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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (11 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Los cuadros no eran lo único que despertaba su curiosidad. El último piso de la casa principal, donde Whitehead tenía sus aposentos, le estaba absolutamente vedado, y más de una vez sintió la tentación de subir a escondidas cuando sabía que el viejo estaba ocupado, y curiosear en territorio prohibido. Sospechaba que Whitehead usaba ese piso como punto estratégico para espiar las idas y venidas de sus acólitos. Eso explicaba en parte el otro misterio: la sensación de que lo observaban mientras corría. Pero resistió la tentación de investigar. Quizá habría sido más lo que valía su trabajo.

Cuando no estaba de servicio pasaba mucho tiempo en la biblioteca. Allí, si sentía curiosidad por el mundo exterior, había números recientes de la revista
Time, The Washington Post, The Times,
y otros periódicos que llevaba Luther, como
Le Monde, Frankfurter Algemeine Zeitung,
o el
New York Times.
Los ojeaba en busca de noticias curiosas, y a veces se los llevaba a la sauna para leerlos. Cuando se cansaba de los periódicos, había miles de libros para elegir, y por suerte para él, no todos eran tomos voluminosos. Había muchos, en efecto, los clásicos reunidos de la literatura universal, pero junto a ellos, en las estanterías, había ediciones de bolsillo, manoseadas y deslucidas, de libros de ciencia ficción, de portadas chillonas, paradigmas del exceso. Marty empezó a leerlos, escogiendo primero los que tenían las portadas más sugerentes. También estaba el vídeo. Toy le había dado una docena de cintas con los grandes momentos de la historia del boxeo, que Marty veía sistemáticamente, repitiendo sus victorias favoritas a placer. Pasaba tardes enteras viendo los combates, admirando la economía y la elegancia de los grandes luchadores. Toy, siempre atento, también le había dado un par de cintas pornográficas, con una sonrisa cómplice, aconsejándole que no se las tragase todas de una vez. Las cintas eran copias de escenas sin argumento, protagonizadas por parejas y tríos anónimos que se quitaban la ropa en los primeros treinta segundos, e iban al grano en menos de un minuto. Nada sofisticado: pero eran útiles, y como Toy obviamente había adivinado, el aire fresco, el ejercicio y el optimismo estaban obrando maravillas en la libido de Marty. Llegaría un momento en que masturbarse delante de la pantalla no sería suficiente. Marty soñaba con Charmaine cada vez más: sueños explícitos, que transcurrían en el dormitorio del número veintiséis. La frustración le infundió coraje, y cuando volvió a ver a Toy le pidió que le permitiese ir a verla. Toy prometió preguntárselo al jefe, pero no había dado resultado. Hasta entonces, tendría que contentarse con las cintas, y los gemidos y gruñidos fingidos.

Poco a poco empezó a poner nombre a las caras que aparecían con más frecuencia en la casa; los hombres de confianza de Whitehead. Toy, por supuesto, se dejaba ver con frecuencia. También había un abogado llamado Ottaway, un hombre delgado y bien vestido, de unos cuarenta años, que le cayó antipático en cuanto le oyó hablar. Ottaway hablaba con ese aire de contorsionista legal, de puro engaño y encubrimiento, que Marty había experimentado en primera persona. Le trajo malos recuerdos.

Había otro, llamado Curtsinger, un individuo de aspecto sobrio, con un gusto espantoso en corbatas y aún peor en colonias, que a pesar de acompañar a menudo a Ottaway, parecía mucho más benévolo. Era uno de los pocos que reconocía la presencia de Marty, normalmente con una ligera inclinación de cabeza. En una ocasión, celebrando la conclusión de un trato, Curtsinger le había metido un puro en el bolsillo de la chaqueta; después de eso, Marty le habría perdonado cualquier cosa.

La otra cara que se hallaba con más frecuencia junto a Whitehead era la más enigmática de las tres: un ogro de tez morena llamado Dwoskin. Si Toy era Bruto, Dwoskin era Casio. Los trajes impecables, de color gris pálido; los pañuelos doblados con sumo cuidado; la precisión de cada gesto; todo indicaba que se trataba de un obseso, cuyos rituales de aseo estaban diseñados para contrarrestar la exuberancia de su físico. Pero había más: un trasfondo de peligro que Marty había aprendido a identificar en Wandsworth. De hecho, también lo había en los otros. Bajo la apariencia fría de Ottaway y la amabilidad de Curtsinger, había hombres que no eran trigo limpio, como solía decir Somervale.

Al principio Marty tachó la sensación de prejuicio de clase obrera; un don nadie desconfía de los ricos e influyentes por principios. Pero cuantas más reuniones presenciaba y más debates acalorados observaba, más seguro estaba de que en sus negocios había un trasfondo apenas disimulado de mentiras, incluso de criminalidad. No entendía muchas cosas que se decían (las sutilezas del mercado de valores eran un libro cerrado para él), pero el vocabulario civilizado no disfrazaba por completo el significado esencial. Estaban interesados en la mecánica del engaño: cómo manipular la ley y el mercado por igual. Se hablaba de evasiones de impuestos, de ventas entre subsidiarias para inflar los precios artificialmente, de placebos que se comercializaban como panaceas. En su postura no había una disculpa implícita; por el contrario, las maniobras ilícitas, la compra y venta de lealtades políticas, se aplaudían con decisión. Y Whitehead era el líder de esos manipuladores. Lo reverenciaban. Se disputaban sin piedad el puesto más cercano a sus pies. Podía silenciarlos con solo un gesto, y de hecho así lo hacía. Veneraban cada palabra suya como si saliera de los labios de un mesías. La farsa divertía mucho a Marty: pero aplicando la regla que la experiencia le había enseñado en prisión, sabía que para ganarse tal devoción Whitehead tenía que haber pecado mucho más que sus admiradores. En cuanto a astucia, no dudaba de las habilidades de Whitehead, pues ya había experimentado sus poderes de persuasión. Pero a medida que pasaba el tiempo, la otra pregunta le quemaba con más intensidad: ¿él también era un ladrón? Y si no lo era, ¿cuál era su crimen?

16

La calma, según había llegado a comprender, mirando al corredor desde su ventana, lo era todo; si no todo, la mejor parte de aquello en que se deleitaba, mirándolo. No sabía su nombre, aunque podría haber preguntado. Prefería que fuese anónimo, un ángel vestido con un chándal gris, cuya respiración era como niebla que fluía de sus labios al correr. Había oído a Pearl referirse al nuevo guardaespaldas, y supuso que sería él. ¿Realmente importaba cómo se llamase? Los detalles solo podían debilitar su mitificación.

Era una mala época para ella, por muchas razones, y en esas mañanas tristes que pasaba sentada junto a la ventana sin haber dormido casi la noche anterior, se aferraba a la visión del ángel que corría por el césped, o aparecía y desaparecía entre los cipreses; era una señal, un portento de tiempos mejores por venir. Había llegado a contar con la regularidad de su aparición, y cuando dormía bien y no lo veía por la mañana, sentía una innegable sensación de pérdida el resto del día, y se proponía con especial decisión encontrarse con él a la mañana siguiente.

Pero no tenía fuerzas para abandonar la isla del sol, para cruzar los peligrosos arrecifes y llegar hasta él. Hasta indicarle su existencia en la casa era arriesgar demasiado. Se preguntaba si sería un buen detective. Si lo era, quizá habría descubierto su presencia en la casa de algún modo ingenioso: habría visto las colillas de sus cigarrillos en el fregadero de la cocina, u olido su aroma en una habitación que hubiese abandonado escasos minutos antes. O quizá los ángeles, al ser divinidades, no necesitaban tales métodos. Quizá simplemente supiera, sin necesidad de pistas, que estaba allí, detrás del cielo, en una ventana, o pegada a una puerta cerrada cuando él pasaba silbando por el pasillo.

Pero no serviría de nada llegar hasta él, suponiendo que hubiese tenido el valor de hacerlo. No tendría nada que decirle. Y cuando él suspirase de irritación y le volviera la espalda, como sin duda ocurriría, se encontraría perdida en tierra de nadie, apartada del único sitio en que se sentía segura, de esa isla del sol que llegaba hasta ella desde una nube de blanco puro, que la sangre de las amapolas le concedía.

—No has comido nada hoy —la reprendió Pearl. Era una queja familiar—. Te vas a consumir.

—Déjame en paz, ¿quieres?

—Ya sabes que tendré que decírselo.

—No, Pearl. —Carys le dedicó a Pearl una mirada suplicante—, no le digas nada. Por favor. Ya sabes cómo se pone. Te odiaré si le dices algo.

Pearl se quedó en la puerta, con la bandeja en la mano y una mirada de reproche en el rostro. No estaba dispuesta a derrumbarse por la súplica ni el chantaje.

—¿Estás intentando matarte de hambre otra vez? —Le preguntó, despiadada.

—No. Es que no tengo mucho apetito, eso es todo.

Pearl se encogió de hombros.

—No te entiendo —dijo—. La mitad del tiempo tienes aspecto de suicida. Hoy…

Carys sonrió, radiante.

—Es tu vida —dijo la mujer.

—Antes de que te vayas, Pearl…

—¿Qué?

—Háblame del corredor.

Pearl parecía perpleja: no era propio de la muchacha demostrar interés alguno en los tejemanejes de la casa. Siempre estaba encerrada arriba, soñando. Pero ese día insistía:

—El que sale a correr todas las mañanas. El del chándal. ¿Quién es?

¿Qué había de malo en decírselo? La curiosidad era un síntoma de buena salud, y ella tenía muy poco de ambas cosas.

—Se llama Marty.

Marty. Carys le probó el nombre en su imaginación, y decidió que le sentaba bien. El ángel se llamaba Marty.

—¿Marty qué?

—No me acuerdo.

Carys se levantó. La sonrisa había desaparecido. Tenía esa mirada dura que ponía cuando deseaba algo de verdad; con las comisuras de los labios apuntando hacia abajo. Era una mirada que también tenía el señor Whitehead, y que intimidaba a Pearl. Carys lo sabía.

—Ya sabes qué memoria tengo —dijo Pearl, a modo de disculpa—. No me acuerdo de su apellido.

—Pues, ¿quién es?

—El guardaespaldas de tu padre; sustituye a Nick —respondió Pearl—. Por lo visto es un ex recluso. Atraco con violencia.

—¿De verdad?

—Y no es nada sociable.

—Marty.

—Strauss —dijo Pearl, con una nota de triunfo—. Martin Strauss; eso es.

Ya tenía nombre, pensó Carys. Había un poder primitivo en darle nombre a alguien. Te otorgaba autoridad sobre él. Martin Strauss.

—Gracias —dijo realmente complacida.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Solo me preguntaba quién sería. La gente va y viene.

—Pues creo que este se queda —dijo Pearl, y salió de la habitación. Mientras cerraba la puerta, Carys dijo:

—¿Tiene segundo nombre?

Pero Pearl no la oyó.

Era extraño pensar que el corredor había sido un recluso; que todavía era un recluso, de algún modo, recorriendo los terrenos una y otra vez, inhalando aire puro, exhalando vapor, frunciendo el ceño al correr. Quizá entendería, mejor que el viejo, Toy o Pearl, lo que se sentía en la isla de sol, sin saber cómo salir. O peor aún, sabiéndolo y no atreviéndose nunca a hacerlo, por miedo de no poder regresar nunca a lugar seguro.

Ya conocía su nombre y sus delitos, pero la información no estropeó el romanticismo de su carrera matutina. El aún perseguía la gloria; pero ella veía el peso de su cuerpo, cuando antes solo había visto la rapidez de sus pasos.

Al cabo de una eternidad de dudas, decidió que observarlo no sería suficiente.

A medida que Marty se ponía en forma, se exigía más en su carrera matutina. El circuito que trazaba crecía, aunque para entonces recorría las distancias más largas en el mismo tiempo en que antes recorría las cortas. A veces, para darle aliciente al ejercicio, se adentraba en los bosques, haciendo caso omiso de la maleza y de las ramas bajas, y sus zancadas uniformes se convertían en saltos y en
sprints
a medida. Al otro lado del bosque había una presa, y allí se detenía unos minutos cuando le apetecía. Había garzas: por lo menos tres. Pronto llegaría el momento de anidar, y seguramente se emparejarían. Se preguntó qué le ocurriría entonces al tercer pájaro. ¿Saldría volando en busca de su propia pareja, o se quedaría, abrigando pensamientos adúlteros? Lo sabría en las semanas por venir.

A veces, fascinado por el modo en que Whitehead lo observaba desde lo alto de la casa, aflojaba el paso al pasar, esperando vislumbrar su rostro. Pero el observador ponía mucho cuidado en que no lo descubriesen.

Y entonces, una mañana, ella lo esperaba en el palomar al doblar la amplia curva para volver a la casa, y supo al instante que se había equivocado y que no era el viejo quien lo había estado espiando. Ella era la cautelosa observadora de la ventana de arriba. Solo eran las siete menos cuarto de la mañana, y aún hacía frío. Lo había estado esperando algún tiempo, a juzgar por el rubor de sus mejillas y de su nariz. El frío hacía que le brillasen los ojos.

Marty se detuvo, exhalando vapor como una locomotora.

—Hola, Marty —dijo ella.

—Hola.

—No me conoces.

—No.

Ella se envolvió con más fuerza en su abrigo. Era delgada, y aparentaba veinte años como mucho. Tenía los ojos castaños, tan oscuros que parecían negros a tres pasos de distancia, clavados en él como garras. La cara era ancha, tenía un color saludable, y no llevaba maquillaje. Pensó que parecía hambrienta. Ella pensó que parecía famélico.

—Tú eres la de arriba —aventuró él.

—Sí. No te importa que te espíe, ¿verdad? —preguntó ella con franqueza.

—¿Por qué iba a importarme?

Ella apoyó una mano fina y desnuda en la piedra del palomar.

—Es precioso, ¿verdad? —dijo.

A Marty el edificio ni siquiera le había parecido interesante hasta entonces, no era más que una referencia que utilizaba para medir su carrera.

—Es uno de los palomares más grandes de Inglaterra —dijo—. ¿Lo sabías?

—No.

—¿Has entrado alguna vez?

Él meneó la cabeza.

—Es un sitio extraño —dijo ella, y le condujo en torno al edificio en forma de barril hasta la puerta. Le costó abrirla; la madera se había hinchado por la humedad. Marty tuvo que agacharse para seguirla al interior. Dentro hacía aún más frío que fuera, y tembló; el sudor de la frente y del pecho se estaba enfriando ahora que había dejado de correr. Pero era extraño, en efecto, como ella le había prometido: una sola habitación circular, con un agujero en el techo para que los pájaros entraran y salieran. Las paredes estaban llenas de agujeros cuadrados, seguramente nichos para que anidasen, dispuestos del suelo al techo en filas perfectas, como las ventanas de una casa de vecinos. Todos estaban vacíos. A juzgar por la ausencia de excrementos y de plumas en el suelo, el edificio no se había utilizado durante muchos años. El abandono le daba un aire de melancolía; su arquitectura única le hacía inútil para cualquier función, excepto aquella para la que se había construido. La chica había atravesado la tierra apisonada y estaba contando los nichos a partir de la puerta.

BOOK: El juego de las maldiciones
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