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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (5 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Y luego había aparecido Toy, y aunque se esforzaba por olvidar que había oído siquiera su nombre, descubrió que seguía dándole vueltas en la cabeza a aquella media hora de entrevista, analizando cada pequeño detalle de la conversación, como si fuese a descubrir una verdad inesperada. Era un ejercicio infructuoso, por supuesto, pero no dejó de practicarlo, y el proceso lo reconfortaba de algún modo. No se lo dijo a nadie; ni siquiera a Feaver. Era su secreto: la habitación; Toy; la derrota de Somervale.

El segundo domingo después de la reunión con Toy, Charmaine fue a visitarlo. La entrevista fue tan caótica como siempre; el segundo de retraso entre pregunta y respuesta estropeaba la sintonía, como en una conferencia telefónica. No era que el rumor de las otras conversaciones de la habitación empeorase las cosas, las cosas ya estaban mal. Era imposible ignorarlo. Marty había renunciado a intentar arreglarlas mucho tiempo atrás. Después de las preguntas de rigor acerca de la salud de familiares y amigos, llegó el momento de hablar de la separación.

En sus primeras cartas le había escrito: «Eres preciosa, Charmaine. Pienso en ti por las noches, sueño contigo todo el tiempo».

Pero después la imagen de Charmaine se había desdibujado, y de todas formas había dejado de soñar con su rostro y con su cuerpo bajo el suyo, y aunque prolongó la fantasía en sus cartas durante algún tiempo, sus frases amorosas habían empezado a sonar ostensiblemente falsas, y había dejado de escribir acerca de tales intimidades. Se sentía como un adolescente, diciéndole que pensaba en su rostro; no quería que Charmaine se lo imaginara sudando en la oscuridad y tocándose como un niño de doce años.

Pensándolo bien, tal vez hubiese sido un error. Tal vez su matrimonio hubiera empezado a deteriorarse entonces, cuando empezó a sentirse ridículo y dejó de escribirle cartas de amor. Pero ¿acaso no había cambiado ella también? Lo miraba con recelo en aquel preciso momento.

—Flynn te manda recuerdos.

—Oh. Qué bien. Lo sigues viendo, ¿no?

—De vez en cuando.

—¿Qué tal le va?

Charmaine había adquirido la costumbre de mirar al reloj en lugar de mirarlo a él, y Marty se alegraba de que lo hiciera. Le permitía observarla sin sentirse impertinente. Cuando sus facciones se relajaban, todavía la encontraba atractiva. Pero estaba seguro de que tenía bajo control la reacción que le producía ella. Podía mirarla (los translúcidos lóbulos de sus orejas, la curva de su cuello) y verla fríamente. Por lo menos la prisión le había enseñado eso: no desees lo que no puedes tener.

—Oh, está bien… —respondió ella.

Marty tardó un momento en volver a orientarse; ¿de quién estaba hablando? Oh, sí: de Flynn. Ese sí que nunca se manchaba las manos. Flynn el sabio; Flynn el chulo.

—Te manda recuerdos —dijo.

—Ya me lo has dicho —le recordó él.

Otra pausa; la conversación era más dolorosa cada vez que iba. No tanto para él como para ella. Parecía que sufría un trauma cada vez que escupía una palabra.

—He vuelto a ver a los abogados.

—Oh, sí.

—Parece que todo está en marcha. Han dicho que los papeles estarán listos el mes que viene.

—¿Qué hago, los firmo y ya está?

—Bueno… han dicho que teníamos que hablar de la casa, y de todo lo que tenemos en común.

—Quédatelo.

—Pero es nuestro, ¿no? O sea, de los dos. Y cuando salgas vas a necesitar un sitio donde vivir, y muebles y todo eso.

—¿Quieres vender la casa?

Otra pausa horrible, como si estuviese a punto de decir algo mucho más importante que las frivolidades que seguramente aflorarían.

—Lo siento, Marty —dijo.

—¿El qué?

Charmaine meneó levemente la cabeza. Su cabello brillaba.

—No lo sé —dijo.

—No es culpa tuya. Nada de esto es culpa tuya.

—No puedo evitar…

Se detuvo y levantó la vista hacia él, súbitamente más viva con el apremio del miedo (¿de eso se trataba, de miedo?) de lo que había estado en los demás encuentros acartonados que habían soportado en habitaciones sofocantes como aquella. Tenía los ojos húmedos, estaban llenándose de lágrimas.

—¿Qué pasa?

Ella lo miró; las lágrimas se desbordaron.

—Char… ¿qué pasa?

—Se acabó, Marty —dijo ella, como si acabase de descubrirlo; se acabó, se terminó, adiós.

Él asintió.

—Sí.

—No quiero que… —se interrumpió, hizo una pausa, luego volvió a intentarlo—. No me culpes.

—No te culpo. Nunca te he culpado. Dios, has venido a verme, ¿no? Todos estos años. Ya sabes que odio verte en este lugar. Pero tú venías; cuando te necesitaba, aquí estabas.

—Pensaba que saldría bien —prosiguió ella, como si él no hubiese dicho nada—, de verdad. Pensaba que saldrías pronto, y que a lo mejor lo arreglábamos, ya sabes. Todavía teníamos la casa y todo eso. Pero los dos últimos años todo empezó a torcerse.

Él la veía sufrir, y pensaba:
nunca podré olvidarlo, porque es culpa mía, porque soy la peor mierda del mundo, mira lo que he hecho.
Al principio había habido lágrimas, por supuesto, y cartas de ella llenas de dolor y acusaciones medio enterradas, pero la angustia tan espantosa que mostraba en ese momento era mucho más profunda. Para empezar, ya no era la de una chica de veintidós años, sino la de una mujer adulta; y le avergonzaba profundamente pensar que era culpa suya, le avergonzaba de un modo que pensaba que había superado.

Charmaine se sonó con un pañuelo que sacó de un paquete.

—Todo está hecho un lío —dijo.

—Sí.

—Solo quiero poner las cosas en su sitio.

Le echó un rápido vistazo a su reloj, demasiado rápido para fijarse en la hora, y se levantó.

—Será mejor que me vaya, Marty.

—¿Tienes una cita?

—No… —respondió, una mentira evidente que no se esforzó mucho en disimular—, a lo mejor luego me voy de compras. Siempre me levanta el ánimo. Ya me conoces.

No,
pensó él.
No, no te conozco. Si te conocí alguna vez, y no estoy seguro de que así fuera, eras diferente en aquel entonces, y Dios mío, cómo te echo de menos.
Se detuvo. Ese no era el modo de despedirse de ella; lo sabía por pasados encuentros. El truco estaba en ser frío, en terminar en una nota de formalidad, para así poder volver a su celda y olvidarse de ella hasta la próxima vez.

—Quería que lo entendieras —dijo ella—. Pero creo que no te lo he explicado muy bien. Es un lío espantoso.

No dijo «adiós»; estaba empezando a llorar otra vez, y él estaba seguro de que a pesar de la cháchara de abogados, temía echarse atrás en el último momento, por debilidad, por amor, o por ambas cosas, y marchándose sin volver la vista atrás excluía esa posibilidad.

Derrotado, volvió a su celda. Feaver estaba dormido. Se había pegado a la frente con saliva una vulva arrancada de una de sus revistas, una de sus manías favoritas. Se abría como un tercer ojo sobre sus párpados cerrados, mirándolo sin cesar, sin esperanza de dormir.

7

—¿Strauss?

Priestley estaba en la puerta abierta de la celda, mirando hacia el interior. Algún gracioso había escrito en la pared: «Si estás cachondo, golpea la puerta y vendrá una puta». Era un chiste familiar (Marty había visto la misma gracia, o parecida, en varias celdas), pero ahora, mirando a la gruesa cara de Priestley, pensó que la asociación de ideas (el enemigo y el sexo de una mujer) era obscena.

—¿Strauss?

—Sí, señor.

—El señor Somervale quiere verte a las tres y cuarto. Vendré a recogerte. Estate listo a las tres y diez.

—Sí, señor.

Priestley se dio la vuelta para marcharse.

—¿Me puede decir de qué se trata, señor?

—¿Yo qué cojones sé?

Somervale lo esperaba en la sala de entrevistas a las tres y cuarto. El expediente de Marty estaba en la mesa frente a él, todavía sin abrir. A su lado había un sobre de color beis sin marcar. Somervale estaba de pie junto a la ventana de cristal reforzado, fumando.

—Pasa —dijo. No lo invitó a sentarse, ni dejó de mirar por la ventana.

Marty cerró la puerta al entrar, y esperó. Somervale exhaló el humo sonoramente por las ventanillas de la nariz.

—¿Tú qué crees, Strauss? —dijo.

—¿Cómo dice, señor?

—Que tú qué crees, ¿eh? Imagínatelo.

Marty seguía sin comprender nada, y se preguntaba si estaría confundido él, o lo estaría Somervale. Al cabo de una eternidad, Somervale dijo:

—Mi mujer ha muerto.

Marty se preguntó qué esperaba que dijera. Pero Somervale no le dio tiempo para formular una respuesta. Después de esas cuatro palabras, continuó con otras cinco:

—¡Te van a soltar, Strauss!

Expuso los hechos rotundos uno detrás de otro como si estuvieran relacionados; como si el mundo entero se hubiera puesto en su contra.

—¿Me voy con el señor Toy? —preguntó Marty.

—El Consejo y él creen que eres un candidato adecuado para el trabajo en la finca de Whitehead —dijo Somervale—. Imagínate —produjo un sonido grave con la garganta, que pudo haber sido risa—. Estarás bajo estrecha vigilancia, por supuesto. No la mía, sino la de quien ocupe mi puesto. Y si te pasas de la raya una sola vez…

—Entiendo.

—Me pregunto si eso es cierto —Somervale dio una calada a su cigarrillo, sin darse la vuelta aún—. Me pregunto si entiendes qué clase de libertad has escogido…

Marty no estaba dispuesto a permitir que esa frivolidad echase a perder su creciente euforia. Somervale había sido derrotado; que hable.

—Puede que Joseph Whitehead sea uno de los hombres más ricos de Europa, pero he oído que también es uno de los más excéntricos. Sabe Dios en lo que te estás metiendo, pero te aseguro que a lo mejor la vida en la prisión te parece mucho más apetecible.

Las palabras de Somervale se evaporaron; su inquina cayó en oídos sordos. Ya fuera por agotamiento, o porque se percató de que había perdido a su público, interrumpió su monólogo resentido nada más empezar, y se apartó de la ventana para terminar ese desagradable asunto lo antes posible. Marty se asombró al ver el cambio que se había producido en él. En las semanas transcurridas desde la última vez que se vieran, Somervale había envejecido años; parecía que se hubiera mantenido a base de cigarrillos y de pena. Su piel parecía pan rancio.

—El señor Toy te recogerá en la puerta el viernes que viene. El 13 de febrero. ¿Eres supersticioso?

—No.

—Aquí tienes todos los detalles. En un par de días te harán un chequeo, y vendrán para repasar tu puesto de trabajo
vis-a-vis
con el Consejo de Libertad Condicional. Están rompiendo las reglas por ti, Strauss. Dios sabrá por qué. Solo en tu sección hay una docena de candidatos más válidos.

Marty abrió el sobre, echó un rápido vistazo a las páginas de letras comprimidas y volvió a guardarlas.

—No me volverás a ver —le decía Somervale—, de lo cual seguro que te alegras mucho.

La cara de Marty no mostró la menor reacción, pero al parecer, su fingida indiferencia encendió una chispa de odio renovado en la cansada figura de Somervale, que le enseñó los dientes podridos al decir:

—Si fuera tú, le daría gracias a Dios, Strauss. Le daría gracias a Dios desde el fondo de mi corazón.

—¿Por qué… señor?

—Pero bien mirado, supongo que no piensas mucho en Dios, ¿verdad?

Las palabras contenían dolor y desprecio a partes iguales. Marty no pudo evitar imaginarse a Somervale solo en una cama de matrimonio; un marido sin esposa, y sin esperanzas de volver a verla; incapaz de llorar. Y otra idea siguió rápidamente a la primera: que el pétreo corazón de Somervale, que se había roto de un solo golpe brutal, no era tan distinto del suyo. Los dos eran hombres duros, los dos se apartaban del mundo mientras libraban guerras privadas en sus entrañas. Los dos habían descubierto que las mismas armas que habían forjado para derrotar a sus enemigos se habían vuelto contra ellos mismos. Era un descubrimiento mezquino, y tal vez Marty no se hubiese atrevido a formularlo, si no hubiera estado tan entusiasmado con la noticia de su liberación. Pero allí estaba. De repente, Somervale y él parecían gemelos, como dos lagartos tumbados en el mismo barro apestoso.

—¿En qué estás pensando, Strauss? —preguntó Somervale.

Marty se encogió de hombros.

—En nada —dijo.

—Mentiroso —dijo el otro. Recogió el expediente y salió de la sala de entrevistas, dejando la puerta abierta al salir.

Marty llamó por teléfono a Charmaine al día siguiente, y le dijo lo que había sucedido. Parecía complacida, lo cual era gratificante. Cuando colgó el teléfono estaba temblando, pero se sentía bien.

Vivió los últimos días en Wandsworth con otros ojos, o así es como le pareció. Todos los aspectos de la vida de la prisión a los que se había acostumbrado (la crueldad despreocupada, los abucheos incesantes, los juegos de poder, los juegos sexuales) volvían a parecerle nuevos, igual que seis años antes.

Había perdido esos años, por supuesto. Nada podría devolvérselos, nada podría colmarlos de experiencia útil. La idea lo entristecía. Tenía muy poco con lo que salir de nuevo al mundo. Dos tatuajes, un cuerpo que había visto mejores días, recuerdos de rabia y desesperación. En adelante viajaría ligero de equipaje.

8

La noche antes de irse de Wandsworth tuvo un sueño. Su vida nocturna no había sido apasionante durante los años que había durado su sentencia. Los sueños eróticos con Charmaine habían cesado enseguida, al igual que sus fantasías más exóticas, como si su subconsciente, compasivo con su encierro, no quisiera burlarse de él con sueños de libertad. A veces se había despertado en mitad de la noche, con la cabeza llena de visiones gloriosas, pero casi todos sus sueños eran tan absurdos y tan repetitivos como su vida consciente. Pero esta fue una experiencia completamente distinta.

Soñó con una especie de catedral, una obra maestra inacabada, y quizá imposible de acabar, con torres, agujas y elevados contrafuertes, demasiado inmensa para existir en el mundo físico, pues desafiaba la gravedad, pero que allí dentro, en su cabeza, era una realidad asombrosa. Era de noche al dirigirse a ella, la gravilla crujía bajo sus pies, el aire olía a madreselva, y en el interior oía cánticos. Voces en éxtasis, un coro de muchachos, pensó, que subía y bajaba sin cesar. No había nadie más en la sedosa oscuridad que lo rodeaba: ningún turista como él, que contemplase boquiabierto aquella maravilla. Tan solo él, y las voces.

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