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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (3 page)

BOOK: Mont Oriol
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Le explicó que a la raza judía le había llegado ya la hora de las venganzas, que era una raza oprimida, como el pueblo francés antes de la Revolución, y que ahora oprimiría a las demás razas con el poder del oro. El marqués, que no tenía creencias religiosas pero estaba convencido de que la idea de Dios era sólo una idea legisladora, con mayor fuerza para sujetar a los necios, los ignorantes y los timoratos que la simple idea de Justicia, sentía por los dogmas una respetuosa indiferencia y confundía en una estima pareja y sincera a Confucio, Mahoma y Jesucristo. El hecho de haber crucificado a este último no le parecía, pues, en absoluto una tara original sino una gran torpeza política. Bastaron, por lo tanto, pocas semanas para conseguir que admirara el trabajo soterrado, incesante, todopoderoso de los judíos doquier perseguidos. Y, al mirar de repente desde otra perspectiva el clamoroso éxito de éstos, lo consideró de pronto como una justa reparación por la prolongada humillación que habían sufrido. Los vio como amos de los reyes, que son amos de los pueblos, sosteniendo los tronos o permitiendo que se hundieran, con poder para llevar a la quiebra a una nación como si de una taberna se tratara, los vio altaneros ante príncipes que se vuelven humildes, los vio arrojando su oro impuro en las entreabiertas arcas de los soberanos más católicos, que se lo agradecían con títulos nobiliarios y líneas de ferrocarriles.

Y accedió al matrimonio de William Andermatt con Christiane de Ravenel.

Y ella, bajo la insensible presión de la señora Icardon, antigua compañera de su madre que se había convertido en su consejera íntima desde la muerte de la marquesa, presión que se sumaba a la de su padre, y ante la indiferencia interesada de su hermano, accedió a casarse con aquel muchacho robusto y acaudalado, que no era feo pero que casi no le gustaba, igual que habría accedido a pasar el verano en una comarca poco agradable.

Ahora le parecía un buenazo, atento, listo, cariñoso en la intimidad, pero se burlaba de él a menudo con Gontran, que era pérfido con aquéllos a quienes tenía algo que agradecer.

Su hermano le decía:

—Tu marido está más sonrosado y más calvo que nunca. Parece una flor enferma o un cochinillo afeitado. ¿De dónde saca esos colores?

Ella le contestaba:

—Te aseguro que no tengo arte ni parte. Hay días en que me dan ganas de pegarlo en una bombonera.

Pero estaban llegando al balneario.

Había dos hombres sentados en sendas sillas de paja, con la espalda contra la pared y fumando en pipa, cada uno a un lado de la puerta.

Gontran dijo:

—Ahí tienes dos individuos curiosos. Fíjate en el de la izquierda, el jorobado que lleva un gorro de algodón. Es el tío Printemps, que antes era carcelero en Riom y se ha convertido en guardián y casi en director del balneario de Enval. No ha notado el cambio y manda en los pacientes como en sus antiguos presos. Los bañistas siguen siendo detenidos, las cabinas de baño, celdas, la sala de duchas, un calabozo y el lugar donde el doctor Bonnefille hace lavados de estómago con la sonda Baraduc, una sala de torturas misteriosa. No saluda a ningún hombre, pues se atiene al principio de que todos los condenados son seres despreciables. Trata a las mujeres con más consideración, desde luego, una consideración un tanto perpleja, porque en la cárcel de Riom no tenía que vigilar a ninguna. Aquel retiro era sólo para varones y no está acostumbrado aún a dirigirse al sexo débil. El otro es el cajero. Te apuesto a que es incapaz de escribir tu apellido, vas a ver.

Y Gontran, dirigiéndose al hombre de la derecha, pronunció despacio:

—Señor Séminois, ésta es la señora Andermatt, mi hermana, que quiere hacerse un abono de doce baños.

El cajero, muy alto, muy flaco, con aspecto de ser muy pobre, se puso de pie y entró en su despacho, que estaba frente a la consulta del inspector médico, abrió su libro y preguntó:

—¿A qué nombre?

—Andermatt.

—¿Cómo dice?

—Andermatt.

—¿Cómo se escribe?

—A-n-d-e-r-m-a-t-t.

—Muy bien.

Y escribió despacio. Cuando hubo acabado, Gontran le dijo:

—¿Quiere repetirme el apellido de mi hermana?

—Sí, señor. Señora Anterpat.

Christiane, muerta de risa, pagó el abono y luego preguntó:

—¿Qué se oye allá arriba?

Gontran la cogió del brazo:

—Ven a ver.

Llegaban por la escalera voces enfurecidas. Subieron, abrieron una puerta y divisaron una amplia sala de café con un billar en el centro. A ambos lados del billar, dos hombres en mangas de camisa con un taco en la mano, se increpaban enardecidos.

—Dieciocho.

—Diecisiete.

—Le digo a usted que llevo dieciocho.

—No es cierto. Sólo lleva usted diecisiete.

Era el director del Casino, el señor Petrus Martel, del Odeón, que estaba jugando su partida de costumbre con el cómico de su compañía, el señor Lapalme, del Gran Teatro de Burdeos.

Petrus Martel, cuyo vientre, grueso y fláccido, se bamboleaba bajo la camisa, colgándole por encima de la cinturilla del pantalón, inexplicablemente abrochada, tras haber sido cómico de la legua, se había puesto al frente del casino de Enval y se pasaba el día bebiéndose las consumiciones destinadas a los bañistas. Lucía un inmenso bigote de oficial empapado de la mañana a la noche por la espuma de la cerveza y el pegajoso jarabe de los licores; y le había infundido al viejo cómico, al que había contratado, una pasión inmoderada por el billar.

Nada más levantarse, comenzaban la partida, se insultaban, se amenazaban, borraban los puntos, empezaban de nuevo, no tenían casi tiempo de comer y no toleraban que dos clientes vinieran a alejarlos del paño verde.

Habían acabado por espantar a todo el mundo y la vida les parecía grata aunque la quiebra acechase a Petrus Martel al acabar la temporada.

La cajera, agobiada, contemplaba de la mañana a la noche aquella partida interminable, escuchaba de la mañana a la noche aquella discusión sin fin y les llevaba, de la mañana a la noche, cervezas o vasitos de licor a los dos infatigables jugadores. Pero Gontran se llevó a su hermana:

—Ven al parque. Se está más fresco.

Donde acababa el balneario, divisaron de repente a la orquesta en un quiosco chino.

Un joven rubio que tocaba frenéticamente el violín gobernaba con la cabeza, con el cabello movido a compás, con todo el torso, que doblaba, enderezaba, inclinaba a la izquierda y a la derecha como una batuta de director de orquesta, a tres singulares músicos sentados frente a él. Era el maestro Saint-Landri.

A él y sus acólitos, un pianista cuyo instrumento, que contaba con unas ruedas e iba como una carretilla, cada mañana, desde el vestíbulo del balneario al quiosco, un flautista gigantesco, que parecía que estaba chupando una cerilla mientras le hacía cosquillas con los gruesos e hinchados dedos, y un contrabajista de aspecto tísico, se debía aquella perfecta, aunque penosa, imitación de un mal organillo que había sorprendido a Christiane en las calles del pueblo.

En tanto se paraba a mirarlos, un caballero saludó a su hermano:

—Buenos días, querido conde.

—Buenos días, doctor.

Y Gontran hizo las presentaciones:

—Mi hermana. El doctor Honorat.

Ésta apenas si pudo contener la hilaridad en presencia de aquel tercer médico, que la saludó y le dijo cortésmente:

—Espero que la señora no esté enferma.

—Sí, un poco.

No insistió y cambió de conversación.

—¿Se ha enterado, querido conde, de que dentro de un rato tendrán ustedes a la entrada del pueblo un espectáculo de lo más interesante?

—¿Qué es ello, doctor?

—El tío Oriol va a volar su peñasco. A ustedes no les dice nada, claro, pero para nosotros es todo un acontecimiento.

Y explicó de qué se trataba.

El tío Oriol, el campesino más rico de toda la comarca —se sabía que tenía una renta de más de cincuenta mil francos—, era el dueño de todos los viñedos que había en la zona en que Enval desembocaba en la llanura. Ahora bien, precisamente a la salida del pueblo, donde se abría el valle, había un montecillo, o más bien un montículo grande, y en él estaban los mejores viñedos del tío Oriol. En el centro de uno de ellos, pegado a la carretera, a dos pasos del arroyo, se alzaba un peñasco gigantesco que impedía el cultivo de la tierra y daba sombra a toda una parte del campo sobre el que se erguía.

El tío Oriol llevaba diez años anunciando todas las semanas que iba a volar el peñasco, pero nunca acababa de decidirse. Cada vez que un mozo del pueblo se iba al servicio militar, el viejo le decía: «Cuando vuelvas de permiso, tráeme pólvora para mi roca».

Y todos los soldaditos traían en la mochila pólvora robada para la roca del tío Oriol. Tenía un baúl lleno de pólvora, pero el peñasco seguía en su sitio.

Por fin, llevaban una semana viéndolo cavar junto con su hijo Jacques, mocetón al que apodaban Coloso, pronunciándolo «Colosho» con el acento auvernés. Esa misma mañana habían rellenado de pólvora el vientre vacío de la enorme roca; luego habían taponado la abertura dejando pasar sólo la mecha, una mecha de chisquero comprada en el estanco. Iban a prenderla a las dos. Así que la roca saltaría a las dos y cinco o a las dos y diez como mucho, porque la mecha era muy larga.

Christiane se interesaba por aquella historia, le divertía ya la idea de aquella explosión, le recordaba algún juego infantil que agradaba a su corazón sencillo.

Estaban llegando al extremo del parque.

—¿Qué hay después? —dijo.

El doctor Honorat contestó:

—El Fin del Mundo, señora; es decir, una hoz sin salida y célebre en Auvernia. Es una de las curiosidades naturales más hermosas de la zona.

Pero sonó una campana tras ellos. Gontran exclamó: «¡Anda, ya es hora de almorzar!». Y dieron media vuelta.

Un joven alto venía a su encuentro. Gontran dijo:

—Hermanita, te presento al señor Paul Brétigny.

Y luego, a su amigo:

—Es mi hermana, querido amigo.

A Christiane le pareció feo. Tenía el pelo negro, cortado muy corto y tieso, los ojos demasiado redondos, con expresión casi dura, la cabeza muy redonda también, grande, una cabeza de ésas que recuerdan las balas de cañón, hombros hercúleos, un aspecto algo salvaje, poco sutil y brutal. Pero de la chaqueta, de la ropa blanca, de la piel quizá, le brotaba un perfume delicado, fino, que la joven no conocía. Y se preguntó: «¿Qué será ese olor?».

Él le dijo:

—¿Ha llegado usted esta mañana, señora? Tenía una voz algo sorda.

Contestó:

—Efectivamente, caballero.

Entonces Gontran divisó al marqués y a Andermatt que les hacían señas a ambos jóvenes para que se dieran prisa en acudir al comedor.

Y el doctor Honorat se despidió de ellos preguntándoles si tenían realmente intención de ir a ver cómo volaban el peñasco. Christiane aseguró que pensaba ir; y, cogida del brazo de su hermano, se inclinó hacia él y le murmuró mientras lo llevaba hacia el hotel:

—Tengo un hambre de lobo. Me va a dar mucha vergüenza comer tanto delante de tu amigo.

II

El almuerzo duró mucho, como suele ocurrir en las mesas redondas de los hoteles. Christiane, a quien le resultaban desconocidos todos aquellos rostros, charlaba con su padre y con su hermano. Luego subió a descansar hasta el momento de la voladura del peñasco.

Estuvo lista mucho antes de la hora y obligó a todo el mundo a emprender la marcha para no llegar tarde a la explosión. A la salida del pueblo, en la desembocadura del valle, se alzaba en efecto un elevado montículo, un monte casi, por el que subieron bajo un sol abrasador por un caminito entre los viñedos. Cuando llegaron a la cima, la joven lanzó un grito de asombro al ver el inmenso horizonte que se desplegaba de pronto ante sus ojos. Frente a ella, se extendía una llanura sin límites que le daba en el acto a la mente una sensación de océano. Se alejaba aquella llanura, velada por un leve vaho, un vaho azul y suave, hasta alcanzar unos montes muy distantes, que apenas se vislumbraban a cuarenta o, quizá, sesenta kilómetros. Y bajo la bruma transparente, tan sutil que flotaba sobre aquella dilatada extensión, se distinguían ciudades, pueblos, bosques, los grandes cuadrados amarillos de las cosechas maduras, los grandes cuadrados verdes de los pastos, fábricas de altas chimeneas rojas y campanarios negros y puntiagudos construidos con la lava de los antiguos volcanes.

—Date la vuelta —le dijo su hermano.

Se volvió. Y, tras ella, vio la montaña, la enorme montaña abollada de cráteres. En primer plano, se veía la parte más honda de Enval, una amplia oleada de vegetación donde apenas si se divisaba la oculta brecha de la hoz. Los árboles trepaban a oleadas por la empinada cuesta hasta llegar a la primera cresta que impedía ver las siguientes. Pero, como estaban precisamente en la línea de separación de las llanuras y la montaña, ésta se extendía hacia la izquierda, hacia Clermont-Ferrand y, al alejarse, dibujaba en el cielo azul extrañas cumbres truncadas, con aspecto de monstruosas pústulas: los volcanes apagados, los volcanes muertos. Y allá lejos, muy lejos, entre dos cimas, se divisaba otra, más elevada, más alejada aún, redonda y majestuosa, que tenía en lo más alto algo extraño que semejaba unas ruinas.

Era el Puy de Dôme, el rey de los montes de Auvernia, robusto y compacto, tocado con los restos de un templo romano que parecían una corona brindada por el mayor pueblo de la historia.

Christiane exclamó: «¡Ay! Qué feliz sería yo aquí». Y ya se sentía feliz en aquel momento, inundada por ese bienestar que invade el cuerpo y el corazón, que hace que respiremos a gusto, proporciona una sensación de agilidad, cuando nos hallamos de pronto en un paraje que es una caricia para la vista, que deleita y alegra, que parecía estar esperándonos, para el que sentimos que hemos nacido.

La estaban llamando: «¡Señora! ¡Señora!». Y divisó algo más allá al doctor Honorat, al que se reconocía por el gran sombrero. Se acercó enseguida y llevó a la familia a la otra vertiente de la loma, hasta una cuesta cubierta de hierba, al lado de un bosquecillo de árboles bajos, donde ya estaban esperando unas treinta personas, formando un grupo en que se mezclaban los forasteros con los campesinos.

A sus pies, la empinada cuesta bajaba hasta la carretera de Riom, sombreada por los sauces que resguardaban su poco caudaloso río; y, en el centro de un viñedo, a la orilla de aquel arroyo, se alzaba una roca puntiaguda ante la que dos hombres arrodillados parecían estar rezando. Era el peñasco.

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