Mont Oriol (34 page)

Read Mont Oriol Online

Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Christiane pensaba: «Así que éste es mi marido». Y lo contemplaba con ojos sorprendidos, como si lo mirara por primera vez. ¡Era el hombre a quien la había unido, a quien la había entregado la ley! ¡El hombre que debía ser, según las ideas humanas, religiosas y sociales, su mitad! ¡Más aún, su dueño, el dueño de sus días y de sus noches, de su corazón y de su cuerpo! Casi le dieron ganas de sonreír, de tan extraño como le pareció en aquel momento, pues entre ella y él jamás existiría ningún vínculo, ninguno de esos vínculos que, desgraciadamente, se rompen tan pronto, pero que parecen eternos, inefablemente dulces y casi divinos.

¡Ni siquiera sentía ningún remordimiento por haberlo engañado, por haberlo traicionado! Se quedó sorprendida al buscar el porqué. ¿Por qué? Sin duda porque eran demasiado diferentes, estaban demasiado lejos uno de otro, pertenecían a razas demasiado distintas. Él no entendía nada de ella; ella no entendía nada de él. Sin embargo, era bueno, atento, amable.

Pero tal vez sólo los seres de la misma talla, de la misma naturaleza, de la misma esencia moral pueden sentirse ligados uno a otro por la sagrada cadena del deber voluntario.

Mientras volvían a vestir a la niña, William se sentó diciendo:

—Oye, querida mía, casi no me atrevo a anunciarte una visita desde que me mandaste a paseo con el doctor Black. Sin embargo, hay alguien a quien me gustaría mucho que recibieras: ¡al doctor Bonnefille!

Entonces, ella se rió por primera vez, con una risa débil, que se le detuvo en los labios sin llegarle al alma. Y preguntó:

—¿El doctor Bonnefille? ¡Qué milagro! ¿Así que os habéis reconciliado?

—Pues sí. Oye: te voy a dar, en el mayor de los secretos, una gran noticia. Acabo de comprar el antiguo balneario. Ahora ya es mío todo el pueblo. ¡Vaya triunfo, eh! El pobre del doctor Bonnefille se ha enterado antes que los demás, por supuesto. Así que ha sido listo; ha venido a diario a interesarse por ti, dejaba su tarjeta con unas palabras atentas. Yo he contestado a sus insinuaciones haciéndole una visita; y ahora estamos en muy buenas relaciones.

—Que venga cuando quiera —dijo Christiane—. Me alegraré de recibirlo.

—Bueno, te lo agradezco. Te lo traeré mañana por la mañana. Ni que decir tiene que Paul me da siempre muchos recuerdos para ti y pregunta mucho por la niña. Está deseando verla.

Pese a sus resoluciones, Christiane sentía una gran tristeza. Sin embargo, pudo decir:

—Dale las gracias de mi parte.

Andermatt siguió diciendo:

—Estaba muy preocupado por saber si te habían comunicado su boda. Le dije que sí, y, entonces, en varias ocasiones, me preguntó qué te parecía.

Ella hizo un enérgico esfuerzo y susurró:

—Dile que la apruebo por completo.

William prosiguió, con cruel tenacidad:

—Tenía también mucho empeño en saber cómo se iba a llamar la niña. Le he dicho que estábamos dudando entre Marguerite y Geneviève.

—He cambiado de opinión —dijo ella—. Quiero ponerle Arlette.

Antaño, al principio de su embarazo, había tratado con Paul del nombre que debían elegir, según que fuera niño o niña; y para una niña no habían podido decidirse entre Geneviève y Marguerite. Ahora ya no quería ninguno de esos dos nombres.

William repetía:

—Arlette… Arlette… Es muy bonito… tienes razón. Yo hubiera querido que se llamara Christiane, como tú. ¡Christiane… me encanta!

Ella lanzó un profundo suspiro:

—¡Ay! Lo de llevar el nombre del Crucificado promete demasiados sufrimientos.

Él se ruborizó, pues no había pensado en aquel paralelismo, y, levantándose, dijo:

—Además, Arlette es muy bonito. Hasta luego, querida mía.

Nada más irse Andermatt, Christiane llamó al ama y ordenó que la cuna se colocara, en lo sucesivo, pegada a su cama.

En cuanto arrimaron a la cama grande la liviana cuna en forma de barquilla, que se balanceaba constantemente, con su cortina blanca como una vela en el mástil de cobre retorcido, Christiane alargó la mano hacia la niña dormida, y le dijo muy bajito: «Duerme, niña mía. Nunca encontrarás a nadie que te quiera tanto como yo».

Pasó los días siguientes en un estado de melancolía tranquila, pensando mucho, forjándose un alma resistente, un corazón enérgico para poder reanudar la vida al cabo de unas cuantas semanas. Su principal ocupación consistía ahora en contemplar los ojos de su hija, intentando sorprender en ellos una primera mirada, pero no veía más que dos agujeros de un azul desvaído, invariablemente vueltos hacia la gran claridad de la ventana.

Y experimentaba una profunda tristeza al pensar que aquellos ojos, aún dormidos, contemplarían el mundo, como lo había contemplado ella, a través de la ilusión del sueño interior que hace feliz, confiada y alegre el alma de las jóvenes. Les gustaría cuanto a ella le había gustado, los hermosos días claros, las flores, los bosques, y los seres también, desgraciadamente. ¡Amarían sin duda a un hombre! ¡Amarían a un hombre! Llevarían en sí esa imagen conocida, adorada, la volverían a ver cuando estuviera lejos, se iluminarían al divisarla… Y luego… y luego… ¡aprenderían a llorar! ¡Las lágrimas, las terribles lágrimas correrían por aquella mejillas tan pequeñas! Y el espantoso sufrimiento de los amores traicionados tornaría irreconocibles, extraviados de angustia y desesperación aquellos pobres ojos de color indeciso, que iban ser azules.

Y besaba con pasión a la niña diciéndole:

—¡Quiéreme sólo a mí, hija mía!

Por fin, un día, el profesor Mas-Roussel, que iba a verla todas las mañanas, declaró:

—Puede levantarse un poco dentro de un rato, señora.

Cuando se hubo ido el médico, Andermatt le dijo a su mujer:

—Es una lástima que no estés recuperada del todo, pues hoy tenemos un experimento muy interesante en el balneario. El doctor Latonne ha conseguido un auténtico milagro con el tío Clovis sometiéndolo a su tratamiento de gimnasia automotora. Fíjate, el viejo vagabundo anda ahora casi con normalidad, y además, después de cada sesión, se le notan los progresos.

Ella le preguntó, por complacerlo:

—¿Y vais a hacer una sesión pública?

—Sí y no; hacemos una sesión en presencia de los médicos y de unos cuantos amigos.

—¿A qué hora?

—A las tres.

—¿Va a asistir el señor Brétigny?

—Sí, sí. Me ha prometido que vendría. Estará todo el consejo. Desde el punto de vista médico es muy curioso.

—Bueno —dijo ella—, pues, como precisamente a esa hora estaré levantada, ruégale al señor Brétigny que suba a verme. Me hará compañía mientras vosotros veis el experimento.

—Sí, querida mía.

—¿No se te olvidará?

—No, no, quédate tranquila.

Y se fue en busca de espectadores.

Tras haberlo engañado los Oriol, durante el primer tratamiento del paralítico, él había engañado a su vez a los enfermos, tan fácilmente crédulos cuando de curaciones se trata, y ahora se engañaba a sí mismo con la comedia de aquella cura, y hablaba de ella tan a menudo, con tanto ardor y convicción que le hubiera resultado dificilísimo averiguar si se la creía o no.

A eso de las tres, todas las personas a las que había echado el gancho estaban reunidas a la puerta del balneario, esperando que llegara el tío Clovis. Éste se presentó, apoyado en dos bastones, arrastrando las piernas como siempre y saludando cortésmente a todo el mundo a su paso.

Los dos Oriol lo seguían, junto con las dos jóvenes. Paul y Gontran iban acompañando a sus prometidas.

En la gran sala donde estaban instalados los instrumentos articulados, el doctor Latonne entretenía la espera charlando con Andermatt y con el doctor Honorat.

Cuando vio al tío Clovis, se le pintó una sonrisa en el afeitado rostro. Preguntó:

—¡Bueno! ¿Y cómo estamos hoy?


¡Vamosh
tirando!
¡Vamosh
tirando!

Aparecieron Petrus Martel y Saint-Landri. Querían enterarse de lo que iba a pasar. El primero tenía fe, el segundo dudaba. Tras ellos, todos vieron, con estupor, entrar al doctor Bonnefille, que fue a saludar a su rival y le tendió la mano a Andermatt. El doctor Black fue el último en llegar.

—Pues bien, señores y señoritas —dijo el doctor Latonne haciendo una reverencia dirigida a Louise y a Charlotte Oriol—, van a asistir a algo muy curioso. Comprueben primero que antes de la sesión este buen hombre camina un poco, pero muy poco. ¿Puede usted ir sin los bastones, tío Clovis?

—¡No,
sheñor
, qué va!

—Bueno, vamos a empezar.

Subieron al viejo a un sillón, le sujetaron con unas correas las piernas a los pies móviles del asiento, y luego, cuando el señor inspector ordenó: «¡Vaya despacio!», el robusto y remangado mozo giró la manivela.

Entonces vieron cómo la rodilla derecha del vagabundo se alzaba, se estiraba, se doblaba, se extendía de nuevo; a continuación la rodilla izquierda hizo lo mismo, y el tío Clovis, presa de súbita alegría, se echó a reír repitiendo con la cabeza y la larga barba blanca todos los movimientos que le obligaban a hacer con las piernas.

Los cuatro médicos y Andermatt, inclinados hacia él, lo examinaban con gravedad de augures, mientras que Coloso y el viejo se cruzaban pícaros guiños.

Como habían dejado las puertas abiertas, entraban continuamente bañistas convencidos y ansiosos, y se apretujaban para ver algo. «¡Más deprisa!», ordenó el doctor Latonne. El mozo giró con mayor fuerza la manivela. Las piernas del viejo se pusieron a correr, y él, invadido por una alegría irresistible, como un niño a quien hacen cosquillas, se reía con todas sus fuerzas, moviendo la cabeza como un loco. Y repetía, entre dos ataques de risa: «¡Vaya juerga! ¡Vaya juerga!», expresión que, sin duda, había tomado de boca de algún forastero.

Coloso rompió a reír, a su vez, y dando patadas en el suelo y pegándose palmadas en los muslos, gritaba:

—¡Ay!
Rediósh
con
Clovish

rediósh
con
Clovish

—¡Basta! —ordenó el inspector.

Desataron al vagabundo, y los médicos se apartaron para comprobar el resultado.

Todo el mundo vio entonces cómo el tío Clovis se bajaba solo del sillón y echaba a andar. ¡Cierto es que iba a pasitos cortos, muy encorvado y haciendo muecas de cansancio a cada esfuerzo! ¡Pero andaba!

El doctor Bonnefille fue el primero en declarar:

—Es un caso muy notable.

El doctor Black se mostró enseguida tan entusiasta como su colega. El único que no dijo nada fue el doctor Honorat.

Gontran le murmuró al oído a Paul:

—No lo entiendo. Mira qué caras ponen. ¿Se lo creen o hacen que se lo creen?

Pero Andermatt había empezado a hablar. Estaba contando la historia de aquella cura desde el primer día, la recaída y, por fin, la curación, que se anunciaba definitiva y total. Añadió jovialmente:

—Y, si nuestro enfermo se pone un poco peor cada invierno, lo volveremos a curar cada verano.

Luego hizo un pomposo elogio de las aguas de Mont-Oriol, alabó sus propiedades, todas sus propiedades:

—Yo mismo —decía— he tenido ocasión de comprobar su virtud en una persona que me es muy querida. Y el que mi familia no se extinga, se lo deberé a Mont-Oriol.

Pero, de repente, lo asaltó un recuerdo: le había prometido a su mujer que Paul Brétigny iría a verla. Sintió un vivo remordimiento, ya que estaba pendiente de complacerla en todo. Así que miró a su alrededor, vio a Paul y, reuniéndose con él, le dijo:

—Querido amigo, se me ha olvidado por completo decirle que Christiane lo está esperando en este momento.

Brétigny balbuceó:

—¿A mí… en este momento…?

—Sí, se ha levantado hoy y desea verlo antes que a nadie. Así que vaya corriendo, y disculpe el olvido.

Paul se dirigió hacia el hotel, con el corazón palpitándole de emoción.

Por el camino, se encontró al marqués de Ravenel, que le dijo:

—Mi hija se ha levantado ya y está extrañada de no haberlo visto aún.

Se detuvo, no obstante, en los primeros peldaños de la escalera para pensar qué iba a decirle. ¿Cómo lo recibiría? ¿Estaría sola? ¿Qué le iba a contestar si ella le hablaba de su boda?

Desde que sabía que había dado a luz, no podía pensar en ella sin estremecerse de preocupación; y, cada vez que el recuerdo de su primer encuentro le pasaba por la mente, se ruborizaba de pronto, o palidecía de angustia. También pensaba, con honda turbación, en aquella criatura desconocida de la que era padre, y seguía acosándolo el deseo y el miedo de verla. Se sentía hundido en una de esas vilezas morales que mancillan, hasta la muerte, la conciencia de un hombre. Pero temía, ante todo, la mirada de aquella mujer a la que había amado con tanta fuerza y por tan poco tiempo.

¿Tendría para con él reproches, lágrimas o desdén? ¿No sería que quería recibirlo sólo para echarlo?

¿Y qué actitud debía adoptar él? ¿Humilde, desconsolada, suplicante o fría? ¿Le daría explicaciones o escucharía sin contestar? ¿Debía sentarse o quedarse de pie?

¿Y qué haría cuando le enseñaran a la criatura? ¿Qué diría? ¿Qué sentimientos debería mostrar?

Delante de la puerta, volvió a detenerse y, en el momento de tocar el timbre, se dio cuenta de que le temblaba la mano.

Pulsó, sin embargo, el botoncito de marfil y oyó sonar la campanilla eléctrica en el interior de las habitaciones.

Acudió a abrirle una criada que lo hizo pasar. Y, desde la puerta del salón, vio, al fondo de la segunda habitación, a Christiane, que lo estaba mirando recostada en una meridiana.

Aquellas dos habitaciones que tenía que cruzar le parecieron interminables. Sentía que se tambaleaba, temía chocar con los asientos y no se atrevía a mirar por dónde pisaba para no bajar la vista. Ella no hizo un gesto, no dijo una palabra, esperaba a que llegara a su lado. Tenía la mano derecha extendida sobre el vestido y la mano izquierda apoyada en el borde de la cuna envuelta por completo en cortinas.

Cuando estuvo a tres pasos, se paró sin saber qué debía hacer. La doncella había cerrado la puerta tras él. Estaban solos.

Entonces sintió deseos de caer de rodillas y pedir perdón. Pero ella alzó con lentitud la mano posada en el vestido y, tendiéndosela apenas, dijo con voz grave: «Buenas tardes».

No se atrevía a tocarle los dedos que, sin embargo, rozó levemente con los labios, inclinándose. Ella siguió diciendo:

Other books

Docherty by William McIlvanney
Lamb to the Slaughter by Aline Templeton
Empire Falls by Richard Russo
The Relic by Maggie Nash
The Fun Parts by Sam Lipsyte
La hechicera de Darshiva by David Eddings
Blueberry Wishes by Kelly McKain