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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones

BOOK: El juego de las maldiciones
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La vida de Marty Strauss siempre ha estado gobernada por el azar. Ahora, por fin, la suerte se pone de su parte. Puesto en libertad condicional, se convierte en el guardaespaldas de Joseph Whitehead, uno de los hombres más ricos de Europa. Pero Whitehead también ha jugado con el azar; un juego antiquísimo que le ha proporcionado inmenso poder y riquezas, a cambio de su alma inmortal…

Ahora las fuerzas contra las que jugó han vuelto para reclamar lo que es suyo. Fuerzas terroríficas, con el poder de resucitar a los muertos; Marty se encuentra atrapado entre sus jefes humanos y el mismo Infierno, y tiene que enfrentarse a una última partida desesperada…

Capaz de abordar tanto lo inimaginable como lo indescriptible, Clive Barker revive nuestras pesadillas más profundas y siniestras, creando visiones a la vez estremecedoras, conmovedoras y terroríficas.

Clive Barker

El juego de las maldiciones

ePUB v1.0

Creepy
12.05.12

Título original:
The damnation game

Clive Barker, 1985.

Traducción: Juan José Llanos Collado

Editor original: Creepy (v1.0)

ePub base v2.0

Para J. R. G.

Agradecimientos

Mi agradecimiento a Mary Roscoe, que trabajó sin descanso pasando a máquina este manuscrito y todavía encontró tiempo para ofrecerme un sinfín de críticas constructivas mientras lo hacía; también a David T. Cunningham, que pasó a máquina algunos añadidos posteriores. Entre aquellos lectores cuyo entusiasmo y opiniones me resultaron preciosas debo dar las gracias a Julie Blake, John Gregson y Vernon Conway. También le estoy agradecido a Douglas Bennett, que organizó una inolvidable visita a la prisión, y a Alasdair Cameron, que me encargó dos obras para que pudiera poner comida en la mesa mientras trabajaba en el libro. Por último (aunque no menos importante), mi agradecimiento a Barbara Boote y también a Nann du Sautoy de Sphere Books.

«Ni aun exento, a pesar de gobernarlos como a esclavos,

del azar, la muerte y el cambio.»

—Shelley,
Prometeo desencadenado

Primera parte

Terra incognita

«El Infierno es el lugar de aquellos que han negado;

Allí encuentran lo que han plantado y sembrado,

Un Lago de Inmensidad y un Bosque de Nada,

Y allí vagan a la deriva, y nunca cesan

De suplicar alimento.»

—W. B. Yeats,
El reloj de arena

1

El aire era eléctrico el día en que el ladrón atravesó la ciudad, seguro de que aquella noche, después de tantas semanas de frustración, encontraría por final jugador. No se trataba de un viaje sencillo. El ochenta y cinco por ciento de Varsovia había sido arrasado, bien durante los meses de bombardeo con morteros que habían precedido a la liberación de la ciudad por los rusos, o bien debido al programa de demolición que los nazis habían emprendido antes de su retirada. Varios sectores eran virtualmente impracticables con un vehículo. Montañas de escombros, que aún albergaban cadáveres como bulbos dispuestos a brotar cuando el clima primaveral mejorase, bloqueaban las calles. Incluso en los distritos más accesibles, las fachadas que antes fueran elegantes se inclinaban peligrosamente, y sus cimientos crujían.

Pero al cabo de casi tres meses de ejercer su oficio allí, el ladrón se había acostumbrado a orientarse en aquella jungla urbana. En realidad, le gustaba su desolado esplendor: sus horizontes teñidos de color lila por el polvo que aún se asentaba desde la estratosfera, sus plazas y paseos de silencio antinatural; la sensación que tenía, al adentrarse allí, de que así sería el fin del mundo. Durante el día quedaban incluso algunas referencias (postes indicadores abandonados que habrían de ser desmontados con el tiempo) gracias a las cuales el viajero aún podía trazar su ruta. Las instalaciones de gas junto al puente Poniatowski todavía eran reconocibles, al igual que el zoológico al otro lado del río; el campanario de la Estación Central asomaba la cabeza, aunque el reloj había desaparecido tiempo atrás; estos y un puñado de otros homenajes desfigurados a la belleza de la ciudad de Varsovia sobrevivían, y su temblorosa presencia era conmovedora, incluso para el ladrón.

Aquel no era su hogar. Él no tenía hogar, ni lo había tenido durante una década. Él era un nómada y un oportunista, y durante un corto espacio de tiempo Varsovia le había ofrecido ganancias suficientes para retenerlo allí. Pronto, cuando hubiese recuperado las energías agotadas en sus recientes vagabundeos, sería hora de continuar su camino. Pero allí estaba, disfrutando de la libertad de la ciudad, mientras los primeros signos de la primavera murmuraban en el aire.

Por supuesto que había riesgos, pero por otra parte, ¿dónde no los había para un hombre de su profesión? Y los años de guerra habían perfeccionado sus habilidades de supervivencia hasta tal extremo que pocas cosas le intimidaban. Se encontraba más seguro allí que los verdaderos ciudadanos de Varsovia, los pocos supervivientes desorientados que gradualmente se filtraban de nuevo en la ciudad, buscando hogares perdidos, rostros perdidos. Escarbaban en los escombros o se paraban en las esquinas a escuchar el canto fúnebre del río, y esperaban a que los rusos los rodeasen en nombre de Karl Marx. Se levantaban nuevas barricadas todos los días. Los militares, lenta pero sistemáticamente, imponían un poco de orden en la confusión, dividiendo y subdividiendo la ciudad al igual que harían, con el tiempo, con el país entero. Los toques de queda y los controles, sin embargo, poco amedrentaban al ladrón. En el forro de su elegante abrigo ocultaba toda clase de documentos de identificación (algunos falsificados, la mayoría robados), alguno de los cuales sería adecuado en cualquier situación que se presentase. Lo que le faltaba en credibilidad lo compensaba con labia y con cigarrillos, y poseía ambas cosas en abundancia. Era todo lo que un hombre necesitaba, en aquella ciudad, aquel año, para sentirse el señor de la creación.

¡Y qué creación! No había por qué privarse de ningún apetito o curiosidad. Los secretos más profundos del cuerpo y el espíritu estaban al alcance de cualquiera con ganas de descubrirlos. Se convertían en juegos. Precisamente la semana anterior el ladrón había oído hablar de un joven que jugaba al viejo juego de las tazas y la bolita (ahora la ves, ahora ya no), pero las había reemplazado, con ingenio demencial, por tres cubos y la cabeza de un bebé.

Eso era lo de menos; el bebé estaba muerto y los muertos no sufren. Sin embargo, había otros pasatiempos a la venta en la ciudad, placeres cuya materia prima eran los vivos. El tráfico de carne humana había empezado para aquellos que tuvieran el deseo y el dinero de la entrada. El ejército de ocupación, que ya no estaba distraído por la batalla, había vuelto a descubrir el sexo, y había beneficios en ello. Con media hogaza de pan, uno podía comprar a alguna de las chicas refugiadas (muchas de las cuales eran tan jóvenes que apenas tenían pechos que acariciar), y violarla una y otra vez al amparo de la oscuridad, ignorando sus quejas o silenciándolas con una bayoneta cuando perdiera su encanto. Esa clase de asesinato despreocupado se pasaba por alto en una ciudad donde decenas de miles habían muerto. Durante unas pocas semanas, entre un régimen y el siguiente, todo era posible: ningún acto se consideraba culpable, ninguna depravación tabú.

Se había abierto un burdel de muchachos en el distrito Zoliborz. Allí, en un salón subterráneo decorado con cuadros recuperados del botín de guerra, uno podía escoger entre chavales a partir de seis ó siete años, todos encantadores y flacos debido a la malnutrición, y tan prietos como cualquier entendido podría desear. Era muy popular entre los oficiales, pero demasiado caro para los de rango inferior, según había oído el ladrón entre susurros. Al parecer, los principios de Lenin en cuanto a la libertad de elección no se aplicaban a la pederastia.

El deporte estaba al alcance de todos los bolsillos, si bien era de una clase muy especial. Las peleas de perros eran una atracción especialmente popular aquella temporada. Chuchos sin hogar, que regresaban a la ciudad para devorar los cadáveres de sus amos, eran atrapados, alimentados hasta que tenían fuerzas para pelear y azuzados unos contra otros hasta la muerte. Era un espectáculo horroroso, pero el amor al juego había llevado al ladrón a las peleas una y otra vez. Había obtenido un modesto beneficio una noche en que apostó por un terrier pequeño pero astuto, que había vencido a un perro de tres veces su propio tamaño arrancándole a su oponente los testículos de un mordisco.

Y si al cabo de un tiempo se desvanecía tu apetito por los perros o los muchachos o las mujeres, había entretenimientos más esotéricos a tu alcance.

En un primitivo anfiteatro excavado en los restos del Bastión de Santa María el ladrón había visto a un actor anónimo representar él solo a
Fausto
de Goethe, primera y segunda parte. Aunque su alemán distaba de ser perfecto, la representación le había causado al ladrón una impresión duradera. Conocía la historia lo bastante como para seguir la acción: el pacto con Mefistófeles, las discusiones, los trucos de magia, y después, a medida que se acercaba la maldición prometida, la desesperación y el terror. Gran parte del argumento era indescifrable, pero la posesión del actor por sus papeles gemelos (en un momento el Tentador, al siguiente el Tentado) era tan impresionante que el ladrón se marchó con el estómago revuelto.

Dos días más tarde había regresado para ver la obra de nuevo, o al menos para hablar con el actor. Pero no iba a haber bises. El entusiasmo del actor por Goethe se había interpretado como propaganda pronazi; el ladrón le encontró ahorcado de un poste de telégrafos, sin alegría. Estaba desnudo. Los pájaros le habían picoteado los pies descalzos y le habían arrancado los ojos; le habían acribillado el torso a balazos. Aquella visión tranquilizó al ladrón. La entendió como una prueba de que los sentimientos encontrados que el actor le había inspirado eran malvados; si aquella era la condición a la que le había llevado el arte, estaba claro que aquel hombre había sido un canalla y un impostor. Tenía la boca abierta, pero los pájaros le habían arrancado la lengua al igual que los ojos. No se había perdido nada.

Además, había diversiones mucho más gratificantes. A las mujeres, el ladrón podía tomarlas o dejarlas, y los muchachos no eran de su gusto, pero amaba el juego, siempre lo había hecho. Así que volvió a las peleas de perros para tentar a la suerte con algún chucho. Si no allí, entonces a una partida de dados en algún barracón, o llevado por la desesperación, a apostar sobre la velocidad de una nube que pasara con algún centinela aburrido.

El método y las circunstancias apenas le importaban: solo le importaba jugar. Desde la adolescencia, había sido su único vicio auténtico; el capricho que le había llevado a convertirse en ladrón. Antes de la guerra había jugado en casinos de toda Europa; el
Chemin de Fer
era su juego favorito, aunque no le disgustaba la ruleta. Evocaba aquellos años a través del velo que sobre ellos había corrido la guerra, y recordaba aquellos desafíos como recordaba los sueños durante la vigilia: como algo irrecuperable, que se alejaba más y más a cada instante.

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