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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (2 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Sin embargo, ese sentimiento de pérdida cambió cuando oyó hablar del jugador. Le llamaban Mamoulian, y se decía que nunca perdía una partida, y que iba y venía en aquella engañosa ciudad como una criatura que tal vez ni siquiera fuese real.

Pero luego, después de Mamoulian, todo cambió.

2

Circulaban muchos rumores, y muchos ni siquiera se basaban en la verdad. Solo eran mentiras que contaban soldados aburridos. El ladrón había descubierto que la mente militar era capaz de invenciones más barrocas que la de un poeta, y más letales.

Así que cuando oyó hablar de un jugador maestro que salía de la nada, retaba a cualquier aspirante a una partida y ganaba sin variación, sospechó que la historia era simplemente eso: una historia. Pero algo en el modo en que aquel cuento apócrifo persistía le desconcertaba. Aquella fantasía no se desvaneció para dar paso a otra todavía más absurda. Surgía en repetidas ocasiones: en las conversaciones de los hombres en las peleas de perros; en los chismes, en los grafitis. Es más, aunque los nombres cambiaban, los hechos principales eran los mismos en todas las versiones. El ladrón empezó a sospechar que había algo de verdad en la historia al fin y al cabo. Tal vez hubiera un jugador brillante que operaba en algún lugar de la ciudad. No del todo invencible, por supuesto; nadie lo era. Pero aquel hombre, si existía, era sin duda alguien especial. Siempre se hablaba de él con una precaución que rayaba en la reverencia; los soldados que aseguraban haberle visto jugar hablaban de su elegancia, de su calma casi hipnótica. Cuando hablaban de Mamoulian eran campesinos refiriéndose a la nobleza, y el ladrón, que no estaba dispuesto a reconocer la superioridad de ningún hombre, añadió el deseo de destronar a aquel rey a sus razones para localizar al jugador.

Pero aparte de la idea general que transmitían los rumores, había muy pocos datos específicos. Sabía que tendría que encontrar e interrogar a alguien que realmente se hubiese enfrentado a aquella leyenda en una mesa de juego antes de que pudiese empezar a separar la verdad de la especulación.

Tardó dos semanas en encontrar a ese hombre. Se llamaba Konstantin Vasiliev, un subteniente de quien se decía que había perdido cuanto tenía jugando con Mamoulian. El ruso era fuerte como un toro; el ladrón se sintió empequeñecido frente a él. Pero aunque algunos hombres corpulentos dan cobijo a espíritus lo bastante amplios como para colmar su anatomía, Vasiliev parecía casi vacío. Si alguna vez había poseído semejante virilidad, esta había desaparecido. En aquella envoltura solo quedaba un niño nervioso y frágil.

Le costó una hora de persuasión, más de media botella de vodka del mercado negro y medio paquete de cigarrillos hacer que Vasiliev respondiera a sus preguntas con otra cosa que no fuesen monosílabos; pero cuando al fin se produjeron las revelaciones, estas manaron a raudales, eran las confesiones de un hombre a punto de sufrir una crisis nerviosa. En su voz se advertía autocompasión, y también rabia; pero por encima de todo estaba el olor del miedo. Vasiliev era un hombre mortalmente aterrorizado. El ladrón estaba poderosamente impresionado: no por sus lágrimas ni por su desesperación, sino por el hecho de que Mamoulian, aquel jugador sin rostro, hubiera derrotado al gigante que se sentaba frente a él. Fingiendo ofrecerle consuelo y consejo amistoso procedió a sacarle al ruso cualquier pizca de información que este pudiese proporcionarle, siempre en busca de algún detalle significativo para convertir la quimera que investigaba en un ser de carne y hueso.

—¿Dices que siempre gana?

—Siempre.

—Pues, ¿cuál es su método? ¿Cómo hace trampas?

Vasiliev levantó la vista de los tablones del suelo.

—¿Trampas? —dijo con incredulidad—. No hace trampas. He jugado a las cartas toda la vida, con los mejores y con los peores. Conozco todas las trampas del mundo. Y te aseguro que él jugaba limpio.

—Hasta el jugador más afortunado pierde de vez en cuando. Las leyes de la suerte…

Una mirada de alegría inocente atravesó el rostro de Vasiliev, y durante un instante el ladrón vislumbró al hombre que había ocupado aquella fortaleza hasta que perdió la razón.

—Las leyes de la suerte no significan nada para él. ¿Es que no lo ves? No es como tú o como yo. ¿Cómo es posible que gane siempre a menos que tenga poder sobre las cartas?

—¿Tú crees?

Vasiliev se encogió de hombros, y volvió a hundirse en la silla.

—Para él —dijo, casi reflexivo en su absoluta consternación—, la victoria es belleza. Es como la misma vida.

Sus ojos vacíos recorrieron de nuevo el tosco granulado de los tablones mientras el ladrón daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras: «La victoria es belleza. Es como la misma vida». Eran palabras extrañas, y le inquietaban. Sin embargo, antes de que pudiera descifrar su significado, Vasiliev se inclinó más hacia él, su aliento temeroso, agarrando la manga del ladrón con su enorme mano mientras hablaba.

—He pedido un traslado, ¿te lo había dicho? Me iré lejos de aquí en pocos días, soy más listo que nadie. Me pondrán medallas cuando vuelva a casa. Por eso me trasladan: porque soy un héroe, y a los héroes les conceden todo lo que piden. Desapareceré, y nunca me encontrará.

—¿Por qué querría encontrarte?

La mano en la manga se apretó; Vasiliev tiró del ladrón hacia sí.

—Le debo hasta la camisa —dijo—. Si me quedo, me matará. Ya han matado a otros, él y sus camaradas.

—¿No está solo? —dijo el ladrón. Se había imaginado al jugador como un hombre solitario; de hecho, lo había construido según su propia imagen y semejanza.

Vasiliev se sonó con la mano, y se recostó en la silla, que crujió bajo su peso.

—¿Quién sabe lo que es verdad o mentira en este sitio?, ¿eh? —dijo, con ojos acuosos—. Es decir, si te dijera que le acompañaban hombres muertos, ¿me creerías? —Respondió a su propia pregunta con un movimiento de cabeza—. No. Pensarías que estoy loco…

Antaño, pensó el ladrón, aquel hombre había sido capaz de certezas; de acción; quizá incluso de heroísmo. Toda esa nobleza se había disipado: el campeón se hallaba reducido a un muñeco que lloriqueaba y balbuceaba disparates. Aplaudió para sus adentros la totalidad de la victoria de Mamoulian. Siempre había odiado a los héroes.

—Una última pregunta… —comenzó.

—Quieres saber dónde encontrarlo.

—Sí.

El ruso se miró la yema del pulgar, suspirando profundamente. Todo aquello era agotador.

—¿Qué ganas si te enfrentas a él? —preguntó, y volvió a responder a su propia pregunta—. Solo humillación. Quizá la muerte.

El ladrón se levantó.

—Entonces, ¿no sabes dónde está? —dijo haciendo que se guardaba el paquete de cigarrillos medio vacío que estaba en la mesa que los separaba.

—Espera. —Vasiliev extendió la mano hacia el paquete antes de que se perdiera de vista—. Espera.

El ladrón volvió a poner los cigarrillos en la mesa, y Vasiliev los cogió con una mano codiciosa. Levantó la vista hacia su interrogador cuando habló.

—Lo último que he oído es que estaba al norte de aquí. Por la plaza Muranowski. ¿La conoces?

El ladrón asintió. No era una zona que le agradase visitar, pero la conocía.

—Y, ¿cómo lo encuentro cuando llegue allí? —preguntó.

El ruso parecía perplejo por la pregunta.

—Ni siquiera sé qué aspecto tiene —dijo el ladrón, para que Vasiliev lo entendiera.

—No hará falta que lo encuentres —replicó Vasiliev, que le entendía a la perfección—. Si quiere que juegues, te encontrará él.

3

La noche siguiente, la primera de muchas noches semejantes, el ladrón había salido en busca del jugador. Aunque ya había llegado abril, el tiempo todavía era desapacible aquel año. Había regresado a su habitación en el hotel semidemolido que ocupaba, insensible a causa del frío, la frustración y (aunque apenas se atrevía a reconocerlo, ni siquiera frente a sí mismo) el miedo. Los alrededores de la plaza Muranowski eran un infierno dentro de otro infierno. Allí muchos de los cráteres producidos por las bombas conducían a las alcantarillas, y el hedor que salía de ellos era inconfundible. Otros, que se habían utilizado a modo de hornos para incinerar a los ciudadanos ejecutados, todavía destellaban alguna vez, cuando las llamas alcanzaban un estómago lleno de gas, o un charco de grasa humana. Cada paso que daba en aquella tierra recién descubierta era una aventura, incluso para el ladrón. La muerte, en sus numerosas formas, lo esperaba en todas partes. Sentada al borde de un cráter, calentándose los pies en las llamas; de pie, demente, rodeada de basura; jugando alegremente en un jardín de huesos y metralla.

A pesar del miedo, había vuelto a aquel distrito en varias ocasiones; pero el jugador lo eludía. Y con cada intento fracasado, con cada viaje que terminaba en derrota, más se afanaba el ladrón en la persecución. En su imaginación aquel jugador sin rostro empezaba a adquirir una especie de fuerza legendaria. El simple hecho de verlo en persona, y verificar su existencia física en el mismo mundo que él, el ladrón, ocupaba, se convirtió en una cuestión de fe. Un medio (que Dios lo ayudase) para ratificar su propia existencia.

Al cabo de una semana y media de búsqueda infructuosa, volvió a buscar a Vasiliev. El ruso estaba muerto. Habían encontrado su cuerpo el día anterior, con la garganta cortada de oreja a oreja, flotando boca abajo en una de las alcantarillas que el ejército estaba despejando en Wola. No estaba solo. Lo acompañaban otros tres cadáveres, todos ellos masacrados de un modo similar, todos ellos en llamas, ardiendo como brulotes a la deriva por el túnel en un río de excrementos. Uno de los soldados que había estado en la alcantarilla cuando apareció aquella flotilla le dijo al ladrón que los cuerpos parecían flotar en la oscuridad. Durante un angustioso momento había sido como la llegada impasible de los ángeles.

Luego, por supuesto, el horror. Apagar los cadáveres en llamas, sus cabellos, sus espaldas; luego darles la vuelta; y el rostro de Vasiliev, atrapado en el haz de luz de una linterna, con una mirada de asombro, como un niño sobrecogido ante un mago asesino.

Los papeles de su traslado habían llegado esa misma tarde.

De hecho, los papeles, al parecer, habían sido la causa de un error administrativo que había puesto fin a la tragedia de Vasiliev con una nota cómica. Los cadáveres, una vez identificados, habían sido enterrados en Varsovia, excepto el del subteniente Vasiliev, cuyo historial de guerra exigía un tratamiento menos expeditivo. Se hicieron planes para transportar su cuerpo a la Madre Rusia, donde habría de ser enterrado con honores de Estado en su ciudad natal. Pero alguien, al tropezar con los papeles de traslado, había supuesto que se aplicaban a Vasiliev muerto en lugar de a Vasiliev vivo. El cuerpo había desaparecido misteriosamente. Nadie estaba dispuesto a admitir su responsabilidad: simplemente se había enviado el cadáver a algún otro destino.

La muerte de Vasiliev solo sirvió para intensificar la curiosidad del ladrón. La arrogancia de Mamoulian le fascinaba. Tenía frente a sí a un oportunista, un hombre que se ganaba la vida con la debilidad de los demás, a quien el éxito había vuelto tan insolente que se atrevía a asesinar, o hacer que asesinaran en su nombre, a aquellos que lo contrariaban. El ladrón estaba nervioso a causa de la expectación. En sus sueños, cuando era capaz de dormir, se adentraba en la plaza Muranowski. Esta se encontraba cubierta de una niebla que parecía un ser vivo, que prometía despejarse en cualquier momento y descubrir al jugador. Era como un hombre enamorado.

4

Esa noche, el techo nuboso y miserable de Europa se había resquebrajado: el cielo azul, aunque pálido, se había extendido sobre la cabeza del ladrón, cada vez más amplio. En ese momento, al caer la tarde, el cielo estaba absolutamente despejado por encima de su cabeza. Al sudoeste, grandes cúmulos, cuyas cabezas de coliflor estaban teñidas de ocre y oro, engordaban con truenos, pero pensar en su furia tan solo lo excitaba. Esa noche, el aire era eléctrico, y estaba seguro de que encontraría al jugador. Lo había estado desde que despertó aquella mañana.

Cuando la tarde empezó a caer se dirigió al norte en dirección a la plaza, casi sin pensar a dónde iba, la ruta le resultaba muy familiar. Atravesó dos controles sin ser detenido, la confianza de su porte era salvoconducto suficiente. Esa noche, era inevitable. Su posición allí, respirando el aire con aroma a lilas, mientras las estrellas brillaban en su cenit, era inexpugnable. Sentía cómo la electricidad estática le recorría el vello del dorso de la mano, y sonreía. Vio a un hombre, que llevaba algo irreconocible en sus brazos, gritando en una ventana, y sonrió. No muy lejos de allí, el Vístula, cargado de agua de lluvia y del deshielo, rugía en dirección al mar. Él no era menos irresistible.

El color dorado desapareció de los cúmulos; el azul claro dio paso a la oscuridad de la noche.

Cuando se disponía a entrar en la plaza Muranowski algo destelló frente a él, una ráfaga de viento le sobrepasó a toda velocidad, y de repente el aire se llenó de confeti blanco. ¿No se estaría celebrando una boda en aquel lugar? Uno de los fragmentos que giraba se quedó atrapado entre sus pestañas, y se lo arrancó. No se trataba de confeti en absoluto: era un pétalo. Lo apretó entre el pulgar y el índice. El aceite aromático brotó del tejido desgarrado.

En busca de su origen, siguió caminando un poco, y al doblar la esquina hacia la plaza descubrió el espectro de un árbol, prodigiosamente cargado de flores flotando en el aire. Parecía desarraigado, las estrellas iluminaban su cabeza nevada, y su tronco estaba sumido en sombras. Contuvo el aliento, impresionado por aquella belleza, y se acercó al árbol como podría haberse aproximado a un animal salvaje, con cuidado de no asustarlo. Le dio un vuelco el corazón. No se trataba de pavor a las flores, ni siquiera de los vestigios del entusiasmo que había sentido al caminar hasta allí. Todo eso se desvanecía. Una sensación distinta le oprimía en aquella plaza.

Estaba tan acostumbrado a las atrocidades que desde hacía tiempo se consideraba incapaz de sentir miedo. Así pues, ¿por qué se mantenía a algunos pasos de distancia del árbol, con las uñas bien cuidadas, apretadas contra las palmas de sus manos con ansiedad, desafiando a aquel paraguas florido a desvelar lo peor? No había nada que temer en ese lugar. Tan solo pétalos en el aire, sombras en el suelo. Pero a pesar de todo respiraba débilmente, esperando contra toda esperanza que su temor fuera infundado.

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