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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (4 page)

BOOK: Mont Oriol
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Los Oriol, padre e hijo, estaban colocando la mecha. Desde la carretera los contemplaba una muchedumbre curiosa que tenía delante una fila bulliciosa y más baja, constituida por chiquillos.

El doctor Honorat había escogido un lugar cómodo para Christiane, que se sentó, con el corazón latiéndole como si fuera a ver volar a toda aquella gente junto con la roca. El marqués, Andermatt y Paul Brétigny se echaron en la hierba al lado de la joven, mientras que Gontran permanecía de pie. Éste dijo en tono de chanza:

—Querido doctor, debe de tener usted mucho menos que hacer que sus dos colegas, que está claro que no pueden perder una hora para acudir a esta fiestecita.

Honorat respondió con tono bonachón:

—No es que tenga menos que hacer, es que mis pacientes me dan menos que hacer… Y además, yo a mis clientes prefiero distraerlos antes que atiborrarlos de medicamentos.

Tenía un aire socarrón que a Gontran le gustaba mucho. Iban llegando más personas, comensales del hotel, las dos señoras Paille, dos viudas, madre e hija, los Monécu, padre e hija, y un caballero grueso y muy bajo que resoplaba como una caldera reventada, el señor Aubry-Pasteur, ingeniero de minas retirado que se había hecho rico en Rusia.

El marqués y él habían trabado relación. Le costó mucho sentarse y tuvo que realizar una serie de gestos preparatorios, circunspectos y prudentes, que a Christiane la divirtieron mucho. Gontran se había alejado para verles las caras a los demás curiosos que, como ellos, habían acudido a la colina.

Paul Brétigny le señalaba a Christiane Andermatt las poblaciones que se divisaban a lo lejos. Lo primero que se veía era Riom, como una mancha roja, una mancha de tejas en la llanura; luego Ennezat, Maringues, Lezoux, una multitud de pueblos que casi no se distinguían, que sólo marcaban con un hueco pequeño y oscuro la ininterrumpida capa de verdor, y en la lejanía, al pie de los montes del Forez, se empeñó en que viera Thiers.

Decía poniendo mucho interés:

—Fíjese, fíjese, delante de mi dedo, delante mismo de mi dedo. Yo lo veo estupendamente.

Ella no veía nada, pero no le extrañaba que él lo viera, porque con aquellos ojos redondos y fijos miraba como las aves de presa, y se notaba que eran penetrantes como catalejos.

Siguió diciendo:

—Ante nosotros corre el Allier, cruzando el centro de esta llanura, pero es imposible verlo. Está demasiado lejos, a treinta kilómetros de aquí.

Christiane no trataba de divisar lo que él le señalaba, pues tenía exclusivamente puestos en el peñasco la mirada y el pensamiento. Se decía que, al cabo de un rato, aquella piedra tan grande habría dejado de existir, que volaría convertida en polvo, y sentía cierta compasión por la piedra, una compasión de niña por un juguete roto. Llevaba aquella piedra tanto tiempo allí; y además, era bonita, quedaba bien. Los dos hombres estaban de pie ahora y amontonaban cantos al pie de la roca, manejando el azadón con gestos rápidos de campesinos presurosos.

La muchedumbre de la carretera, que aumentaba continuamente, se había acercado para ver mejor. La chiquillería estaba casi encima de los dos trabajadores, y corría y se movía a su alrededor como cachorrillos alegres; y, desde el lugar elevado donde se hallaba Christiane, toda aquella gente parecía muy menuda, una muchedumbre de insectos, un hormiguero en plena actividad. Subía el murmullo de las voces, a veces leve y casi inaudible y otras veces más alto, un rumor confuso de gritos y de movimientos humanos, pero desparramado por el aire, evaporado ya, una especie de ruido pulverizado. También en el montículo iba aumentando la concurrencia. La gente no paraba de llegar desde el pueblo y cubría la ladera que se alzaba más arriba de la roca condenada.

Los asistentes se llamaban entre sí, se reunían por hoteles, por clases, por castas. El grupo más bullicioso era el de los actores y los músicos, presidido, conducido por su director, Petrus Martel del Odeón, que había suspendido con tan fausto motivo su pertinaz partida de billar.

Con jipijapa y chaqueta de alpaca negra, que dejaba asomar la blanca prominencia del obeso vientre, pues estimaba que en el campo no había por qué llevar chaleco, el bigotudo actor tomaba el mando, daba indicaciones, explicaba y comentaba todos y cada uno de los movimientos de los dos Oriol. Sus subordinados, el cómico Lapalme, el galán Petitnivelle y los músicos, el maestro Saint-Landri, el pianista Javel, el robusto flautista Noirot, el contrabajista Nicordi, hacían corro a su alrededor para escucharlo. Ante ellos estaban sentadas tres mujeres que se resguardaban bajo tres sombrillas, una blanca, una roja y una azul, que formaban, bajo el sol de las dos de la tarde, una extraña y deslumbradora bandera francesa. Se trataba de la señorita Odelin, la joven actriz, de su madre, una madre alquilada, decía Gontran, y de la cajera del café que solía acompañar a las señoras. La combinación de los colores nacionales en aquellas sombrillas era un invento de Petrus Martel que se había fijado, al principio de la temporada, en que la señora y la señorita Odelin tenían una azul y una blanca, y le había regalado la roja a su cajera.

Muy cerca de ellos, otro grupo llamaba también la atención y atraía las miradas, era el de los cocineros y los pinches de los hoteles, ocho en total, pues se había entablado una lucha entre los fondistas, que habían uniformado hasta a los que fregaban los platos para impresionar a los transeúntes. Estaban todos de pie y la cruda luz del día se les reflejaba en los gorros; parecían a un tiempo un estado mayor muy extraño de lanceros blancos y una delegación de cocineros.

El marqués le preguntó al doctor Honorat:

—¿De dónde sale toda esta gente? ¡Nunca habría creído que viviera tanta gente en Enval!

—Es que han venido de todas partes, de Châtel-Guyon, de Tournoël, de La Roche-Pradière, de Saint-Hippolyte, porque hace mucho que se habla de este asunto en la comarca. Y además, el tío Oriol es una celebridad, un personaje importante, por lo influyente y por lo acaudalado, y eso que sigue siendo un auvernés de pura cepa, que no ha dejado de trabajar la tierra con sus manos, ahorrador, que ha acumulado poco a poco una fortuna, inteligente, rebosante de ideas y de proyectos para sus hijos.

Gontran volvía muy animado, con la mirada brillante. Dijo a media voz:

—Paul, Paul, ven conmigo, que te voy a enseñar a dos chicas guapas. No te puedes ni imaginar lo bonitas que son.

Su amigo alzó la cabeza y contestó:

—Querido amigo, estoy muy a gusto aquí, no pienso moverme.

—Haces mal. Son encantadoras.

Luego dijo alzando la voz:

—Pero el doctor va a decirme quiénes son. Dos chiquillas de dieciocho o diecinueve años, algo así como unas señoritas de pueblo, vestidas de una forma rara, con vestidos de seda negra de mangas pegadas, como unos uniformes o unos hábitos, dos morenas…

El doctor Honorat lo interrumpió:

—No es menester que me diga más. Son las hijas del tío Oriol, dos muchachitas muy guapas, es cierto, educadas en las Damas Negras de Clermont… y que se casarán muy bien… Son dos auténticos ejemplares de la buena raza auvernesa; porque yo soy de aquí, señor marqués; ya le enseñaré a esas dos chiquillas…

Gontran lo interrumpió y dijo con socarronería:

—¿Es usted el médico de la familia Oriol, doctor?

El otro captó la intención maliciosa y sólo contestó con un alegre: «¡Pardiez que sí!».

El joven siguió diciendo:

—¿Y cómo consiguió usted ganarse la confianza de ese cliente tan rico?

—Mandándole que tomara mucho vino bueno.

Y contó detalles de los Oriol, de los que, por cierto, era pariente lejano y a los que conocía hacía muchos años. El viejo, el padre, que era muy suyo, estaba muy orgulloso de su vino; tenía, sobre todo, un viñedo cuyo producto sólo podían beber los de la familia, sólo los de la familia y los invitados. Había años en que conseguían vaciar los barriles que daba aquel selecto viñedo, pero había otros en que costaba mucho conseguirlo.

Hacia los meses de mayo o junio, cuando el padre veía que iba a costar trabajo beberse todo lo que aún quedaba, empezaba a darle ánimos al hijo mayor, Coloso, y repetía: «
Vamosh
, hijo, a ello». Y se ponían a echarse al gaznate litros y más litros de vino tinto, de la mañana a la noche. Veinte veces decía el buen hombre, en cada comida, con tono de circunstancias e inclinando la jarra sobre el vaso del hijo: «A ello». Y como todo aquel líquido cargado de alcohol le calentaba la sangre y le impedía dormir, se levantaba de noche, se ponía los pantalones, encendía un farol, despertaba a «Colosho», y se iban a la bodega, tras haber cogido en el aparador un zoquete de pan para mojarlo en el vaso, que llenaban una y otra vez directamente de la barrica. Luego, cuando habían bebido tanto que notaban cómo el vino les chapoteaba en el vientre, el padre le daba golpecitos a la retumbante madera del barril para saber si había bajado el nivel del líquido.

El marqués preguntó:

—¿Son ellos los que están trabajando alrededor del peñasco?

—Sí, sí, ellos son.

En aquel preciso instante, los dos hombres se alejaron a grandes zancadas de la roca cargada de pólvora; y toda la muchedumbre de abajo, que los rodeaba, empezó a correr como un ejército en desbandada. La gente salía huyendo hacia Riom y hacia Enval dejando abandonada la gran roca, que estaba encima de un pequeño montículo pedregoso y cubierto de hierba corta, pues dividía el viñedo en dos y la tierra de las inmediaciones estaba aún sin cultivar.

La muchedumbre de arriba, tan numerosa en aquel momento como la otra, se estremeció de satisfacción e impaciencia; y la sonora voz de Petrus Martel anunció: «¡Ojo! Ya han encendido la mecha».

Christiane notó un gran escalofrío expectante. Pero el doctor murmuró detrás de ella:

—Como hayan dejado toda la mecha que les he visto comprar, tenemos para diez minutos por lo menos.

Todas las miradas estaban fijas en la piedra; y de pronto un perro, un perrito negro, una especie de gozquecillo, se acercó. Dio una vuelta en torno a ella, la olfateó y el olor que percibió debió de parecerle sospechoso, pues se puso a ladrar con todas sus fuerzas, con las patas tiesas y el pelo del lomo erizado, el rabo estirado y las orejas enderezadas.

Corrió una risa por entre el público, una risa cruel; algunos tenían la esperanza de que no se alejara a tiempo. Luego hubo voces que lo llamaron para que se apartara; unos hombres silbaron; otros intentaron tirarle piedras que no llegaron ni a medio camino. Pero el gozquecillo no se movía y le ladraba rabiosamente a la roca.

Christiane empezó a temblar. La había invadido un miedo atroz de ver a aquel animal despanzurrado; se le había pasado toda la ilusión, quería irse; repetía, nerviosa, balbuceando, estremecida, angustiada:

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡La explosión lo va a matar! ¡No quiero verlo! ¡No quiero! ¡No quiero! Vámonos…

Paul Brétigny, que estaba a su lado, se había puesto en pie y, sin decir palabra, echó a correr hacia el peñasco con toda la velocidad que le permitían sus largas piernas.

De las bocas brotaron gritos de espanto; un remolino de terror cruzó por la muchedumbre; y el gozquecillo, al ver que se le acercaba aquel hombre tan alto, se escondió detrás de la roca. Paul fue tras él; el perro volvió al otro lado, y estuvieron un minuto o dos corriendo alrededor de la piedra, yendo y viniendo, ora a la izquierda, ora a la derecha, como si jugaran al escondite.

Viendo al fin que no iba a poder coger al animal, el joven empezó a subir otra vez la cuesta, y el perro, de nuevo enfurecido, volvió a ladrar.

Airadas vociferaciones acompañaron el regreso del imprudente, que iba sin resuello, pues la gente no perdona a quienes la han hecho temblar. A Christiane la ahogaba la emoción y se apoyaba ambas manos en el corazón que parecía que se le iba a salir del pecho. Había perdido hasta tal punto la cabeza que le preguntó: «¿No estará usted herido, verdad?», mientras que Gontran, furioso, gritaba: «Este borrico está loco. Siempre hace barbaridades de ésas. No conozco mayor imbécil…».

En éstas, el suelo vaciló, como si se alzara. Una detonación formidable sacudió la comarca entera, y atronó la montaña durante cerca de un prolongado minuto, repetida por todos los ecos como otros tantos cañonazos.

Lo único que vio Christiane fue una lluvia de piedras que caían y una elevada columna de tierra menuda que iba desplomándose sobre sí misma.

Inmediatamente, la muchedumbre de arriba se abalanzó como una ola lanzando agudos clamores. El batallón de pinches brincaba precipitadamente montículo abajo adelantando al regimiento de cómicos, que bajaba la cuesta en pos de Petrus Martel.

A punto estuvieron las tres sombrillas tricolores de que las arrollaran en aquella carrera cuesta abajo.

Y todos corrían, hombres, mujeres, los del campo y los de la ciudad. Algunos se caían, se levantaban, seguían corriendo, mientras que, en la carretera, las dos oleadas de público, que habían retrocedido atemorizadas hacía un rato, avanzaban ahora una hacia otra para chocar y mezclarse en el lugar de la explosión.

—Vamos a esperar un poco a que se haya apaciguado toda esta curiosidad para ir nosotros a echar una ojeada —dijo el marqués.

El señor Aubry-Pasteur, el ingeniero, que acababa de ponerse en pie con mil trabajos, replicó:

—Yo me voy al pueblo por la vereda. Ya no tengo nada que hacer aquí.

Les dio la mano a los presentes, saludó y se fue.

El doctor Honorat había desaparecido. Se pusieron a hablar de él. El marqués le decía a su hijo:

—Lo has conocido hace tres días y te pasas el tiempo riéndote de él. Va a acabar por molestarse.

Pero Gontran se encogió de hombros:

—¡Bah! ¡Ése sí que es un sabio, un escéptico como es debido! Puedes estar seguro de que no se va a enfadar. Cuando estamos los dos solos se ríe de todos y de todo, y, lo primero, de sus pacientes y de sus aguas. Te concedo una bañera de honor si lo ves alguna vez molesto con mis bromas.

Entre tanto, había un gran barullo abajo, en el emplazamiento del destruido peñasco. La muchedumbre, numerosísima y tumultuosa, se empujaba, ondulaba, gritaba, presa a no dudar de una emoción, de un asombro inesperados.

Andermatt, siempre diligente y curioso, repetía:

—¿Qué les pasa? Pero ¿qué les pasa?

Gontran dijo que iba a ver; y se fue, mientras Christiane, indiferente ahora, pensaba que hubiera bastado con que la mecha fuera un poco más corta para que aquel loco que tenía al lado sucumbiese, despanzurrado por los fragmentos de la piedra, y todo porque ella había temido por la vida de un perro. Pensaba que aquel hombre tenía que ser, desde luego, muy violento y apasionado para exponerse de tal forma, sin motivo alguno, en cuanto una mujer desconocida formulaba un deseo.

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