Mont Oriol (28 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Andermatt se paró un momento a hablar con los dos jóvenes, y luego siguió paseándose con el inspector.

Gontran, con las piernas y los brazos cruzados, retrepado en la silla, apoyando la nuca en el respaldo y apuntando con la mirada y con el puro al cielo, fumaba, ensimismado en una felicidad perfecta.

De repente, preguntó:

—¿Quieres dar una vuelta, dentro de un rato, por el valle de Sans-Souci? Estarán las niñas esas.

Paul dudó y, luego, tras pensarlo, dijo:

—Bueno, de acuerdo.

A continuación, añadió:

—¿Va bien lo tuyo?

—¡Ya lo creo! La tengo cogida; ya no se me escapa.

Gontran había tomado ahora a su amigo como confidente, y le contaba, día a día, lo que iba adelantando. Incluso se lo llevaba, como cómplice, a sus citas, pues había conseguido, de forma ingeniosísima, tener citas con Louise Oriol.

Tras el paseo al
puy
de la Nugère, Christiane puso fin a sus excursiones, y ya apenas salía, lo que dificultaba los encuentros. El hermano, a quien aquella actitud de la hermana causó un trastorno al principio, había buscado los medios para salir del apuro.

Acostumbrado a los usos de París, donde los hombres de su índole consideran a las mujeres como una caza a menudo difícil, había puesto en práctica antaño muchas artimañas para acercarse a aquéllas que codiciaba. Había sabido, mejor que nadie, servirse de los intermediarios, descubrir a los que eran complacientes por interés y darse cuenta de una ojeada de quiénes, hombres o mujeres, favorecerían sus intereses.

Al verse privado, de pronto, de la colaboración inconsciente de Christiane, había buscado entre las personas que lo rodeaban el nexo necesario, el «carácter flexible y comprensivo», como decía él, que sustituyera a su hermana; y su elección había recaído enseguida en la mujer del doctor Honorat. Había muchas razones que hacían de ella la más indicada. En primer lugar, su marido, muy vinculado a los Oriol, trataba a esta familia desde hacía veinte años. Había visto nacer a los hijos, cenaba en su casa todos los domingos, y los sentaba a su mesa todos los martes. La mujer, una señora de medio pelo, gorda, vieja, presuntuosa, y cuyo punto flaco era la vanidad, no podía por menos de prestarse por entero a cualquier deseo del conde de Ravenel, cuyo cuñado era el dueño del balneario de Mont-Oriol.

Por otra parte, a Gontran, que era un experto en celestinas, ésta le había parecido, sólo con verla pasar por la calle, muy bien dotada por la naturaleza. Tiene toda la pinta, pensaba, y cuando se tiene toda la pinta de ser algo, es que ese algo se lleva dentro.

Así pues, había entrado en la casa un día que había acompañado al marido hasta la puerta. Se había sentado, había pegado la hebra, había elogiado a la señora, y, al llegar la hora de cenar, dijo al levantarse:

—¡Qué bien huele en su casa! Guisa usted mejor que los del hotel.

La señora Honorat, muy hueca, balbuceó:

—Dios mío… si me atreviera… si me atreviera, señor conde…

—¿Si se atreviera a qué, querida señora?

—A rogarle que comparta nuestra modesta cena.

—A fe mía… a fe mía… que le diría que sí.

El doctor, preocupado, murmuró:

—Pero si no hay nada, nada. El puchero, un poco de vaca, una gallina, y nada más.

Gontran se reía:

—Me basta, acepto.

Y había cenado en casa del matrimonio Honorat. La obesa anfitriona se levantaba de la mesa, le quitaba de las manos la fuente a la criada para que ésta no echara la salsa en el mantel, y, aunque el marido perdía la paciencia, servía en persona.

El conde le había dado la enhorabuena por el guiso, por su casa, por su amabilidad, y la había dejado inflamada de entusiasmo.

Había vuelto para agradecerle la hospitalidad, había dejado que lo volviera a invitar, y ahora iba a todas horas a casa de la señora Honorat, donde las hijas de Oriol iban también constantemente desde hacía años, como vecinas y amigas.

Así pues, pasaba allí muchas horas entre las tres mujeres, amable con las dos hermanas, pero haciendo notar de día en día su marcada preferencia por Louise.

Los celos que habían nacido entre ambas, en cuanto había empezado a galantear a Charlotte, iban adquiriendo visos de guerra rencorosa por parte de la mayor, y de desdén por parte de la pequeña. Louise, con su aire reservado, ponía en las reticencias y el comportamiento comedido que le reservaba a Gontran más coquetería e insinuaciones que la otra, anteriormente, en toda su libre y alegre llaneza. Charlotte, herida en el fondo del alma, ocultaba la pena por orgullo, parecía no fijarse en nada, no enterarse de nada, y seguía yendo con gran indiferencia aparente a todas aquellas reuniones de casa de la señora Honorat. No quería quedarse en la suya por temor a que pensaran que sufría, que lloraba, que le cedía el puesto a su hermana.

Gontran, demasiado ufano de su travesura para ocultarla, no había podido por menos de contársela a Paul. Y a Paul le había parecido graciosa y se había echado a reír. Por otra parte, se había prometido a sí mismo, desde que su amigo le dijera aquellas frases ambiguas, no entrometerse en sus asuntos, y a menudo se preguntaba con preocupación: «¿Sabrá algo de Christiane y de mí?».

Conocía demasiado a Gontran para no creerlo capaz de cerrar los ojos ante un romance de su hermana. Pero, entonces, ¿cómo no había dado a entender antes que lo adivinaba o que lo sabía? Gontran era, en efecto, de aquéllos para quienes cualquier mujer de mundo debe tener un amante o varios, de aquéllos para quienes la familia no es más que una sociedad de socorros mutuos, para quienes la moral es una actitud indispensable para ocultar los gustos diversos que la naturaleza ha puesto en nosotros, y de aquéllos para quienes la honorabilidad mundana es la fachada tras la cual se esconden los gratos vicios. Si había animado, por lo demás, a su hermana pequeña a casarse con Andermatt, ¿no lo había hecho acaso con la idea, no inconcreta sino clarísima, de que de aquel judío se iba a poder aprovechar, de todas las formas posibles, toda la familia? ¿Y no habría despreciado tal vez a Christiane si le hubiera sido fiel a aquel marido útil tanto como se habría despreciado a sí mismo si no le hubiera sacado el dinero a su cuñado?

Paul pensaba en todo aquello, y todo aquello le turbaba el alma de Don Quijote moderno, aunque dispuesta a capitular. A partir de aquel momento se había andado con pies de plomo con su enigmático amigo.

Así que, cuando Gontran le había dicho cómo utilizaba a la señora Honorat, Brétigny se había echado a reír, e incluso, desde hacía algún tiempo, dejaba que lo llevara a casa de dicha señora, y le agradaba mucho hablar con Charlotte.

La mujer del médico se prestaba con la mejor disposición del mundo al papel que le hacían desempeñar; servía el té a eso de las cinco, como las señoras parisinas, con pastelillos que había hecho con sus propias manos.

La primera vez que Paul entró en aquella casa, lo recibió como a un viejo amigo, lo mandó sentar, le quitó, a la fuerza, el sombrero, que puso encima de la chimenea, junto al reloj de sobremesa. Y luego, solícita, incansable, yendo de uno a otro, gruesa y tripona, preguntaba:

—¿Sacamos ya la merienda, hijitos?

Gontran decía chascarrillos, bromeaba, reía con total naturalidad. Se llevó a Louise por unos instantes al hueco de una ventana, bajo los alterados ojos de Charlotte.

La señora Honorat, que estaba hablando con Paul, le dijo en tono maternal:

—Estas criaturas vienen aquí a charlar unos minutos. Es algo muy inocente, ¿verdad, señor Brétigny?

—De lo más inocente, señora.

Cuando volvió la siguiente vez, lo llamó con toda confianza «señor Paul», tratándolo un poco como a un compadre.

Y desde entonces Gontran contaba con su estilo guasón todas las concesiones de la señora, a quien le había dicho la víspera:

—¿Por qué no va nunca de paseo con las señoritas por la carretera de Sans-Souci?

—Ya lo creo que iremos, señor conde, ya lo creo que iremos.

—Mañana a eso de las tres, por ejemplo.

—Mañana a eso de las tres, señor conde.

—Es usted amabilísima, señora Honorat.

—A su disposición, señor conde.

Y Gontran le explicaba a Paul:

—Comprenderás que en ese salón no puedo decirle nada un poco tierno a la mayor delante de la pequeña. ¡Pero, en el bosque, me adelanto o me quedo atrás con Louise! ¿Qué, vienes?

—Bueno, de acuerdo.

—Pues vamos allá.

Se levantaron y se fueron despacito, carretera principal adelante; luego, después de cruzar La Roche-Pradière, tomaron a la izquierda y bajaron al valle boscoso por entre los enmarañados matorrales. Después de pasar el riachuelo, se sentaron a esperar al borde del camino.

No tardaron en llegar las tres mujeres, en fila, Louise delante y la señora Honorat detrás. Ambas partes se mostraron sorprendidas de haberse encontrado.

Gontran exclamaba:

—¡Caramba! ¡Qué buena idea han tenido al venir por aquí!

La mujer del médico contestó:

—¡La verdad es que la idea se me ha ocurrido a mí!

Y prosiguieron el paseo.

Louise y Gontran iban apretando el paso poco a poco, se adelantaban, se apartaban tanto que los perdían de vista en los recodos del estrecho sendero.

La opulenta señora Honorat, que iba sin resuello, murmuró lanzándoles una mirada indulgente:

—¡Bah! Son jóvenes y tienen buenas piernas. Yo no puedo seguirlos.

Charlotte exclamó:

—Espere, voy a llamarlos.

Ya iba a echar a correr. La mujer del médico la retuvo:

—¡Déjalos en paz, criatura, si quieren hablar! No está bien que los molestemos. Ya volverán ellos solitos.

Y se sentó en la hierba, a la sombra de un pino, abanicándose con el pañuelo. Charlotte le lanzó a Paul una mirada de angustia, una mirada implorante y desconsolada.

Él la comprendió y dijo:

—Bueno, señorita, vamos a dejar que la señora descanse y alcancemos a su hermana.

Ella contestó impetuosa:

—¡Ay, sí, caballero!

La señora Honorat no puso ninguna objeción:

—Vayan, hijos míos, vayan. Yo los espero aquí. No tarden mucho.

Y se alejaron a su vez. Al principio, al no ver a los otros dos, echaron a andar a buen paso con la esperanza de alcanzarlos; luego, tras unos minutos, se les ocurrió que Louise y Gontran debían de haber torcido a la izquierda o a la derecha por el bosque, y Charlotte llamó con voz trémula y contenida. Nadie le contestó. Susurró: «¡Ay, Dios mío! ¿Dónde se habrán metido?».

Paul sintió que lo invadía de nuevo esa profunda lástima, esa dolorosa ternura que ya se había apoderado de él al borde del cráter de la Nugère.

No sabía qué decirle a aquella niña desconsolada. Sentía deseos, unos deseos paternales y violentos, de rodearla con los brazos, de besarla, de decirle cosas cariñosas y consoladoras. ¿Cuáles? Ella se volvía a todos lados, registrando las ramas con los asustados ojos, acechando los menores ruidos, balbuceando:

—Creo que están por ahí… No, por ahí… ¿No oye nada?…

—No, señorita, no oigo nada. Lo mejor es que los esperemos aquí.

—¡Ay, Dios mío!… No… Hay que encontrarlos…

El titubeó unos segundos. Y luego le dijo muy bajito:

—¿Tanta pena le da?

Alzó hacia él una mirada extraviada en la que empezaban a apuntar las lágrimas, velándole los ojos con una delgada nube de agua transparente aún contenida por los párpados bordeados de largas y oscuras pestañas. Quería hablar, y no podía, no se atrevía; y, sin embargo, su corazón oprimido, sellado, rebosante de cuitas necesitaban tanto desahogarse…

Él siguió diciendo:

—Así que lo quería mucho… No se merece su amor, ea.

No pudo ella contenerse por más tiempo, y, llevándose las manos a los ojos para ocultar las lágrimas, exclamó:

—¡No… no… a él… no lo quiero… está muy mal lo que ha hecho…! Se ha reído de mí… está muy mal… es una cobardía… pero, de todas maneras, me ha dado pena… mucha… porque… cuesta mucho… mucho… sí… Pero lo que me ha dolido más es lo de mi hermana… mi hermana… que ya no me quiere tampoco… y que… se ha portado peor que él. Siento que ya no me quiere… que no me quiere nada… que me detesta… sólo la tenía a ella… ya no tengo a nadie… ¡Y yo no he hecho nada!…

No le veía más que la oreja y la carne joven del cuello, que bajaba por el escote del vestido, bajo el liviano tejido, hacia formas más llenas. Y lo turbaban hondamente la compasión, la ternura, lo embargaba aquel deseo impetuoso de sacrificio que se apoderaba de él cada vez que una mujer se le metía en el alma, en esa alma pronta a los estallidos de entusiasmo, a la que exaltaba la proximidad de aquel dolor inocente, turbador, ingenuo y cruelmente encantador.

Tendió la mano hacia ella, en un gesto involuntario, como se hace para acariciar, para calmar a los niños, y se la puso en la espalda, junto al hombro. Entonces sintió cómo le palpitaba el corazón con latidos acelerados, como se siente latir el corazoncito de un pájaro cuando se lo tiene cogido en la mano.

Y aquel latido continuo, precipitado, le subía por el brazo hasta su propio corazón cuyo palpitar aceleraba. Oía aquel rápido toc, toc, que venía de ella y lo iba invadiendo a él, cruzándole por la carne, por los músculos y los nervios, como si ambos tuvieran un solo corazón dolorido con el mismo dolor, movido por la misma palpitación, viviendo con la misma vida, igual que esos relojes a los que une a distancia un hilo que los hace avanzar juntos segundo a segundo.

Pero ella se destapó de pronto el rostro que, aunque enrojecido, seguía igual de bonito; se lo secó con rapidez y dijo:

—Vamos, no hubiera debido hablar con usted de esto. Estoy loca. Vamos a volver enseguida junto a la señora Honorat, y olvídelo… ¿Me lo promete?

—Se lo prometo.

Ella le tendió la mano.

—Me fío. ¡Creo que usted sí que es honrado!

Regresaron. La alzó en vilo para pasar el arroyo, igual que hacía con Christiane el año anterior. ¡Christiane! ¡Cuántas veces había venido con ella por este camino en los días en que la adoraba! Pensó, no sin asombrarse de su propio cambio: «¡Qué poco ha durado esta pasión!».

Charlotte, poniéndole un dedo en el brazo, susurraba:

—La señora Honorat se ha quedado dormida. Vamos a sentarnos sin hacer ruido.

La señora Honorat dormía, en efecto, recostada en el pino, con el pañuelo en la cara y las manos cruzadas sobre el vientre. Se sentaron a unos pasos de ella, y no hablaron para no despertarla.

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