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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (8 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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¿Había más personal? Toy no los había mencionado; pero seguro que habría otros: guardias, cocineros, jardineros. Probablemente el lugar estaba lleno de empleados.

—Venga a hablar conmigo mañana, ¿eh?

Marty terminó su escocés y Toy le indicó que se levantase. Whitehead parecía haber perdido interés en ambos de repente. El examen había terminado, por lo menos ese día; sus pensamientos ya estaban en otra parte, y miraba la hierba brillante al otro lado de la ventana.

—Sí, señor. Mañana.

—Pero antes de que venga… —dijo Whitehead, volviéndose a mirar a Marty.

—Sí, señor.

—Aféitese el bigote. Cualquiera diría que tiene algo que ocultar.

12

Toy le dio a Marty una rápida vuelta por la casa antes de llevarlo arriba, prometiendo ofrecerle un paseo más completo cuando el tiempo no apremiase. Luego lo condujo hasta una habitación grande y bien ventilada en el último piso, en un lateral de la casa.

—Esta es la tuya —dijo. Luther había dejado la maleta y la bolsa de plástico encima de la cama; su aspecto deslucido parecía fuera de lugar en una habitación tan elegante y funcional. Los muebles eran de estilo contemporáneo, como en el estudio.

»Ahora está un poco vacía —dijo Toy—. Así que haz lo que quieras con ella. Si tienes fotografías…

—La verdad es que no.

—Pues algo tendremos que poner en las paredes. Allí hay libros —señaló al extremo más alejado de la habitación, donde había varias estanterías que protestaban bajo el peso de los volúmenes—, pero la biblioteca de abajo está a tu disposición. Te enseñaré la distribución la semana que viene, cuando te hayas instalado. Hay un vídeo arriba y otro abajo; a Joe tampoco le interesan mucho, así que sírvete tú mismo.

—Suena bien.

—Hay un pequeño vestidor a la izquierda. Como dijo Joe, ahí encontrarás ropa nueva. El cuarto de baño está en la otra puerta, la ducha y esas cosas. Y creo que eso es todo. Espero que sea adecuado.

—Está muy bien —dijo Marty. Toy miró su reloj y se volvió para marcharse.

»Antes de que se vaya…

—¿Hay algún problema?

—No, ninguno —dijo Marty—. Por Dios, no hay ningún problema. Solo quiero que sepa que le estoy agradecido…

—No hace falta.

—Pero es que lo estoy —insistió Marty; había estado intentando encontrar un pie para ese discurso desde Trinity Road—. Le estoy muy agradecido. No sé cómo ni por qué me eligió a mí…, pero se lo agradezco.

A Toy le incomodó ligeramente esa demostración de sentimientos, pero Marty se alegró de decírselo.

—Créeme, Marty, no te habría elegido si no pensara que puedes hacer este trabajo. Ahora que estás aquí, depende de ti que lo aproveches. Yo estaré por aquí, por supuesto, pero a partir de ahora eres más o menos independiente.

—Sí. Me doy cuenta.

—Te dejo entonces. Nos veremos a principios de semana. Por cierto, Pearl te ha dejado comida en la cocina. Buenas noches.

—Buenas noches.

Toy lo dejó solo. Marty se sentó en la cama y abrió la maleta. La ropa mal doblada olía al detergente de la prisión, y no quería sacarla. Por el contrario, rebuscó en el fondo de la maleta hasta encontrar la maquinilla y la espuma de afeitar; luego se desnudó, tiró la ropa vieja al suelo, y entró en el baño.

Era espacioso, rodeado de espejos, y la luz era muy agradable. Había toallas recién lavadas en una percha con calefacción. Tenía ducha, bañera y bidé: una exageración de fontanería. Pasara lo que pasara, estaría limpio. Encendió la luz del espejo y dispuso los utensilios de afeitado en el estante de cristal encima del lavabo. No tendría que haberse molestado en buscarlos. Toy, o quizá Luther, le habían dejado un juego completo de afeitado: maquinilla, loción, espuma, colonia; todo flamante, sin estrenar: esperándolo. Se miró en el espejo; esa inspección íntima que se esperaba de las mujeres, pero que los hombres no solían practicar, excepto en cuartos de baño cerrados. Las ansiedades del día se advertían en su rostro: su piel tenía un aspecto anémico, y tenía ojeras. Como si fuese un hombre en busca de un tesoro, examinó su propia cara en busca de indicaciones. Se preguntó si todos los detalles sórdidos de su pasado estarían escritos allí; quizá grabados a tal profundidad que ya no podría borrarlos.

No cabía duda de que necesitaba sol, y un poco de ejercicio al aire libre.
A partir de mañana,
pensó,
un nuevo régimen.
Correría todos los días hasta que estuviera tan en forma que fuese irreconocible. También iría a un buen dentista. Le sangraban las encías con alarmante frecuencia, y en un de par sitios se apartaban de los dientes. Estaba orgulloso de ellos: eran parejos y fuertes, como los de su madre. Ensayó una sonrisa en el espejo, pero esta había perdido parte de su brillo anterior. Tendría que ejercitarla también. Estaba de nuevo en el ancho mundo; y quizá con el tiempo habría mujeres a las que cortejar con esa sonrisa.

Su examen pasó del rostro al cuerpo. El músculo abdominal estaba cubierto por una capa de grasa: le sobraban seis o siete kilos por lo menos. Tendría que trabajar en eso. Controlar su dieta, y hacer ejercicio hasta que volviese a los ochenta kilos que pesaba al ingresar en Wandsworth. Aparte del peso extra, se sentía bastante bien consigo mismo. Tal vez la luz cálida le favoreciese, pero parecía que la prisión no lo había cambiado radicalmente. No había perdido pelo; no tenía cicatrices, excepto los tatuajes, y una pequeña media luna a la izquierda de la boca; no estaba drogado hasta las cejas. Quizá fuera un superviviente, al fin y al cabo.

Había dejado caer la mano hasta la entrepierna mientras se observaba con atención, y se había excitado distraídamente hasta obtener una erección parcial. No había pensado en Charmaine. Si había lujuria en su exaltación, era narcisista. Muchos convictos con los que había convivido encontraban sencillo saciar su deseo sexual con sus compañeros de celda, pero Marty nunca se había sentido cómodo con la idea. No solo porque le desagradara aquel acto antinatural (aunque así era, y mucho), sino porque se lo imponían. Únicamente era otra forma en que la prisión humillaba a un hombre. Marty en cambio había reprimido su sexualidad, y había usado la polla para mear y poco más. Ahora, mientras jugaba con ella como un adolescente vanidoso, se preguntó si todavía podría usar la maldita cosa.

Hizo correr el agua templada, y se metió en la ducha, enjabonándose de arriba abajo con jabón con aroma de limón. Tal vez fuera el más intenso de los placeres del día. El agua era estimulante, como una lluvia primaveral. Su cuerpo empezó a despertar.
Sí, eso es,
pensó:
estaba muerto, y he resucitado.
Le habían enterrado en el culo del mundo, en un agujero tan profundo que pensaba que nunca podría escapar, pero lo había hecho, maldita sea. Estaba fuera. Se aclaró, y luego se permitió el lujo de repetir el ritual; pero esta vez aumentó considerablemente la temperatura y la fuerza del agua. El baño se llenó de vapor y del sonido del agua al golpear los azulejos de la ducha.

Cuando salió y cortó la corriente, le zumbaba la cabeza debido al calor, al güisqui y al cansancio. Se acercó al espejo y despejó un óvalo en el vapor condensado con el dorso del puño. El agua le había dado otro color a sus mejillas. Tenía el pelo pegado a la cabeza como si fuera un gorro castaño claro. Pensó en dejárselo más largo, si Whitehead no tenía objeción; tal vez se hiciera un peinado con estilo. Pero tenía preocupaciones más urgentes, como deshacerse del condenado bigote. Marty no era especialmente hirsuto. Había tardado varias semanas en dejarse bigote, y había tenido que aguantar los típicos comentarios estúpidos mientras tanto. Pero si el jefe quería que se afeitara, ¿quién era él para oponerse a sus deseos? La opinión de Whitehead al respecto había sonado como una orden, más que una sugerencia.

Aunque el armario de aseo estaba bien surtido (había de todo, desde aspirinas hasta remedios para las ladillas), no había tijeras, y tuvo que enjabonarse el vello con cuidado para suavizarlo y luego atacarlo directamente con la maquinilla. La cuchilla protestó, y también su piel, pero poco a poco el labio superior salió a la superficie, mientras el bigote que tanto esfuerzo le había costado se estrellaba en el lavabo con un chapoteo espumoso, y desaparecía por el desagüe. Tardó media hora en terminar el trabajo a su entera satisfacción. Se cortó en dos o tres sitios, y selló los cortes lo mejor que pudo con saliva.

Cuando terminó, el vapor ya se había despejado, y tan solo algunos bancos de niebla enturbiaban su reflejo. Contempló su rostro en el espejo. El labio superior se veía rosado y vulnerable, y el surco en el centro extrañamente bien formado, pero su desnudez repentina no era una visión desagradable.

Satisfecho, limpió los restos del bigote del lavabo, se puso una toalla en la cintura, y volvió tranquilamente al dormitorio. Estaba prácticamente seco, debido al calor de la calefacción central: no necesitaba usar la toalla. Se sentó en el borde de la cama. El cansancio y el hambre se debatían en su interior. Le habían dejado comida abajo, o eso le había dicho Toy. Bueno, a lo mejor se tumbaba en esa sábana inmaculada, descansaba la cabeza en la almohada perfumada, y cerraba los ojos media hora, y luego se levantaba y bajaba a cenar. Tiró la toalla y se tumbó en la cama, y se quedó dormido mientras se tapaba con el edredón. No tuvo sueños; o si lo hizo, durmió tan profundamente que no pudo recordarlos.

Amaneció enseguida.

13

Si hubiera olvidado la distribución de la casa desde la visita de la noche anterior, solo le habría hecho falta el sentido del olfato para encontrar la cocina. Había jamón en la sartén, y café recién hecho. Había una mujer pelirroja frente a los hornillos, que se apartó de su trabajo y asintió.

—Tú debes de ser Martin —dijo; su voz tenía un ligero acento irlandés—. Te has levantado tarde.

Marty miró el reloj de la pared. Solo pasaban unos minutos de las siete.

—Tienes una bonita mañana por delante.

La puerta de atrás estaba abierta; Marty atravesó la cocina para observar el tiempo que hacía. Era una bonita mañana, en efecto; otro cielo despejado. El césped estaba cubierto de una capa de escarcha que parecía azúcar. A lo lejos, entre la niebla, se adivinaban unas canchas de tenis, y más allá, una línea de árboles.

—Por cierto, me llamo Pearl —anunció la mujer—. Cocino para el señor Whitehead. Tienes hambre, ¿verdad?

—Ahora que estoy aquí sí.

—Aquí creemos en el desayuno. Algo para empezar bien el día —Pearl estaba ocupada metiendo en el horno el jamón de la sartén. La superficie de trabajo junto al quemador estaba manchada de comida: tomates, salchichas, rodajas de pudín negro—. Hay café ahí al lado. Sírvete.

La cafetera burbujeaba y silbaba. Marty se sirvió una taza de café, el mismo tueste oscuro pero aromático que había probado la noche anterior.

—Tendrás que acostumbrarte a usar la cocina cuando yo no esté. Yo voy y vengo, no vivo aquí.

—¿Quién cocina para el señor Whitehead cuando no estás?

—Le gusta hacerlo él solo a veces, pero tendrás que echarle una mano.

—No sé ni freír un huevo.

—Ya aprenderás.

Se volvió a mirarlo, con un huevo en la mano. Era mayor de lo que Marty había pensado al principio: tal vez tuviera cincuenta años.

—No te preocupes por eso —dijo—. ¿Cuánta hambre tienes?

—Estoy canino.

—Te dejé la cena anoche.

—Me quedé dormido.

Ella rompió un huevo en la sartén, y luego otro, mientras decía:

—El señor Whitehead no tiene gustos exóticos, excepto por las fresas. No espera suflés, no te preocupes. Casi todo está en el congelador de la puerta de al lado: solo tienes que desenvolverlo y meterlo en el microondas.

Marty recorrió la cocina con la mirada, reparando en todo el equipamiento: el robot de cocina, el horno microondas, el cuchillo eléctrico. Tras él, había una serie de pantallas de televisión montadas en la pared. No se había dado cuenta antes. Pero antes de que pudiese preguntarle por ellas, Pearl le ofreció más detalles gastronómicos.

—Muchas veces le entra hambre en mitad de la noche, o eso decía Nick. Ya ves que tiene unos horarios muy extraños.

—¿Quién es Nick?

—Tu predecesor. Se fue justo antes de Navidad. Me caía bien, pero Bill dijo que tenía los dedos muy largos.

—Ya veo.

Ella se encogió de hombros.

—Es que nunca se sabe, ¿verdad? O sea, que no… —se detuvo en mitad de la frase, maldiciendo su lengua en silencio, y disimuló su apuro sacando los huevos de la sartén y poniéndolos en el plato con el resto de la comida. Marty terminó la frase por ella.

—No tenía pinta de ladrón; ¿es lo que ibas a decir?

—No quería decirlo así —insistió ella, cogiendo el plato y poniéndolo en la mesa—. Ten cuidado que el plato está caliente —la cara se le había puesto del mismo color que el pelo.

—No pasa nada —le dijo Marty.

—Me caía bien Nick —reiteró—. De verdad que sí. Se me ha roto uno de los huevos. Lo siento.

Marty bajó la vista hacia el plato lleno. Una de las yemas se había roto, en efecto, y estaba formando un charco alrededor de un tomate frito.

—A mí me parece bien —dijo con verdadero apetito, y se puso a comer. Pearl volvió a llenarle la taza, cogió otra para ella y se sentó con él.

—Bill habla muy bien de ti —dijo.

—Al principio no sabía si le habría caído simpático.

—Oh, sí, mucho —dijo—. En parte porque boxeas, claro. Él era boxeador profesional.

—¿De verdad?

—Pensé que te lo habría dicho. De eso hace treinta años, antes de que trabajase para el señor Whitehead. ¿Quieres tostadas?

—Si no es molestia.

Ella se levantó, cortó dos rebanadas de pan blanco y las metió en la tostadora. Vaciló un momento antes de volver a la mesa.

—Lo siento de verdad —dijo.

—¿Lo del huevo?

—Lo de Nick y los robos…

—Te lo pregunté yo —respondió Marty—. Además, tienes derecho a desconfiar. Soy un ex convicto. La verdad es que ni siquiera soy un ex convicto aún. Puedo volver si meto la pata… —Odiaba decirlo, como si el simple hecho de pronunciar las palabras hiciera que la posibilidad fuese más real—. Pero no voy a decepcionar al señor Toy. Ni a mí mismo. ¿Vale?

Ella asintió, visiblemente aliviada de que las cosas entre ellos no se hubieran estropeado, y volvió a sentarse para terminar el café.

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