Vamos
, pensó,
si tienes algo que enseñarme, te estoy esperando.
Dos cosas sucedieron tras su silenciosa invitación. Desde atrás, una voz gutural le preguntó en polaco:
—¿Quién eres? —Distraído por la sorpresa durante un brevísimo instante, sus ojos perdieron de vista el árbol, y en ese momento una figura surgió bajo las ramas cargadas de flores y apareció brevemente con los hombros encorvados a la luz de las estrellas. En aquella engañosa penumbra el ladrón no estaba seguro de lo que había visto: quizá un rostro desecho, con el cabello chamuscado, que miraba inexpresivamente en su dirección. Un cadáver cubierto de costras, tan grande como un toro. Las enormes manos de Vasiliev.
Fuera como fuese, la figura se retiraba ya para esconderse más allá del árbol, rozando las ramas con su cabeza herida al pasar. Una llovizna de pétalos aleteó hasta sus hombros carbonizados.
»¿No me has oído? —dijo la voz a sus espaldas. El ladrón no se volvió. Siguió mirando fijamente al árbol, entornando los ojos, intentando separar la materia de la ilusión. Pero el hombre, quienquiera que fuese, se había ido. No podía haber sido el ruso, por supuesto, era una locura. Vasiliev estaba muerto, lo habían encontrado boca abajo en la porquería de una alcantarilla. No estaba allí; no podía estar allí. Probablemente su cuerpo se dirigía ya a algún remoto destino del imperio ruso. No estaba allí; no podía estar allí. Pero a pesar de todo el ladrón sintió la urgente necesidad de perseguir al extraño, solo para tocarlo en el hombro, para que se diera la vuelta, para mirarlo a la cara y comprobar que no se trataba de Konstantin. Ya era demasiado tarde; el interrogador que estaba detrás de él le agarraba con fuerza del brazo, y exigía una respuesta. Las ramas del árbol habían dejado de agitarse, los pétalos habían dejado de caer, el hombre se había alejado.
Suspirando, el ladrón se enfrentó a su interrogador.
La figura que estaba frente a él sonreía en señal de bienvenida. Se trataba de una mujer, a pesar de la aspereza de su voz, que llevaba unos pantalones demasiado grandes, atados con una cuerda, pero por lo demás estaba desnuda. Tenía la cabeza afeitada; y las uñas de los pies pintadas. Él reparó en todo eso con los sentidos agudizados por la impresión que le había causado el árbol, así como el placer que le producía la desnudez de ella. Las esferas relucientes de sus pechos eran perfectas: sintió que se le abrían los puños, y que sus manos se morían por tocarlas. Pero tal vez su examen del cuerpo fue demasiado evidente. Levantó la vista hacia su rostro para ver si todavía sonreía. Sí que lo hacía; pero esta vez su mirada se detuvo en la cara, y se dio cuenta de que lo que había tomado por una sonrisa era en realidad algo permanente. Le habían cortado los labios, poniendo al descubierto las encías y los dientes. Tenía horrendas cicatrices en las mejillas, los restos de las heridas que le habían cercenado los tendones y provocado una expresión que le desgarraba la boca. Su aspecto le horrorizó.
—¿Quieres…? —empezó ella.
¿Quiero?,
pensó él mientras sus ojos volvían rápidamente a sus pechos. La despreocupada desnudez de la mujer lo excitaba, a pesar de su rostro mutilado. Le asqueaba la idea de poseerla (ningún orgasmo valía besar esa boca sin labios), y sin embargo si se lo ofrecía, aceptaría, y a la mierda el asco.
—¿Quieres…? —empezó de nuevo, en esa voz arrastrada, híbrida, ni masculina ni femenina. Le resultaba difícil articular y pronunciar palabras sin la ayuda de los labios. Sin embargo, consiguió emitir el resto de la pregunta—: ¿Quieres las cartas?
Se había equivocado por completo. La mujer no tenía interés alguno en él, ni sexual ni de ninguna otra clase. Tan solo era un mensajero. Mamoulian estaba allí. Seguramente al alcance de su mano. Puede que le estuviese observando en ese preciso momento.
Pero la confusión de emociones que experimentaba en su interior emborronó la euforia que tendría que haber sentido entonces. En lugar de triunfo, se debatía entre varias imágenes contradictorias: las flores, los pechos, la oscuridad; el rostro quemado del hombre, volviéndose hacia él por un instante; la lujuria, el miedo; una estrella solitaria que surgía del flanco de una nube. Casi sin pensar en lo que decía, respondió:
—Sí. Quiero las cartas.
La mujer asintió, se apartó de él y se dirigió al otro lado del árbol, cuyas ramas todavía se agitaban allí donde el hombre que no era Vasiliev las había tocado, y atravesó la plaza. Él la siguió. Era posible olvidar el rostro de aquella intermediaria observando la elegancia de sus pies descalzos. A ella no parecía importarle por dónde pisaba. No vaciló ni una sola vez, a pesar del cristal, el ladrillo y la metralla.
Le condujo hasta los restos de una gran casa al otro lado de la plaza. Su devastado exterior, que antaño habría sido impresionante, todavía se tenía en pie; hasta tenía un portal, aunque no había puerta. Al otro lado brillaba la luz de una hoguera. Los escombros del interior se desparramaban por el portal y bloqueaban su mitad inferior, obligándoles a ambos, mujer y ladrón, a agacharse y gatear para entrar en la casa. En la penumbra, la manga de su abrigo se enganchó en algo y la tela se desgarró. Ella no se volvió para ver si estaba herido, aunque había jurado en voz alta. Tan solo siguió caminando por encima de los montículos de ladrillos y tejas caídas mientras él la seguía a trompicones, sintiéndose ridículo y torpe. A la luz de la hoguera discernió el tamaño del interior; había sido una hermosa casa. Pero no tenía tiempo de estudiarla. La mujer había dejado atrás la hoguera, y se dirigía a una escalera. Él la siguió, sudando. El fuego crepitó; se volvió a mirarlo, y vislumbró a alguien al otro lado, que se mantenía fuera de su vista tras las llamas. Mientras lo miraba, el vigilante arrojó más yesca al fuego, y una constelación de motas brillantes salió despedida hacia el cielo.
La mujer estaba subiendo las escaleras. Se apresuró a seguirla. La sombra del ladrón en la pared, proyectada por el fuego, parecía enorme. Ella ya había llegado al final de las escaleras cuando él aún se encontraba a medio camino, y se deslizaba por otra puerta y desaparecía. La siguió lo más rápido que pudo, y traspuso la puerta tras ella.
La luz de la hoguera arrojaba una luz temblorosa en el interior de la habitación a la que había accedido, y al principio apenas pudo distinguir nada.
—Cierra la puerta —pidió alguien. Tardó unos instantes en darse cuenta de que la petición se dirigía a él. Se volvió a medias, tanteó para encontrar el picaporte, descubrió que no lo había, y empujó la puerta, que se cerró sobre goznes quejumbrosos.
Después, volvió a mirar al interior de la habitación. La mujer estaba a dos o tres metros de distancia, mirándolo con su rostro siempre divertido, su sonrisa era una hoz gris.
—Tu abrigo —dijo, y extendió las manos para ayudarle a quitárselo. Después desapareció de su vista, y el objeto de su larga búsqueda se hizo visible.
Sin embargo, no fue Mamoulian lo que atrajo su atención al principio. Fue el retablo de madera tallada que estaba puesto contra la pared a sus espaldas, una obra maestra gótica que brillaba, incluso en la penumbra, con tonos dorados, rojos y azules.
Botín de guerra,
pensó el ladrón;
así que eso es lo que hace este cabrón con su fortuna.
Entonces miró a la figura que estaba frente al tríptico. Una sola mecha, empapada en aceite, humeaba en la mesa frente a la cual se sentaba. La luz que arrojaba sobre el rostro del jugador era brillante pero inestable.
—Así pues, Peregrino —dijo el hombre—, me has encontrado. Por fin.
—Tú me has encontrado a mí, desde luego —respondió el ladrón; había sido tal como Vasiliev había predicho.
—Tengo entendido que te apetece jugar un poco. ¿Es eso cierto?
—¿Por qué no? —Procuró parecer lo más impasible que pudo, aunque el corazón le latía en el pecho con fuerza. En presencia del jugador, se sentía lastimosamente falto de preparación. El sudor le pegaba el cabello a la frente; tenía polvo de ladrillo en las manos y mugre debajo de las uñas:
seguro que parezco el ladrón que soy,
se dijo avergonzado.
En cambio, Mamoulian era la imagen del decoro. No había nada en su aspecto severo (corbata negra, traje gris) que sugiriese un estafador: aquella leyenda parecía más bien un corredor de bolsa. Su rostro, al igual que su ropa, era completamente anodino, tenía la piel tirante y tallada con delicadeza, del color de la cera debido a la mortecina llama de aceite. Tenía sesenta años, más o menos, a juzgar por las mejillas ligeramente ahuecadas, la nariz grande, aristocrática; la frente amplia y despejada. Había perdido el cabello hasta la coronilla; el que le quedaba era blanco y plumoso. Pero en su postura no se advertía fragilidad, ni fatiga. Se sentaba erguido en la silla, y sus ágiles manos barajaban y juntaban un mazo de cartas con amorosa familiaridad. Solo sus ojos encajaban en la fantasía del ladrón. Ningún corredor de bolsa habría tenido unos ojos tan desnudos. Ojos tan glaciales y despiadados.
—Esperaba que vinieras, Peregrino. Antes o después —dijo. Su inglés carecía de acento.
—¿Llego tarde? —preguntó el ladrón, medio en broma.
Mamoulian dejó las cartas sobre la mesa. Parecía que se había tomado la pregunta con mucha seriedad.
—Ya veremos. —Hizo una pausa antes de decir—: Eres consciente, por supuesto, de que hago apuestas muy altas.
—Eso he oído.
—Si deseas retirarte ahora, antes de que vayamos más lejos, lo entenderé perfectamente. —Hizo aquel breve discurso sin rastro alguno de ironía.
—¿No quieres que juegue?
Mamoulian apretó los labios finos y secos, y frunció el ceño.
—Al contrario —dijo—, me apetece mucho que juegues.
Hubo un destello de patetismo, ¿o no? El ladrón no sabía si se había tratado de un lapsus o de la más sutil de las representaciones.
—Pero no tengo paciencia… —continuó— con los que no pagan sus deudas.
—Te refieres al teniente —aventuró el ladrón.
Mamoulian le miró fijamente.
—No conozco a ningún teniente —dijo sin emoción—. Solo conozco a jugadores, igual que yo. Algunos son buenos, la mayoría no. Todos vienen a poner a prueba su valor, igual que tú.
Había vuelto a coger el mazo, y este se movía en sus manos como si las cartas estuviesen vivas. Cincuenta y dos polillas que aleteaban bajo la luz enferma, cada una marcada de un modo ligeramente distinto al de la anterior. Eran tan hermosas que resultaban casi obscenas; sus brillantes caras eran lo más perfecto que el ladrón había visto en meses.
—Quiero jugar —dijo, desafiando al hipnótico desfile de cartas.
—Pues siéntate, Peregrino —dijo Mamoulian, como si la pregunta nunca se hubiera planteado.
Casi sin hacer ruido, la mujer había puesto una silla detrás de él. Al sentarse, el ladrón se enfrentó a la mirada de Mamoulian. ¿Había algo en aquellos ojos sin alegría que tuviese la intención de hacerle daño? Nada de nada. Allí no había nada que temer.
Murmurando su agradecimiento por la invitación, se desabrochó los puños de la camisa y se la recogió, preparándose para jugar.
Al cabo de un rato, la partida comenzó.
Asilo
«El diablo no es, en modo alguno, lo peor que hay; preferiría tener tratos con él antes que con muchos seres humanos. Él hace honor a sus compromisos con mucha más prontitud que muchos timadores sobre la faz de la Tierra. Para ser honestos, cuando llega la hora de pagar, aparece al momento, justo a medianoche, recoge su alma y vuelve a su casa en el Infierno como un buen diablo. Solo es un hombre de negocios como es debido.»
—J. N. Nestroy,
Hollenangst
Providencia
Después de cumplir seis años de condena en Wandsworth, Marty Strauss se había acostumbrado a esperar. Esperaba para asearse y afeitarse cada mañana; esperaba para comer, esperaba para defecar; esperaba la libertad. Tanto esperar. Todo formaba parte del castigo, por supuesto; como la entrevista a la que le habían convocado aquella lúgubre mañana. Pero aunque esperar había llegado a parecerle sencillo, las entrevistas nunca lo habían sido. Odiaba someterse al escrutinio de los burócratas: el expediente de libertad condicional lleno de informes disciplinarios, informes de circunstancias personales, evaluaciones psiquiátricas; el modo en que cada pocos meses te desnudabas frente a algún funcionario cruel que te explicaba lo horrible que eras. Le dolía tanto que sabía que nunca se recuperaría; nunca olvidaría aquellas habitaciones sofocantes, llenas de insinuaciones y de esperanzas frustradas. Siempre soñaría con ellas.
—Adelante, Strauss.
La habitación no había cambiado desde la última vez que estuviera allí; solo se había puesto más rancia. El hombre al otro lado de la mesa tampoco había cambiado. Se llamaba Somervale, y muchos reclusos de Wandsworth rezaban todas las noches por su destrucción. Ese día no estaba solo tras la mesa forrada de plástico.
—Siéntate, Strauss.
Marty miró al acompañante de Somervale. No era un funcionario de prisiones. Su traje era demasiado elegante, sus uñas estaban demasiado bien cuidadas. Parecía de mediana edad, complexión robusta, y tenía la nariz ligeramente torcida, como si alguna vez se la hubiesen roto y vuelto a colocar mal. Somervale procedió a las presentaciones:
—Strauss. Este es el señor Toy…
—Hola —dijo Marty.
El rostro bronceado le devolvió la mirada; lo estaba examinando abiertamente.
—Encantado de conocerlo —dijo Toy.
Su inspección era más que simple curiosidad, aunque, ¿qué había que ver?, pensó Marty. Un hombre avejentado, que tenía demasiado tiempo a su disposición; un cuerpo que se había vuelto perezoso debido a la mala comida y a la falta de ejercicio; un bigote mal recortado; un par de ojos que el aburrimiento había puesto vidriosos. Marty conocía cada insignificante detalle de su propio aspecto. Ya no merecía un segundo vistazo. Y sin embargo aquellos brillantes ojos azules seguían observándolo, aparentemente fascinados.
—Creo que deberíamos ir al grano —le dijo Toy a Somervale. Apoyó las palmas de las manos en la superficie de la mesa—. ¿Cuánto le ha contado al señor Strauss?
Señor Strauss. El tratamiento era una cortesía casi olvidada.
—No le he contado nada —respondió Somervale.
—Entonces deberíamos empezar por el principio —dijo Toy. Se recostó en la silla, con las manos todavía sobre la mesa.