podía valer más o menos el obelisco; luego, cuando el otro hubo dado una cifra cualquiera, le preguntó lo mismo refiriéndose al puente de Solferino y al Arco de Triunfo de la Estrella. Y terminó diciendo, muy serio: «podría usted hacer un trabajo muy interesante sobre la evaluación de los principales monumentos de la Tierra».
Andermatt no se molestaba nunca y se prestaba a todas aquellas bromas, como hombre superior y seguro de sí mismo. Al preguntarle Gontran un día: «Y yo, ¿cuánto valgo?», William se negó a contestarle; luego, al insistir su cuñado, que no paraba de repetir: «A ver, si me secuestraran unos bandoleros, ¿qué daría usted por mi rescate?», acabó por contestar: «Bueno… pues… les daría un pagaré, querido cuñado». Y su sonrisa era tan elocuente que su interlocutor, algo molesto, no siguió insistiendo.
A Andermatt, por otra parte, le gustaban los bibelots artísticos, pues tenía un gusto infalible, entendía mucho y los coleccionaba hábilmente, con ese olfato de perro de caza que ponía en todas las transacciones comerciales.
Habían llegado ante una casa de aspecto burgués. Gontran lo hizo detenerse y le dijo: «Es aquí».
Una aldaba de hierro colgaba de una pesada puerta de roble; llamaron y acudió a abrirles una criada flaca.
El banquero preguntó:
—¿El señor Oriol?
La mujer dijo:
—Pasen ustedes.
Entraron en una cocina, una cocina amplia de casa de labranza, donde aún ardía el rescoldo bajo una olla; luego los hicieron pasar a otra habitación donde estaba reunida la familia Oriol. El padre dormía, arrellanado en una silla y con los pies en otra. El hijo, con los dos codos encima de la mesa, leía
Le Petit Joumal
con esa exacerbada atención propia de las mentes débiles e incapaces de concentración, y las dos hijas, en el hueco de la ventana, trabajaban en el mismo cañamazo, que estaba empezado por ambos lados.
Fueron las primeras en ponerse de pie, a la vez, estupefactas por aquella inesperada visita; luego Jacques levantó la cabeza, con el rostro congestionado por el esfuerzo mental; por fin, el tío Oriol se despertó y recogió, una tras otra, las largas piernas estiradas encima de la segunda silla.
La habitación encalada y enlosada no tenía más muebles que unas sillas de paja, una cómoda de caoba, cuatro estampas de Épinal enmarcadas y unas grandes cortinas blancas.
Todo el mundo se miraba, y la criada, con la falda arremangada hasta las rodillas, esperaba en el quicio de la puerta inmovilizada por la curiosidad.
Andermatt se presentó, dijo su apellido, presentó a su cuñado, el conde de Ravenel, les hizo una profunda y elegantísima reverencia a las jóvenes, y luego se sentó tranquilamente mientras añadía:
—Señor Oriol, vengo a hablar de negocios con usted. Además, no pienso andarme con rodeos. Se trata de lo siguiente. Hace unas horas ha descubierto usted un manantial en su viñedo. Dentro de unos días, analizarán esa agua. Si no vale nada, no hay nada de lo dicho, por supuesto; si, por el contrario, el resultado es el que yo espero, le propongo comprarle ese campo y todos los de alrededor.
»Piense en lo siguiente: nadie que no sea yo podrá hacerle una oferta semejante. ¡Nadie! La antigua Sociedad está al borde de la quiebra; por tanto, no se le va a ocurrir construir un nuevo balneario, y el fracaso de esa empresa no alentará otros intentos.
»No me conteste nada ahora, consulte con su familia. Cuando se conozcan los resultados del análisis, me dice usted su precio. Si me conviene, diré que sí, si no me conviene, diré que no y me marcharé. Yo no regateo nunca.
El campesino, hombre de negocios a su manera, y más listo que nadie, contestó, muy fino, que ya vería, que se sentía muy honrado, que se lo pensaría, y ofreció un vaso de vino.
Andermatt aceptó, y, como estaba cayendo la tarde, Oriol les dijo a sus hijas, que habían seguido con la labor clavando la mirada en ésta:
—Traed luz,
chiquitash
.
Se levantaron las dos juntas, pasaron a la habitación contigua, y volvieron, una, con dos velas encendidas, la otra, no con cuatro copas sino con cuatro vasos, vasos de pobre. Las velas eran nuevas, con arandelas de papel rosa; debían de estar de adorno en la chimenea de las jovencitas.
Entonces Coloso se puso de pie, pues sólo los varones bajaban a la bodega.
A Andermatt se le ocurrió una idea.
—Me agradaría ver su bodega. Es usted el primer viticultor de la comarca, debe de ser espléndida.
A Oriol le llegó al alma la petición y le faltó tiempo para acompañarlos. Cogiendo una de las velas, pasó delante. Cruzaron de nuevo la cocina, luego bajaron a un patio donde la última claridad del día permitía adivinar cubas vacías puestas de pie, gigantescas muelas de granito arrinconadas, con un agujero en medio, semejantes a las ruedas de algún colosal carro de antaño, una prensa desmontada, con sus tornillos de madera y sus miembros pardos relucientes por el desgaste, que lanzaban súbitos destellos, desde la sombra, al reflejar la luz, luego herramientas de trabajo, cuyo acero, pulimentado por la tierra, brillaba como si fueran armas de guerra. Todas aquellas cosas se iban iluminando gradualmente, según pasaba el viejo por delante de ellas con una vela en la mano y haciendo reflector con la otra.
Ya olía a vino, a uvas pisadas y secas. Llegaron ante una puerta cerrada con dos cerraduras. Oriol la abrió y alzando la vela de pronto por encima de su cabeza, mostró de forma vaga una larga hilera de barricas que soportaban sobre el panzudo flanco una segunda fila de barriles más pequeños. Mostró primero que aquel sótano a ras del suelo se internaba en la montaña, luego explicó qué había en cada recipiente, las edades, las cosechas, los méritos, luego, cuando llegaron ante la cosecha reservada a la familia, acarició con la mano la pipa como se acaricia la grupa de un caballo al que se quiere mucho, y dijo con voz ufana: