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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (26 page)

BOOK: Mont Oriol
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Llevaba tiempo diciéndose, al sentir cada día más los sufrimientos de la falta de dinero: «No tengo más remedio que tomar una determinación». Pero no acababa de tomarla, y no se le ocurría nada.

Por ello, se veía reducido a usar de su ingenio para conseguir pequeñas sumas, a utilizar todos los procedimientos poco claros de quienes están sin recursos, y, en último término, a pasar largas temporadas con la familia, cuando Andermatt le sugirió de repente la idea de casarse con una de las hijas de Oriol. Primero, se había callado, por prudencia, aunque la joven le parecía, a primera vista, demasiado inferior a él para consentir en un casamiento tan desigual. Pero no tardaron unos cuantos minutos de reflexión en hacerlo cambiar de parecer, y se había decidido en seguida a hacerle una corte poco seria, una corte de ciudad termal que no lo comprometiera a nada y le permitiera dar marcha atrás.

Como conocía admirablemente a su cuñado, sabía que éste debía de haber meditado, sopesado y preparado tal proposición durante mucho tiempo, y que, viniendo de él, valía un alto precio difícil de encontrar en otro sitio.

No tenía que tomarse además más molestia que la de agacharse y tomar a una linda muchacha, ya que la menor le gustaba mucho y se había dicho a menudo que podría resultar muy agradable coincidir con ella más adelante.

Así que había elegido a Charlotte Oriol, y, en poco tiempo, la había llevado al punto necesario para poder hacer una petición de mano en regla.

Ahora bien, como el padre le daba a su otra hija la dote que codiciaba Andermatt, a Gontran no le había quedado más remedio que renunciar al casamiento o volverse hacia la mayor.

Ello lo había contrariado mucho, y se le había pasado por la cabeza, en los primeros momentos, mandar a freír espárragos a su cuñado y seguir soltero hasta nueva orden.

Pero precisamente en aquel momento estaba sin blanca, tan sin blanca que para jugar una partida en el Casino le había tenido que pedir veinticinco luises a Paul, después de haberle pedido otros muchos que nunca le había devuelto. Y además, a otra mujer habría que buscarla, encontrarla, seducirla. Tal vez tendría que luchar con una familia hostil, mientras que, sin moverse del sitio, con unos cuantos días de atenciones y galanteos, podría tomar a la mayor de las Oriol, lo mismo que había sabido conquistar a la pequeña. De este modo, convertía a su cuñado en un banquero de toda confianza a quien siempre le podría echar las culpas, a quien podría hacerle eternos reproches, y cuya caja seguiría teniendo abierta.

En cuanto a su mujer, se la llevaría a París y la presentaría como la hija del socio de Andermatt. Además se apellidaba como la ciudad termal, donde no volvería a traerla nunca —¡nunca! ¡nunca!— en virtud de ese principio que reza que los ríos no vuelven a las fuentes. Era agradable de rostro y de apariencia, lo bastante distinguida para llegar a serlo del todo, lo bastante inteligente para comprender la sociedad y para saber comportarse en ella, hacer buen papel, e incluso honrarla. La gente diría: «El bromista ese se ha casado con una chica guapa que le importa un bledo», y le importaría un bledo efectivamente, pues tenía la intención de continuar, una vez casado con ella, su vida de soltero, con dinero en el bolsillo.

Se había vuelto, pues, hacia Louise Oriol, y, aprovechándose sin saberlo de los celos que había despertado en el corazón envidioso de la joven, había avivado en ella una coquetería aún latente y un deseo vago de arrebatarle a su hermana aquel apuesto galán a quien llamaban: «Señor conde».

Ella no se había confesado a sí misma tales sentimientos, no había pensado ni preparado nada, sorprendida por el encuentro y el secuestro de ambas. Pero, al verlo solícito y galante, se había dado cuenta, por su aspecto, por sus miradas, por su actitud toda, que no estaba enamorado de Charlotte, y, sin intentar prever qué pasaría después, se sentía feliz, alegre, casi victoriosa al acostarse.

El jueves siguiente, antes de salir para el puy de la Nugère, lo dudaron mucho. El cielo negro y con nubes bajas hacía temer lluvia. Pero Gontran insistió tanto que puso en marcha a los indecisos.

El almuerzo había sido triste. Christiane y Paul habían reñido la víspera sin motivo aparente. Andermatt temía que no se realizara el casamiento de Gontran, pues el tío Oriol había hablado de él en términos ambiguos esa misma mañana. Gontran, al tanto, estaba indignado y resuelto a salir victorioso. Charlotte, que presentía el triunfo de su hermana sin entender nada de aquel brusco cambio, se había empeñado en quedarse en el pueblo. No sin esfuerzo la decidieron a acompañarlos.

El Arca de Noé se llevó, pues, a todos los pasajeros habituales al completo hacia la alta meseta que domina Volvic.

Louise Oriol, que de pronto se había vuelto locuaz, hacía los honores del recorrido. Explicó cómo la piedra de Volvic, que no es sino la lava de los puys aledaños, había servido para construir todas las iglesias y todas las casas de la región, lo que hace que las ciudades de Auvernia sean poco alegres y parezcan hechas con carbón. Mostró las canteras donde tallan esa piedra, señaló la colada que hace las veces de cantera y de la que se extrae la lava bruta, y les hizo admirar, de pie en una cumbre y dominando Volvic, la gigantesca Virgen negra que ampara la ciudad.

Luego subieron hacia la meseta superior, deformada por los antiguos volcanes. Los caballos iban al paso por la larga y dificultosa carretera. Bordeaban el camino hermosos bosques verdes. Y todos habían dejado de hablar.

Christiane iba pensando en Tazenat. ¡Era el mismo coche! ¡Eran las mismas personas, pero los corazones ya no eran los mismos! Todo parecía igual… y ¿sin embargo?… ¿sin embargo?… ¿Qué había pasado? ¡Tan poca cosa!… ¡Un poco más de amor por su parte!… ¡Un poco menos de amor por parte de él!… ¡Tan poca cosa!… ¡La diferencia que va del deseo que nace al deseo que muere!… ¡Tan poco cosa!… ¡El invisible desgarro que causa el cansancio en la ternura!… ¡Ay! ¡Tan poca cosa, tan poca cosa!… ¡Y la mirada de los ojos que ha cambiado, porque los mismos ojos no ven ya igual el mismo rostro!… ¿Qué es una mirada?… ¡Tan poca cosa!

El cochero se detuvo y dijo: «Es aquí, a la derecha, por ese sendero del bosque. Vayan por él».

Se apearon todos excepto el marqués, a quien el tiempo le parecía demasiado caluroso. Louise y Gontran fueron por delante y Charlotte se quedó atrás con Paul y Christiane, que apenas podía andar. El camino se les hizo largo al cruzar el bosque, y a continuación llegaron a una cresta cubierta de hierba alta que conducía, siempre cuesta arriba, a los bordes del antiguo cráter.

Louise y Gontran, que se habían detenido en la cumbre, altos y delgados ambos, parecían estar de pie en las nubes. Cuando se reunieron con ellos, el alma exaltada de Paul Brétigny tuvo un arrebato de lirismo.

A su alrededor, tras ellos, a la derecha, a la izquierda, los rodeaban conos extraños, decapitados, estilizados unos, achatados otros, pero todos con su curioso aspecto de volcanes extinguidos. Aquellos pesados tocones montañosos de cumbre plana se alzaban de sur a oeste sobre una inmensa y árida meseta, muy elevada también, a unos mil metros por encima de la Limagne, que dominaba, hasta donde se perdía la vista, por el este y el norte, hasta el invisible horizonte, siempre velado, siempre azulado.

El
puy
de Dôme, a la derecha, sobresalía por encima de todos sus hermanos, unos setenta u ochenta cráteres ahora dormidos. Más allá, los
puys
de Gravenoire, de Crouel, de la Pedge, de Sault, de Noschamps, de la Vache. Más cerca, el
puy
de Pariou, el
puy
de Côme, los
puys
de Jumes, de Tressoux, de Louchadière, un enorme cementerio de volcanes.

Los jóvenes miraban todo aquello estupefactos. A sus pies se abría el primer cráter de la Nugère, profunda hondonada de césped en cuyo fondo aún se veían tres enormes bloques de lava parda, que había levantado el último aliento del monstruo y habían caído a continuación en sus expirantes fauces, en las que llevaban siglos y siglos, en las que se habían quedado para siempre.

Gontran gritó:

—Voy a bajar al fondo. Quiero ver cómo entregan el alma estas fieras. Vamos, señoritas, una carrerita cuesta abajo.

Y, cogiendo del brazo a Louise, tiró de ella. Charlotte corrió tras ellos; luego, de repente, se paró, miró cómo huían, enlazados y dando saltos, y, volviéndose bruscamente, regresó hacia donde estaban Christiane y Paul, sentados en la hierba en lo alto de la cuesta. Al llegar junto a ellos, cayó de rodillas y, ocultando al cara en el vestido de Christiane, rompió en sollozos.

Christiane, que había comprendido, y en quien todas las penas de los demás calaban desde hacía algún tiempo como heridas propias, le echó los brazos al cuello y susurró, a punto de echarse a llorar también: «¡Pobrecita! ¡Pobrecita!». La joven seguía llorando, de hinojos, ocultando la cara, y con las manos arrancaba la hierba del suelo como sin darse cuenta.

Brétigny se había puesto de pie para disimular que lo había visto todo, pero la pena de aquella chiquilla, el desconsuelo de aquella inocente lo llenaron bruscamente de indignación contra Gontran. A él, a quien exasperaba la honda angustia de Christiane, le llegó a lo más hondo del corazón aquella primera desilusión de niña.

Volvió y, arrodillándose a su vez para hablar con ella, le dijo:

—Vamos, cálmese, se lo ruego. Van a volver a subir, cálmese. No deben verla llorar.

Ella se enderezó, asustada ante la idea de que su hermana pudiera encontrarla con lágrimas en los ojos. Seguía con el pecho lleno de sollozos que reprimía, que se tragaba, que se le metían en el corazón y se lo oprimían aún más. Balbuceaba.

—Sí… sí… ya se me ha pasado… no es nada… ya se me ha pasado… Fíjese… ya no se me nota… ¿verdad?… ¿A que ya no se me nota?

Christiane le secaba las mejillas con su pañuelo, y luego se lo pasaba también por las suyas. Le dijo a Paul:

—Ande, vaya a ver qué están haciendo. Ya no se los ve. Han desaparecido tras los bloques de lava. Yo me quedaré con esta criatura para consolarla.

Brétigny se había levantado, y exclamó con voz temblorosa:

—Voy… y los traigo, pero su hermano… tendrá que vérselas conmigo… hoy mismo… y me explicará su incalificable con ducta después de lo que nos dijo el otro día.

Echó a correr hacia el centro del cráter.

Gontran, tirando de Louise, la había lanzado con todas sus fuerzas por la rápida pendiente del gran agujero para poder refrenarla, sostenerla, hacerle perder el aliento, aturdirla y asustarla. Ella, llevada por el impulso, trataba de frenarlo, balbuceaba: «¡Ay! ¡No corra tanto!… ¡Qué voy a caerme!… ¡Está usted loco… voy a caerme!».

Fueron a tropezar con los bloques de lava y se quedaron de pie, sin resuello ambos. Luego los rodearon, contemplando unas anchas hendiduras que formaban por debajo una especie de caverna con dos entradas.

Al arrojar el volcán, casi sin vida, aquella última espuma, como no podía lanzarla al cielo como antaño, la había escupido, espesa, medio fría, y se le había solidificado en los labios moribundos.

—Vamos a meternos por ahí —dijo Gontran.

Y dejó pasar delante a la joven. Luego, cuando estuvieron en la gruta, le dijo:

—Bueno, señorita, pues ha llegado el momento de que le haga una declaración.

Ella se quedó estupefacta:

—Una declaración… ¡a mí!

—Pues sí. En cuatro palabras: me parece usted encantadora.

—A quien tiene que decirle eso es a mi hermana.

—¡Bah! Bien sabe usted que a su hermana no le he hecho ninguna declaración.

—Eso lo dirá usted.

—¡Venga, no sería usted mujer si no hubiera comprendido que he sido galante con su hermana para ver qué le parecía a usted!… ¡Y ver qué cara me pondría!… Y me ha puesto una cara muy enfadada. ¡Ay! ¡Cuánto me he alegrado! ¡Así que he intentado mostrarle, con todos los miramientos posibles, lo que pensaba de usted!…

Nunca le habían hablado así. Se sentía avergonzada y encantada, con el corazón lleno de alegría y orgullo.

Él siguió diciendo:

—Ya sé que no me he comportado bien con su hermanita. Qué le vamos a hacer. Ella no se ha engañado, mire. Ya ve que se ha quedado en la cuesta, que no ha querido seguirnos… ¡Claro, lo ha entendido, lo ha entendido!…

Le había tomado una mano a Louise Oriol y le besó la punta de los dedos, suave, galantemente, y susurrando:

—¡Qué bonita es usted! ¡Qué bonita es usted!

Ella, apoyada contra la pared de lava, escuchaba en silencio cómo le latía el corazón emocionado. El único pensamiento que le flotaba en la turbada mente era un pensamiento triunfal: había vencido a su hermana.

Pero apareció una sombra en la entrada de la gruta. Paul Brétigny los estaba mirando. Gontran dejó caer con naturalidad la manita que se había llevado a los labios y dijo:

—Ah, eres tú… ¿Estás solo?

—Sí, nos ha extrañado veros desaparecer aquí debajo.

—Bueno, ya volvemos, querido amigo. Estábamos echando una mirada, ¿Verdad que es bastante curioso?

Louise, ruborizada hasta la raíz del pelo, salió delante y empezó a subir la cuesta seguida por los dos jóvenes, que iban hablando en voz baja detrás de ella.

Christiane y Charlotte los miraban acercarse y los esperaban cogidas de la mano.

Emprendieron el regreso hacia el coche, donde se había quedado el marqués; y el Arca de Noé volvió a tomar el camino de Enval.

De repente, en medio de un bosquecillo de pinos, el landó se detuvo y el cochero empezó a renegar; un burro viejo muerto obstruía el camino.

Todos quisieron verlo y se apearon. Estaba tendido en el polvo negruzco y también él era oscuro, y tan flaco que parecía que los huesos, que abultaban el rozado pellejo, habrían acabado por perforarlo si el animal no hubiera dado antes el último suspiro. Se le marcaba todo el esqueleto bajo el pelo raído de las costillas, y la cabeza parecía enorme, una cabeza triste con los ojos cerrados, tranquila sobre su lecho de piedras trituradas, tan tranquila, tan muerta que hubiérase dicho que la hacía feliz y la sorprendía aquel descanso desconocido. Las grandes orejas, ahora lacias, yacían como andrajos. Dos mataduras abiertas en las rodillas probaban que ese mismo día se había caído a menudo antes de desplomarse por última vez. Y otra matadura en el flanco indicaba el lugar en que su amo llevaba muchos años azuzándolo con un pincho de hierro clavado en la punta de un palo, para que aligerara el cansino caminar.

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