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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (11 page)

BOOK: Mont Oriol
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Iban de excursión, tan pronto en landó, un viejo landó de viaje de seis plazas que les habían alquilado en Riom, tan pronto a pie.

Les gustaba, sobre todo, un angosto y agreste valle cercano a Châtel-Guyon que llevaba a la ermita de Sans-Souci.

En el camino estrecho, que seguían despacio, bajo los pinos, a orillas del riachuelo, caminaban de dos en dos, charlando. Cada vez que había que pasar el río, que el sendero cruzaba continuamente, Paul y Gontran, de pie sobre las piedras que había en la corriente, cogían cada uno de un brazo a las mujeres y las alzaban en volandas para llevarlas al otro lado. Y cada uno de aquellos vados cambiaba el orden de los paseantes.

Christiane iba de unos a otros, pero siempre encontraba el medio de quedarse sola un rato con Paul Brétigny, ya en cabeza, ya detrás.

Él ya no se portaba con ella como los primeros días, estaba menos risueño, menos brusco, menos amistoso, pero más respetuoso y más pendiente de ella.

Y sus conversaciones iban adquiriendo un tono íntimo; versaban en gran parte sobre asuntos del corazón. Él hablaba de los sentimientos y del amor como un hombre que conoce tales temas, que ha ahondado en la ternura femenina y le debe tanta felicidad como sufrimiento.

Ella, encantada, algo enternecida, lo animaba a las confidencias con ardiente y astuta curiosidad. Todo lo que sabía de él le despertaba un agudo deseo de saber más, de penetrar con el pensamiento en una de esas existencias masculinas que había entrevisto en los libros, en una de esas existencias llenas de tempestades y misterios amorosos.

Él, llevado por aquel impulso, le contaba cada día un poco más de su vida, de sus aventuras y de sus penas, con palabras ardorosas que las quemaduras del recuerdo tornaban, a veces, apasionadas, y que también volvía astutas el deseo de gustar.

Le abría los ojos a un mundo desconocido y hallaba expresiones elocuentes para plasmar las sutilezas del deseo y de la espera, el estrago de las esperanzas crecientes, la religión de las flores y de los retazos de cinta, de todos los menudos objetos que se conservan, los nervios de las dudas repentinas, la angustia de las hipótesis alarmantes, las torturas de los celos y la indecible locura del primer beso.

Y sabía contar todo aquello de forma muy decorosa, velada, poética y atractiva. Como todos los hombres que desean continuamente a la mujer y piensan obsesivamente en ella, hablaba con discreción, con fiebre palpitante aún, de aquéllas a quienes había amado. Recordaba mil detalles gratos, que llegaban al corazón, mil circunstancias exquisitas que humedecían los ojos, y todas esas nimiedades galantes que hacen que las relaciones amorosas entre personas de alma delicada y mente culta sean lo más elegante y grato que hay en el mundo.

Todas aquellas charlas turbadoras y confiadas, que se repetían a diario, cada vez más prolongadas, iban cayendo en el corazón de Christiane como semillas en la tierra. Y el encanto de la dilatada comarca, el sabroso aire, aquella Limagne azul y tan extensa que parecía hacer crecer el alma, aquellos cráteres apagados en las montañas, antiguas chimeneas del mundo que ya no servían más que para calentar el agua de los pacientes, el frescor de las frondas, el leve rumor de los arroyos por las piedras, todo aquello le penetraba también en el corazón y en el cuerpo a la joven, los impregnaba y los lenificaba como una lluvia mansa y tibia en un suelo virgen aún, una lluvia que hará germinar las flores cuya simiente ha recibido ese suelo.

Bien se daba cuenta de que aquel joven la cortejaba un poco, de que la encontraba bonita, y más que bonita; y el deseo de agradarle hacía que se le ocurrieran mil ideas, astutas y sencillas al tiempo, para seducirlo y conquistarlo.

Cuando parecía turbado, se alejaba de él bruscamente; cuando presentía en sus labios una alusión tierna, le lanzaba, antes de que acabara la frase, una de esas miradas cortas y hondas que penetran como fuego en el corazón de los hombres.

Decía cosas sutiles, hacía suaves movimientos con la cabeza y gestos distraídos con la mano, adoptaba aspecto melancólico y lo cambiaba enseguida por una sonrisa para mostrarle, sin decírselo, que sus esfuerzos no eran en vano.

¿Qué quería? Nada. ¿Qué esperaba? Nada. Se entretenía con aquel juego sólo porque era mujer, porque no se daba cuenta del peligro, porque, sin presentir nada, quería ver qué haría él.

Y además, se le había despertado de pronto esa coquetería espontánea que les corre por las venas a todas las criaturas del sexo femenino. La niña adormecida e ingenua de ayer se había espabilado de repente, dúctil y perspicaz frente a aquel hombre que le hablaba continuamente de amor. Adivinaba la creciente turbación que sentía a su lado, veía la emoción naciente de sus ojos, y comprendía las diferentes entonaciones de su voz con esa peculiar intuición de las que sienten que el amor las solicita.

Otros hombres la habían cortejado ya en los salones, sin conseguir de ella más que burlas de chiquilla divertida. La trivialidad de sus cumplidos le hacía gracia; sus caras de pretendientes melancólicos la llenaban de alegría; y cada vez que le manifestaban sus sentimientos respondía con bromas.

Con éste, se había sentido de pronto frente a un adversario seductor y peligroso; y se había convertido en aquel ser hábil, clarividente por instinto, armado de audacia y sangre fría, que acecha, percibe y arrastra a los hombres en la invisible red del sentimiento, en tanto que su corazón permanece libre.

A él, en los primeros tiempos, le había parecido simple. Acostumbrado a las mujeres aventureras, ejercitadas en el amor como un soldado veterano en la instrucción, expertas en todas las artimañas galantes y tiernas, le había parecido trivial aquel corazón sencillo y lo trataba con cierto desdén.

Pero, poco a poco, aquel mismo candor lo había divertido, y seducido después. Y, cediendo a su influenciable carácter, había empezado a rodear de enternecidas atenciones a la joven.

Sabía perfectamente que la mejor manera de turbar un alma pura era hablarle sin cesar de amor, como si pensara en otras; y, prestándose entonces de forma astuta a la ávida curiosidad que había despertado en ella, había empezado, so pretexto de convertirla en su confidente, a hacerle, a la sombra de los bosques, una auténtica y apasionada corte.

Se divertía también, como ella, en aquel juego, le mostraba, mediante todas esas pequeñas atenciones que se les ocurren a los hombres, el creciente gusto que sentía por ella, y jugaba a los enamorados sin sospechar que acabaría por enamorarse de verdad.

Ambos se dedicaban a ello durante los lentos paseos, con la misma naturalidad con que se toma un baño, si se está, un día caluroso, a la orilla de un río.

Pero a partir del momento en que se despertó en Christiane la auténtica coquetería, a partir del instante en que descubrió todas las mañas innatas en la mujer para seducir a los hombres, en que se le metió en la cabeza poner a sus pies a aquel apasionado, igual que se habría propuesto ganar una partida de croquet, el cándido veterano cayó en las artes de la inocente y empezó a amarla.

Entonces se volvió torpe, inquieto, nervioso; y ella se portó como el gato con el ratón.

Con otra no hubiera tenido escrúpulos, se hubiera defendido, la habría conquistado con su arrolladora fogosidad; con ella no se atrevía, de tan diferente como le parecía de cuantas había conocido.

En fin de cuentas, las otras eran mujeres quemadas ya por la vida, a quienes se les podía decir todo, con quienes se podían arriesgar las llamadas más atrevidas, susurrándoles cerca de los labios las palabras estremecidas que enardecen la sangre. Cuando podía comunicar libremente al alma, al corazón, a los sentidos de aquélla a la que amaba el impetuoso deseo que hacía en él estragos, sabía que era irresistible, notaba que lo era.

A Christiane la adivinaba tan novicia que a su lado se sentía como al lado de una muchacha; y se le paralizaban todos los recursos. Y además, la quería de una forma nueva, como a una niña y como a una novia. La deseaba; y le daba miedo tocarla, mancharla, ajarla. No sentía deseos, como con las demás, de estrecharla entre los brazos con frenesí, sino de arrodillarse para rozarle el vestido con los labios, y de besar despacio, con calma infinitamente casta y tierna, los mechones más cortos de las sienes, las comisuras de la boca, y los ojos, los ojos cerrados, cuya mirada azul notaría, la encantadora mirada atenta bajo los párpados cerrados. Habría querido protegerla contra todos y contra todo, no dejar que se codease con gente vulgar, ni que mirara a gente fea o pasara cerca de gente sucia. Habría querido quitar el barro de las calles por las que ella cruzaba, las piedras de los caminos, los espinos y las ramas de los bosques, hacérselo todo fácil y delicioso, llevarla siempre en brazos para que nunca tuviera que caminar. Y lo irritaba que se viera obligada a charlar con los demás huéspedes del hotel, a comer las mediocres comidas de la mesa redonda, a soportar todos los detalles desagradables e inevitables de la existencia.

Pensaba tanto en ella que no sabía qué decirle; y la impotencia en que se hallaba para expresar el estado de su corazón, para hacer cuanto hubiera deseado hacer, para darle testimonio de la imperiosa necesidad de entrega que le abrasaba las venas, le prestaba la apariencia de un animal feroz fuera de sí y, al tiempo, le infundía peculiares antojos de romper a sollozar.

Ella notaba todo aquello sin acabar de comprenderlo, y disfrutaba con ello con la maligna satisfacción de las coquetas.

Cuando se habían quedado solos a la zaga de los demás, si ella se daba cuenta, por su aspecto, de que iba a decirle por fin algo que pudiera inquietarla, echaba a correr de pronto para alcanzar a su padre, y, al reunirse con él, gritaba: «¿Jugamos a las cuatro esquinas?».

Casi todas las excursiones acababan jugando a las cuatro esquinas. Buscaban un calvero, un tramo de carretera más ancho, y jugaban como chiquillos de paseo.

Las hijas de Oriol y el propio Gontran se divertían mucho con aquella distracción que satisfacía el incesante deseo de correr que llevan en sí todos los jóvenes. El único que refunfuñaba, obsesionado por otras ideas, era Paul Brétigny; luego, poco a poco, se iba animando, participaba con más entusiasmo que los demás para poder coger a Christiane, tocarla, ponerle bruscamente la mano en el hombro o en el pecho.

El marqués, cuyo indiferente e indolente carácter se prestaba a todo con tal de que no turbaran su tranquilidad, se sentaba al pie de un árbol y miraba divertirse a sus colegiales, como él decía. Aquella vida apacible le parecía estupenda y la tierra entera, perfecta.

Sin embargo, las actitudes de Paul no tardaron en alarmar a Christiane. Un día llegó incluso a asustarse de él.

Habían ido, una mañana, con Gontran, hasta lo hondo de la curiosa anfractuosidad donde nace el arroyo de Enval, ese paraje llamado el Fin del Mundo.

La hoz se va hundiendo en la montaña, cada vez más estrecha y tortuosa. Hay que pasar por encima de rocas enormes. Se cruza por unas gruesas piedras el riachuelo y, tras haber rodeado un peñasco de más de cincuenta metros que tapa toda la brecha, se está encerrado en una especie de foso estrecho, entre dos murallas gigantescas, peladas hasta la cima, donde se cubren de árboles y vegetación.

El arroyo forma un lago del tamaño de una jofaina. Es éste, en verdad, un rincón agreste, extraño, inesperado, de ésos que se dan con más frecuencia en los relatos que en la naturaleza.

Ahora bien, aquel día, Paul, contemplando el elevado escalón de piedra que les cerraba el paso allí donde se detenían todos los paseantes, notó que había en él huellas de escalada. Dijo:

—Pero si se puede seguir.

Trepó, pues, no sin trabajo, por aquella muralla empinadísima, y exclamó:

—¡Qué preciosidad! ¡Un bosquecillo en el agua! ¡Vengan, vengan!

Se tendió en el suelo, cogió a Christiane de las manos y tiró de ella, mientras que Gontran le guiaba y le colocaba los pies en todos los pequeños salientes de la roca.

La tierra caída desde la cima había formado en aquel gradén un jardincillo silvestre y frondoso, entre cuyas raíces corría el arroyo.

Algo más adelante, otro escalón volvía a cerrar el corredor de granito; subieron por él, luego por un tercero, y llegaron al pie de una muralla infranqueable por la que, recta y clara, caía una cascada de veinte metros en una profunda hoya que había excavado y que estaba cubierta de lianas y de ramaje.

La hendidura de la montaña se había vuelto tan estrecha que los dos hombres, cogidos de la mano, podían tocar las paredes laterales. No se veía ya más que una raya de cielo, no se oía más que el ruido del agua; hubiérase dicho uno de esos ignotos retiros donde los poetas latinos escondían a las ninfas antiguas. A Christiane le parecía que acababa de profanar la habitación de un hada.

Paul Brétigny no decía nada. Gontran exclamó:

—¡Qué bonito quedaría aquí una mujer rubia y sonrosada bañándose en esta agua!

Volvieron sobre sus pasos. Por los dos primeros gradenes bajaron con bastante facilidad, pero Christiane se asustó ante el tercero, pues era alto y recto, sin peldaños visibles.

Brétigny se deslizó roca abajo, luego le tendió ambos brazos y le dijo:

—¡Salte!

No se atrevió. No porque le diera miedo caerse, sino porque le daba miedo él, sobre todo sus ojos.

La miraba con una avidez de animal hambriento, con una pasión que se había tornado feroz; y las dos manos abiertas que alargaba hacia ella la atraían de forma tan imperiosa que, de pronto, se sintió espantada y notó un vehemente deseo de lanzar alaridos, de salir huyendo, de trepar por la montaña a pico para escapar de aquella irresistible llamada.

Su hermano, de pie detrás de ella, exclamó: «¡Venga, salta!», y le dio un empujón. Al sentirse caer, cerró los ojos, y, al rodearla un abrazo fuerte y suave, rozó entero, sin verlo, el fornido cuerpo del joven, cuyo jadeante y cálido aliento le dio en el rostro.

Luego se encontró de pie, sonriendo ahora que ya se le había pasado aquel terror, mientras Gontran bajaba a su vez.

Aquella emoción la volvió prudente y, durante unos cuantos días, tuvo buen cuidado de no quedarse a solas con Brétigny, que ahora parecía dar vueltas a su alrededor como el lobo de las fábulas en torno a una oveja.

Pero estaba programada una excursión larga. Iban a llevarse la comida en el landó de seis plazas para ir a cenar con las hermanas Oriol a la orilla del pequeño lago de Tazenat, que por allí llaman el
gour
de Tazenat, y volver de noche, con el claro de luna.

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