—Estoy pensando en llenar la piscina al aire libre.
Toy le dio gracias a Dios por que Whitehead hubiera cambiado de tema. Que no se hablara del pasado, por lo menos esa noche.
—Ya no nado ahí fuera, ni siquiera en verano.
—Pon peces.
Whitehead volvió ligeramente la cabeza para ver si había una sonrisa en el rostro de Toy. Este nunca indicaba una broma con el tono de su voz, y Whitehead sabía que era fácil ofenderlo si uno se reía cuando no estaba de broma, o al revés. Toy no sonreía.
—¿Peces? —dijo Whitehead.
—Carpas ornamentales, quizá. ¿No se llaman Kois? Son exquisitas.
A Toy le gustaba la piscina. Por la noche se iluminaba desde abajo, y la superficie se movía en unas ondas fascinantes. El color turquesa era encantador. Si hacía frío, el agua caliente emitía un ligero vapor que desaparecía a pocos centímetros de la superficie. De hecho, aunque odiaba nadar, la piscina era uno de sus lugares favoritos. No estaba seguro de que Whitehead lo supiera: probablemente sí. Había descubierto que papá lo sabía casi todo, aunque no se hubiera dicho en voz alta.
—Te gusta la piscina —declaró Whitehead.
Lo dicho: demostrado.
—Sí. Me gusta.
—Pues la dejamos como está.
—Bueno, no…
Whitehead levantó la mano para atajar la discusión, complacido de hacerle ese regalo.
—Se queda como está —dijo—. Y puedes llenarla de Kois.
Volvió a sentarse en la silla.
—¿Quieres que encienda las luces del césped? —preguntó Toy.
—No —dijo Whitehead.
A la luz moribunda de la ventana su cabeza parecía hecha de bronce, como un Médici moderno, quizá, con los párpados pesados, los ojos hundidos, la barba blanca y el bigote recortados con esmero; todo su cuerpo parecía demasiado pesado para que la columna vertebral lo sostuviera. Consciente de que tenía los ojos clavados en la espalda del viejo, y de que Joe lo sentiría sin duda, Toy se sacudió el letargo de la habitación y se obligó a entrar en acción.
—Bueno… ¿quieres que traiga a Strauss, Joe? ¿Quieres verlo o no?
Las palabras tardaron una eternidad en atravesar la habitación en la oscuridad creciente. Durante unos instantes, Toy no supo siquiera si Whitehead lo había oído.
Entonces el oráculo habló. No se trataba de una profecía, sino de una pregunta.
—¿Sobreviviremos, Bill?
Pronunció las palabras con tanta suavidad que parecieron resbalar de sus labios y flotar con las motas de polvo. A Toy le dio un vuelco el corazón. Otra vez la misma historia: la misma canción paranoica.
—Oigo cada vez más rumores, Bill. No pueden ser todos infundados.
Seguía mirando por la ventana. Los grajos trazaban círculos por encima del bosque a un kilómetro del césped. ¿Los estaba mirando? Toy lo dudaba. Había visto a Whitehead así últimamente, ensimismado, rememorando el pasado mentalmente. Toy no tenía acceso a esa visión, pero imaginaba los temores actuales de Whitehead (después de todo, había estado con él en los viejos tiempos), y también sabía que por mucho que quisiera al viejo, había algunas cargas que nunca sería capaz ni estaría dispuesto a compartir. No era lo bastante fuerte; en el fondo seguía siendo el boxeador a quien Whitehead había contratado como guardaespaldas tres décadas atrás. En la actualidad, por supuesto, llevaba un traje de cuatrocientas libras, y sus uñas eran tan impecables como sus modales. Pero su mente era la misma de siempre, supersticiosa y frágil. Los sueños de los grandes no eran para él. Ni sus pesadillas.
Whitehead volvió a plantear la angustiosa pregunta:
—¿Sobreviviremos?
Esta vez Toy se sintió obligado a responder.
—Todo va bien, Joe. Ya lo sabes. Los beneficios suben en casi todos los sectores…
Pero el viejo no quería que lo distrajeran, y Toy lo sabía. Vaciló, y se produjo un espantoso silencio. Toy volvió a clavar la mirada en Whitehead, sin pestañear, y con el rabillo del ojo vio que la oscuridad que se había apoderado de la habitación empezaba a moverse furtivamente. Cerró los ojos con tanta fuerza que casi rechinaron. Había formas que bailaban en su cabeza (ruedas, estrellas y ventanas) y cuando abrió los ojos de nuevo la noche al fin había sofocado el interior.
La cabeza de bronce seguía inmóvil. Pero cuando habló, las palabras parecían salir de sus tripas, manchadas de miedo.
—Tengo miedo, Willy —dijo—. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
Habló con lentitud y sin el menor énfasis, como si le disgustara lo melodramático de sus palabras y se negase a subrayarlo.
—Todos estos años he vivido sin miedo; había olvidado cómo era. Cómo te incapacita. Cómo absorbe tu fuerza de voluntad. Me siento aquí, día tras día. Encerrado en este lugar, con las alarmas, las rejas, los perros. Miro el césped y los árboles…
Sí que estaba mirando.
—Y antes o después, la luz empieza a apagarse.
Hizo una pausa: un silencio largo y profundo, que solo rompían los lejanos cuervos.
—Puedo soportar la noche. No es agradable, pero tampoco es ambigua. Lo que no soporto es el atardecer. Me vienen sudores fríos. Cuando la luz se va y nada es real, ni sólido. Solo hay formas. Cosas que una vez tuvieron forma…
Había habido tardes semejantes durante todo el invierno: lloviznas incoloras que enturbiaban las distancias y amortiguaban los sonidos; semanas enteras de luz incierta, en las que el turbio amanecer se convertía en el turbio atardecer, sin que mediara el día. Había habido muy pocos días de frío intenso como ese: únicamente meses desangelados, uno detrás de otro.
—Me siento aquí todas las tardes —decía el viejo—. Es una prueba que me impongo. Sentarme a ver cómo el tiempo acaba con todo. Desafiando a todo.
Toy percibía la profunda desesperación de papá. Nunca había estado así; ni siquiera después de la muerte de Evangeline.
La oscuridad era casi completa, tanto en el exterior como en el interior; las luces del césped estaban apagadas y los terrenos estaban sumidos en las tinieblas. Pero Whitehead seguía sentado, mirando por la sombría ventana.
—Está todo ahí, por supuesto —dijo.
—¿El qué?
—Los árboles, el césped. Cuando amanezca mañana estarán en el mismo sitio.
—Sí, claro.
—Sabes, de niño creía que alguien venía a llevarse el mundo por las noches y luego volvía a desenrollarlo otra vez a la mañana siguiente.
Se agitó en su asiento; se llevó la mano a la cabeza. Era imposible ver lo que hacía.
—Nunca dejamos de creer en las cosas que creíamos de niños, ¿verdad? Volvemos a creer en ellas al cabo del tiempo. Es lo mismo de siempre, Bill. ¿Sabes? Creemos que seguimos adelante, que nos hacemos más fuertes y más sabios, pero siempre es lo mismo.
Suspiró, y se volvió a mirar a Toy. La luz del pasillo se colaba por la puerta, que Toy había dejado ligeramente entreabierta. Bajo ella, los ojos y las mejillas de Whitehead brillaban a causa de las lágrimas, incluso al otro lado de la habitación.
—Será mejor que enciendas la luz, Bill —dijo.
—Sí.
—Y dile a Strauss que suba.
No había muestras de su angustia en su voz. Pero Joe era un experto en ocultar sus sentimientos, Toy lo sabía desde hacía tiempo. Podía cerrar los párpados y sellar sus labios, y entonces ni siquiera un telépata podía adivinar en qué estaba pensando. Era una habilidad que había empleado con efectos devastadores en las salas de reuniones: nadie sabía nunca cómo reaccionaría el viejo zorro. Probablemente había aprendido la técnica jugando a las cartas. Así como a esperar.
Al atravesar en coche las puertas eléctricas de la finca de Whitehead habían penetrado en otro mundo. Había céspedes bien cuidados a ambos lados del camino de gravilla de color sepia; a la derecha se adivinaba un bosque, más allá de la línea de cipreses, mientras enfilaban hacia la casa. Era media tarde cuando llegaron, pero la luz tenue no hacía sino aumentar el encanto del lugar. La niebla creciente, que emborronaba el nítido contorno del césped y los árboles, contrarrestaba la seriedad del lugar.
El edificio principal era menos espectacular de lo que Marty había imaginado; solo era una gran casa de campo georgiana, de construcción sólida pero apariencia anodina, con extensiones modernas que partían de la estructura principal. Dejaron atrás la puerta delantera, con su porche de columnas blancas, se dirigieron a una entrada lateral, y Toy le invitó a pasar a la cocina.
—Deja las bolsas y sírvete un poco de café —dijo—. Voy a subir a ver al jefe. Ponte cómodo.
Marty se encontraba solo por primera vez desde que saliera de Wandsworth, y se sintió incómodo. La puerta estaba abierta a sus espaldas; no había cerrojos en las ventanas, ni oficiales patrullando los pasillos más allá de la cocina. Era paradójico, pero se sentía desprotegido, casi vulnerable. Al cabo de un rato se levantó de la mesa, encendió la luz fluorescente (la noche caía con rapidez, y allí no había interruptores automáticos) y se sirvió una taza de café solo de la cafetera. Estaba cargado y sabía ligeramente amargo, y supuso que lo habrían filtrado más de una vez, no como el brebaje insípido al que estaba acostumbrado.
Toy volvió al cabo de veinticinco minutos, se disculpó por el retraso y le dijo que el señor Whitehead lo esperaba.
—Deja las bolsas —dijo—. Luther se ocupará de ellas.
Toy le guió desde la cocina, que era parte de la extensión, hasta la casa principal. Los pasillos estaban sumidos en penumbra, pero Marty encontró motivos para admirarse en todas partes. El edificio era un museo. Las paredes estaban cubiertas de cuadros desde el suelo hasta el techo; en las mesas y estanterías había jarrones y figuritas de cerámica de brillantes esmaltes. Pero no había tiempo que perder. Recorrieron el sinuoso laberinto de pasillos; cada vez que doblaban un recodo, Marty estaba más desorientado, hasta que llegaron al estudio. Toy llamó a la puerta, la abrió y lo hizo pasar.
La imagen que Marty se había hecho de su nuevo jefe se basaba sobre todo en la invención, poco más que una fotografía borrosa, y era totalmente equivocada. En lugar de fragilidad, encontró robustez. En lugar de un recluso excéntrico, encontró un rostro arrugado y astuto, que lo observó con detenimiento y humor desde que entró en el estudio.
—Señor Strauss —dijo Whitehead—, bienvenido.
Detrás de Whitehead, las cortinas todavía estaban abiertas, y al otro lado de los cristales, los focos se encendieron de repente, iluminando el verdor intenso del césped hasta una distancia de doscientos metros. La súbita aparición del césped fue como un truco de magia, pero Whitehead no le prestó atención. Se acercó a Marty. Aunque era un hombre corpulento, y buena parte de su volumen se había convertido en grasa, su constitución sostenía cómodamente su peso y no transmitía una sensación de torpeza. La elegancia de su paso, la suavidad casi oleosa de su brazo cuando se lo tendió a Marty, la plenitud de sus dedos extendidos, todo indicaba un hombre que estaba en paz con su físico.
Se estrecharon la mano. Marty tenía calor, o Whitehead frío: Marty supuso enseguida que estaba equivocado. Seguro que un hombre como Whitehead nunca tenía demasiado calor ni demasiado frío; que controlaba la temperatura de su cuerpo con la misma facilidad con que controlaba sus finanzas. ¿No había mencionado Toy, en la corta conversación que habían mantenido en el coche, que Whitehead nunca había estado gravemente enfermo? Ahora que estaba cara a cara con la leyenda, Marty lo creyó. Ni un suspiro de flatulencia saldría de las tripas de ese hombre.
—Soy Joseph Whitehead —dijo—. Bienvenido al Santuario.
—Gracias.
—¿Quiere una copa? Vamos a celebrarlo.
—Sí, por favor.
—¿Qué quiere tomar?
Marty se quedó en blanco de repente, boquiabierto como un pez fuera del agua. Gracias a Dios, Toy sugirió:
—¿Escocés?
—Eso estaría muy bien.
—Para mí lo de siempre —dijo Whitehead—. Siéntese, señor Strauss.
Se sentaron. Las sillas eran cómodas; no eran antigüedades, como las mesas de los pasillos, sino piezas modernas y funcionales. La habitación era del mismo estilo: era un entorno de trabajo, no un museo. Los pocos cuadros que había en las paredes de color azul marino le parecieron al inculto Marty tan recientes como el mobiliario: grandes y chapuceros. El que estaba situado en el lugar más destacado, y el más figurativo, llevaba la firma de Matisse, y representaba a una mujer rosa como la bilis en una tumbona amarilla como la bilis.
—Su güisqui.
Marty aceptó el vaso que Toy le ofrecía.
—Luther le ha comprado un surtido de ropa nueva; está en su habitación —le decía Whitehead—. Son solo un par de trajes, camisas y cosas así, para ir tirando. Más adelante a lo mejor lo mandamos de compras a usted solo —vació su vaso de vodka antes de continuar—. ¿Todavía les dan trajes a los reclusos, o ya no? Saldos de la casa de empeños, supongo. No sería muy considerado en estos tiempos ilustrados. La gente podría pensar que eran ustedes criminales por necesidad…
A Marty no le convencía en absoluto ese tema de conversación: ¿acaso Whitehead se estaba riendo de él? El monólogo continuó en un tono bastante amistoso, mientras Marty intentaba distinguir la ironía de la opinión expresada con franqueza. Era difícil. Después de escuchar a Whitehead durante unos minutos, recordó que las cosas en el exterior eran mucho más sutiles. Comparado con ese hombre, de conversación amena y llena de inflexiones, el conversador más inteligente de Wandsworth era un aficionado. Toy le puso a Marty otro vaso de güisqui en la mano, pero este apenas se dio cuenta. La voz de Whitehead era hipnótica; y extrañamente reconfortante.
—Toy ya le ha explicado sus obligaciones, ¿no?
—Sí, creo que sí.
—Quiero que se sienta como en casa, Strauss. Familiarícese con la casa. Hay un par de sitios que le estarán prohibidos; Toy le dirá cuáles. Respete estas restricciones, por favor. El resto de la casa está a su disposición.
Marty asintió y se bebió el güisqui, que se deslizó por su gaznate como si fuera mercurio.
—Mañana…
Whitehead se levantó, dejando el pensamiento inacabado, y volvió a la ventana. El césped brillaba como si estuviera recién pintado.
—Usted y yo daremos un paseo por la finca.
—Muy bien.
—Le enseñaré todo lo que hay que ver. Le presentaré a
Bella,
y a los demás.