El juego de las maldiciones (6 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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Y entonces, milagrosamente, echó a volar.

Era ingrávido, el viento lo sostenía, y ascendía por la empinada catedral a una velocidad que lo dejaba sin aliento. Pero no volaba como un pájaro, sino como una especie de pez volador. Como un delfín (sí, eso era), a veces pegando los brazos al cuerpo, a veces braceando en el aire azul al elevarse, como una criatura suave y desnuda, rozando la pizarra y girando alrededor de las agujas, acariciando el rocío de la mampostería con la punta de los dedos, y sacudiendo las gotas de lluvia de los canalones. Si alguna vez había soñado con algo tan hermoso, no lo recordaba. La intensidad de su alegría lo abrumó, y se despertó sobresaltado.

Estaba empapado y tenía los ojos abiertos de par en par, en el calor forzado de la celda, mientras Feaver se masturbaba en la litera de abajo. La litera se sacudía rítmicamente, la velocidad aumentó, y Feaver alcanzó el clímax con un gruñido sofocado. Marty intentó ignorar la realidad, y se concentró en recuperar su sueño. Cerró los ojos de nuevo, conminó a la imagen a regresar, diciéndole a la oscuridad: «vamos, vamos». Durante un extraordinario momento, el sueño volvió: pero ya no era un sueño triunfal, sino terrorífico, y él estaba cayendo en picado desde el cielo a cien kilómetros de altura; la catedral se acercaba con rapidez, y las agujas se afilaban en el viento, preparándose para su llegada…

Se despertó temblando, poniendo fin a la caída antes de que terminase, y se quedó tumbado mirando al techo el resto de la noche, hasta que una penumbra siniestra, la primera luz del amanecer, se derramó por la ventana anunciando el día.

9

No mostraba el cielo grandeza alguna cuando Marty fue liberado. Solo era un viernes por la tarde normal y corriente en Trinity Road.

Toy esperaba en el ala de recepción cuando bajaron a Marty. Siguió esperando mientras los oficiales procedían a una docena de rituales burocráticos; había que inspeccionar sus pertenencias y devolvérselas, firmar y contrafirmar los papeles de su liberación. Transcurrió casi una hora entre semejantes formalidades hasta que abrieron las puertas y les permitieron salir al exterior.

Toy le estrechó la mano a modo de bienvenida y le condujo a través del patio delantero de la prisión hasta el lugar donde aguardaba un Daimler de color rojo oscuro, con el asiento del conductor ocupado.

—Vamos, Marty —dijo, abriendo la puerta—, hace demasiado frío para quedarse ahí parado.

Hacía frío, en efecto; el viento era implacable. Pero el frío no podía congelar su alegría. Era un hombre libre, por amor de Dios; libre dentro de unos límites cuidadosamente prescritos, tal vez, pero era un comienzo. Al menos estaba dejando atrás la parafernalia de la prisión: el cubo en el rincón de la celda, las llaves, los números. En adelante tendría que estar a la altura de las elecciones y las oportunidades que se le ofrecieran.

Toy ya se había refugiado en el asiento de atrás.

—Marty —volvió a llamarlo, haciéndole un gesto con la mano enguantada de ante—. Tenemos que darnos prisa, o pillaremos un atasco al salir de la ciudad.

—Sí. Ya voy…

Marty subió al coche. El interior olía a cera, a humo de puro rancio y a cuero; aromas lujosos.

—¿Pongo la maleta en el maletero? —dijo Marty.

El conductor se volvió desde el volante.

—Tienes sitio ahí detrás —dijo.

Lo miró de arriba abajo. Era un indio americano, y no llevaba uniforme de chófer, sino una vieja chaqueta de piloto. No le ofreció ninguna sonrisa de bienvenida.

—Luther —dijo Toy—, este es Marty.

—Pon la maleta en el asiento delantero —respondió el conductor; se inclinó y abrió la puerta del lado del copiloto. Marty se bajó y puso la maleta y la bolsa de plástico con sus pertenencias en el asiento delantero, junto a un montón de periódicos y un ejemplar manoseado de
Playboy,
luego volvió al asiento de atrás con Toy y dio un portazo.

»No hace falta dar portazos —dijo Luther, pero Marty apenas oyó el comentario.
No hay muchos convictos que salgan de Wandsworth en un Daimler,
pensaba.
A lo mejor esta vez he caído de pie.

El coche se alejó de las puertas con un ronroneo y giró a la izquierda en Trinity Road.

—Luther lleva dos años en la finca —dijo Toy.

—Tres —le corrigió el otro.

—¿Ya? —respondió Toy—. Pues tres. Me lleva a todas partes; lleva al señor Whitehead a Londres.

—Ya no.

Marty encontró la mirada del conductor en el espejo retrovisor.

—¿Has pasado mucho tiempo en ese agujero? —Le preguntó, sin la menor vacilación.

—Demasiado —respondió Marty. No iba a ocultarle nada; no tenía sentido. Esperaba que le hiciera la siguiente pregunta inevitable: «¿por qué te encerraron?». Pero Luther no se la hizo. Dirigió de nuevo su atención a la carretera, aparentemente satisfecho. Marty se alegró de que dejasen la conversación. Lo único que quería era observar el paso de aquel mundo feliz, y empaparse de todo. La gente, los escaparates, los anuncios; estaba ávido de detalles, por triviales que fueran. Pegó los ojos a la ventana. Había mucho que ver, y sin embargo tenía la vivida impresión de que todo era falso, como si la gente de la calle, en los otros coches, fueran actores, cada cual caracterizado y representando su papel a la perfección. Su mente se esforzaba por dar cabida al torrente de información (a cada lado una nueva vista, en cada esquina un desfile distinto) y simplemente rechazó la realidad de todo ello. Todo era teatro, le dijo su cerebro, todo ficción. Porque aquella gente se comportaba como si hubieran vivido sin él, como si el mundo hubiera seguido adelante mientras estaba entre rejas, y una parte infantil de sí mismo, la parte que, al taparse los ojos se creía escondida, no podía concebir la vida en su ausencia.

El sentido común lo convenció de lo contrario, por supuesto. Pese a lo que sospecharan sus confusos sentidos, el mundo era más viejo, y probablemente estaba más cansado, desde que se vieran por última vez. Tendría que renovar su trato con él: aprender cómo había cambiado su naturaleza; aprender de nuevo su etiqueta, su susceptibilidad, su potencial para el placer.

Cruzaron el río por el puente Wandsworth y atravesaron Earl’s Court y Shepherd’s Bush en dirección a Westway. Era viernes a media tarde, y el tráfico era denso; había muchos trabajadores ansiosos por volver a casa para pasar el fin de semana. Marty observaba sin disimulo los rostros de los conductores de los coches que adelantaban, imaginándose a qué se dedicaban, o intentando atraer las miradas de las mujeres.

Kilómetro a kilómetro, la extrañeza que había sentido al principio empezó a disiparse, y cuando llegaron a la M40 estaba empezando a hartarse del espectáculo. Toy se había quedado dormido en su lado del asiento, con las manos en el regazo. Luther estaba ocupado sorteando el tráfico.

Solo una cosa retrasó su avance. A veinte kilómetros de Oxford, las luces azules que destellaban en la carretera, por delante de ellos, y el sonido de una sirena que se acercaba a toda velocidad anunciaban un accidente. La procesión de coches disminuyó la velocidad, como una cola de curiosos que se detuvieran para asomarse a un ataúd.

Un coche se había salido de su carril en dirección este, había atravesado la mediana, y había chocado de frente contra una furgoneta que venía en dirección opuesta. Todos los carriles en dirección oeste estaban bloqueados, ya fuera por los restos del accidente o por los coches de policía, y los viajeros se veían obligados a circular por el arcén para evitar los restos esparcidos.

—¿Ves lo que ha pasado? —preguntó Luther, que estaba ocupado esquivando al guardia que dirigía el tráfico y no podía mirar. Marty le describió la escena lo mejor que pudo.

Había un hombre en mitad del caos, hipnotizado por la conmoción; la sangre le corría por la cara como si le hubiesen partido en la cabeza un huevo de yema ensangrentada. Detrás de él, un grupo de policías y pasajeros rescatados se había congregado en torno al morro aplastado del coche para hablar con alguien atrapado en el asiento del conductor. La figura estaba inclinada y no se movía. Mientras pasaban lentamente a su lado, uno de ellos, una mujer con el abrigo empapado en sangre (ya fuera suya o del conductor) se alejó del vehículo y empezó a aplaudir. Al menos así fue como interpretó Marty las palmadas que daba: como si fueran aplausos. Era como si estuviera sufriendo el mismo engaño que él había experimentado hacía tan poco, que todo era una ilusión meticulosa pero de mal gusto, y que en cualquier momento llegaría a su grato final. Marty sintió el impulso de asomarse por la ventana del coche y decirle que se equivocaba; que aquel era el mundo real, con mujeres atractivas, cielo cristalino y todo. Pero ya lo sabría al día siguiente, ¿verdad? Entonces tendría tiempo de sobra para lamentarse. De momento aplaudía, y seguía aplaudiendo cuando perdieron de vista el accidente.

II

El zorro

10

Whitehead sabía que «asilo» era una palabra traicionera. Por un lado, significaba santuario, refugio, lugar seguro. Por otro, su significado se retorcía: asilo venía a ser un manicomio, un agujero para que se enterrasen los locos. No era más que un truco semántico, se recordó. Entonces, ¿por qué pensaba en esa ambigüedad tan a menudo?

Se sentó en aquella silla tan cómoda junto a la ventana, donde se había sentado tantas tardes, contemplando la noche al acecho en el césped y pensando vagamente en cómo una cosa se convertía en otra; en lo difícil que era aferrarse a algo. La vida era algo fortuito. Whitehead había aprendido esa lección muchos años atrás, de manos de un maestro, y nunca la había olvidado. Tanto si te recompensaban por tus buenas obras como si te despellejaban vivo, todo se reducía al azar. Era inútil confiarse a un sistema de números o divinidades; al final todas se venían abajo. La suerte sonreía al hombre que estuviera dispuesto a arriesgarlo todo a una sola baza.

Él lo había hecho. No una, sino varias veces al principio de su carrera, cuando todavía estaba asentando los cimientos de su imperio. Y gracias a su extraordinario sexto sentido, a su habilidad para adelantarse a los acontecimientos, los riesgos casi siempre habían valido la pena. Otras empresas tenían expertos: ordenadores que calculaban posibilidades a la décima potencia, consejeros pendientes de las bolsas de Tokio, Londres y Nueva York, pero el instinto de Whitehead les hacía sombra a todos. Cuando se trataba de reconocer el momento, de percibir la coincidencia de ocasión y oportunidad que convertía una decisión acertada en una decisión genial, una absorción corriente en un golpe de Estado, nadie estaba por encima del viejo Whitehead, y todos los jóvenes sabiondos de las salas de reuniones de la corporación lo sabían. Todavía le pedían consejo al oráculo Joe antes de emprender una expansión significativa o firmar un contrato.

Él suponía que su autoridad, que seguía siendo absoluta, no gustaba en algunos círculos. Sin duda había quienes pensaban que debía renunciar por completo al control, y dejar que los universitarios y sus ordenadores se ocuparan del negocio. Pero Whitehead había adquirido esas habilidades, esa intuición extraordinaria, corriendo algunos riesgos; era una tontería que no las emplease cuando aún podían ser de ayuda. Además, el viejo tenía un argumento que los jóvenes advenedizos no podían discutir: sus métodos funcionaban. Nunca había recibido formación académica; su vida antes de que se hiciera famoso era un misterio para consternación de los periodistas, pero había creado la Corporación Whitehead de la nada y su trayectoria, para bien o para mal, todavía lo apasionaba.

Esa noche, sin embargo, no había lugar para la pasión, sentado en esa silla junto a la ventana; una silla para morirse, había pensado a veces. Esa noche solo había inquietud: la lamentación del anciano.

¡Cómo odiaba la vejez! No soportaba verse tan reducido. No era que fuese enfermizo; solo que una docena de pequeños achaques conspiraban contra su bienestar, de modo que raro era el día que pasaba sin que alguna irritación (una úlcera en la boca, un escozor entre las nalgas que le picaba terriblemente) desviara su atención hacia su propio cuerpo, cuando el instinto de conservación lo instaba a dirigirla hacia otra parte. La maldición de la edad, había decidido, era la distracción, y no podía permitirse el lujo de una mente distraída. Era peligroso reflexionar sobre picores y úlceras. En cuanto se descuidara, algo le arrancaría la garganta. Eso era lo que le decía la inquietud: «no apartes la mirada ni un momento; no pienses que estás a salvo, viejo, porque tengo un mensaje para ti: lo peor aún está por llegar».

Toy llamó una vez a la puerta antes de entrar en el estudio.

—Bill…

Whitehead se olvidó del césped y de la creciente oscuridad por un momento y se volvió para recibir a su amigo.

—Ya habéis llegado.

—Claro que hemos llegado, Joe. ¿Es tarde?

—No, no. ¿Algún problema?

—Todo va bien.

—Bien.

—Strauss está abajo.

Whitehead se acercó a la mesa bajo la luz menguante, y se sirvió un vasito de vodka. No había tocado el alcohol hasta ahora; tomaría un trago para celebrar que Toy hubiese llegado sano y salvo.

—¿Quieres uno?

Era una pregunta ritual, con una respuesta ritual:

—No, gracias.

—Entonces, ¿vas a volver a la ciudad?

—Cuando hayas visto a Strauss.

—Es muy tarde para ir al teatro. ¿Por qué no te quedas, Bill? Vete mañana por la mañana cuando haya luz.

—Tengo asuntos que atender —dijo Toy, permitiéndose una sonrisa solícita en la última palabra. Era otro ritual, uno de los muchos que tenían. Los asuntos de Toy en Londres, que el viejo sabía que no tenían nada que ver con la corporación, no se cuestionaban; siempre había sido así.

—Y ¿qué te parece?

—¿Strauss? Lo mismo que me pareció en la entrevista. Creo que lo hará bien. Y si no es así, hay muchos más en el mismo sitio.

—Necesito a alguien que no se asuste fácilmente. Las cosas se pueden poner muy feas.

Toy respondió con un gruñido evasivo y esperó que no hablasen más de ese tema. Estaba cansado de esperar y de viajar durante todo el día, y quería pensar en la noche; no era el momento de volver a discutir ese asunto.

Whitehead puso el vaso vacío en la bandeja y volvió a la ventana. La habitación se oscurecía con rapidez, y cuando el viejo le dio la espalda a Toy, la penumbra lo convirtió en algo monolítico. Después de treinta años a su servicio (tres décadas en las que apenas habían cruzado una palabra amarga), a Toy todavía le intimidaba Whitehead, como si este fuese un potentado con poder sobre su vida y su muerte. Todavía hacía una pausa para serenarse antes de entrar a su presencia; todavía tartamudeaba de vez en cuando, como cuando se habían conocido. Le parecía una reacción justificada. El hombre era poder: más poder del que él podría esperar jamás, o de hecho querría poseer: y ese poder descansaba sobre sus anchos hombros con engañosa ligereza. En todos los años que había durado su asociación, en conferencias o en salas de reuniones, nunca le había faltado a Whitehead el gesto o el comentario adecuados. Era el hombre más seguro de sí mismo que Toy había conocido: estaba seguro hasta la médula de su absoluta valía, y sus habilidades estaban tan afinadas que podía destruir a un hombre con una palabra, destrozarlo de por vida, sorberle la autoestima y hacer pedazos su carrera. Toy le había visto hacerlo en innumerables ocasiones, y a menudo a hombres a quienes él consideraba superiores. Lo cual planteaba una pregunta: (se la hizo en ese preciso instante, mientras contemplaba la espalda de Whitehead) ¿por qué el gran hombre pasaba el día con él? Tal vez solo fuese historia. ¿Se trataba de eso? Historia y sentimentalismo.

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