Mont Oriol (19 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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—¿Acaso tengo yo la culpa de comer a diario unas porquerías que me sientan como un tiro? ¿No debería usted vigilar los menús de su hostelero? He venido a su nuevo figón porque en el antiguo me envenenaban con comidas abominables, y en esta fonda suya de Mont-Oriol que parece un barracón estoy aún peor, ¡palabra!

El médico tuvo que tranquilizarlo y prometió, varias veces seguidas, tomar a su cargo la mesa redonda de los enfermos.

Luego volvió a coger del brazo a Paul Brétigny y, mientras lo iba guiando, le dijo:

—Éstos son los principios sumamente racionales en los que he basado mi tratamiento especial por medio de la gimnasia automotora que voy a enseñarle. Ya conoce usted mi sistema de medicina organométrica, ¿verdad? Sostengo que gran parte de nuestras enfermedades se deben exclusivamente al desarrollo excesivo de un órgano que invade el terreno del vecino, obstaculiza sus funciones y destruye en poco tiempo la armonía general del cuerpo, lo cual provoca trastornos gravísimos.

»Ahora bien, el ejercicio es, junto con las duchas y el tratamiento termal, uno de los medios más enérgicos para restablecer el equilibrio y restituir a las partes invasoras sus proporciones normales.

»Pero ¿cómo convencer a alguien para que haga ejercicio? En el hecho de andar, de montar a caballo, de nadar o de remar, no sólo interviene un esfuerzo físico considerable; interviene también, y ante todo, un esfuerzo intelectual. La mente es la que decide, conduce y sostiene el cuerpo. ¡Los hombres enérgicos son hombres que se mueven! Ahora bien, la energía reside en el alma y no en los músculos. El cuerpo obedece a la voluntad vigorosa.

»No hay ni que pensar, querido amigo, en volver valerosos a los cobardes o decididos a los débiles. Pero podemos hacer otra cosa, podemos hacer más aún, podemos suprimir el valor, suprimir la energía mental, suprimir el esfuerzo intelectual, y no dejar subsistir más que el movimiento físico. ¡Ese esfuerzo intelectual lo sustituyo con ventaja por una fuerza ajena y puramente mecánica! ¿Entiende? No, no muy bien. Vamos a entrar.

Abrió una puerta que daba a una amplia sala en la que se alineaban aparatos extraños, grandes sillones con piernas de madera, toscos caballos de abeto, tablillas articuladas, barras móviles extendidas ante sillas fijas al suelo. Y todos estos objetos estaban provistos de complicados engranajes que se movían con manivelas.

El doctor siguió diciendo:

—Fíjese. Existen cuatro ejercicios principales a los que llamaré ejercicios naturales; me estoy refiriendo a la marcha, la equitación, la natación y el remo. Cada uno de estos ejercicios contribuye al desarrollo de miembros diferentes, actúa de forma distinta. Ahora bien, aquí disponemos de los cuatro, producidos artificialmente. Basta con dejarse llevar, sin pensar en nada, y se puede correr, montar a caballo, nadar o remar durante una hora sin que intervenga la mente ni lo más mínimo en este trabajo puramente muscular.

En aquel momento entraba el señor Aubry-Pasteur, y tras él, un hombre que, al ir remangado, lucía unos vigorosos bíceps. El ingeniero había seguido engordando. Caminaba jadeante, con los muslos separados y los brazos alejados del cuerpo.

El doctor dijo:

—Va usted a comprenderlo
de visu
.

Y dirigiéndose a su enfermo:

—Bien, querido señor, ¿qué vamos a hacer hoy? ¿Marcha o equitación?

El señor Aubry-Pasteur, que estaba dándole un apretón de manos a Paul, contestó:

—Quiero un poco de marcha sentada. Me cansa menos.

El señor Latonne siguió diciendo:

—Tenemos, efectivamente, la marcha sentada y la marcha de pie. La marcha de pie es más eficaz, pero también bastante más penosa. La consigo por medio de unos pedales a los que hay que subirse y que hacen que las piernas se muevan mientras se mantiene el equilibrio agarrándose a unas anillas sujetas a la pared. Pero ahora va a ver la marcha sentada.

El ingeniero se había dejado caer en un sillón basculante, y colocó las piernas en unas de madera con articulaciones móviles, que estaban unidas al asiento. Le ataron con correas los muslos, las pantorrillas y los tobillos, de modo que no pudiera realizar ningún movimiento voluntario; luego, el hombre remangado, asiendo la manivela, empezó a darle vueltas con todas sus fuerzas. El sillón se balanceó primero como una hamaca, a continuación se pusieron en movimiento las piernas, estirándose y encogiéndose, yendo y viniendo a gran velocidad.

—Está corriendo —dijo el doctor, quien ordenó—: Despacio, vaya al paso.

El hombre, aminorando la velocidad, le impuso al grueso ingeniero una marcha sentada más lenta, que le descomponía de manera cómica todos los movimientos del cuerpo.

En éstas, llegaron otros dos enfermos, ambos muy gruesos y seguidos también por dos mozos con los brazos al aire.

Los subieron a sendos caballos de madera que, al ponerse en marcha, empezaron en el acto a saltar sin moverse del sitio, zarandeando a sus jinetes de forma tremenda.

—Al galope —gritó el doctor. Y las monturas artificiales, brincando como olas, zozobrando como barcos, cansaron tanto a ambos pacientes que éstos se pusieron a gritar a un tiempo, con voz jadeante y plañidera: «¡Basta! ¡Basta! ¡No puedo más! ¡Basta!».

El médico ordenó: «¡Paren!», y añadió a continuación:

—Descansen un poco. Y vuelvan a empezar dentro de cinco minutos.

Paul Brétigny, que reventaba de ganas de reír, comentó que los jinetes no parecían acalorados, mientras que quienes daban vueltas a las manivelas estaban sudando.

—¿No valdría más —decía— que invirtiera usted los papeles?

El doctor contestó muy serio:

—No, en absoluto, querido amigo. No hay que confundir el ejercicio con el cansancio. El movimiento del hombre que le da vueltas a la manivela es perjudicial, mientras que el movimiento del que camina o del que cabalga es buenísimo.

Paul se fijó en una silla de montar femenina.

—Sí —dijo el médico—, las tardes quedan reservadas para las señoras. A los hombres no se los admite pasadas las doce. Venga a ver la natación en seco.

Un sistema de tablillas móviles atornilladas entre sí por los extremos y el centro, que se estiraban formando rombos y se encogían formando cuadrados, como ese juguete infantil que lleva clavados unos soldaditos, permitía encoger y estirar las extremidades de tres nadadores a la vez.

El doctor decía:

—No necesito encomiarle las ventajas de la natación en seco, que no moja el cuerpo más que de sudor y no expone, en consecuencia, a nuestro bañista imaginario a ningún accidente reumático.

Pero vino a buscarlo un mozo con una tarjeta en la mano.

—El duque de Ramas, querido amigo, tengo que dejarlo. Discúlpeme.

Una vez que Paul se quedó solo, se volvió por donde había venido. Los dos jinetes trotaban de nuevo. El señor Aubry-Pasteur seguía caminando; y los tres auverneses jadeaban, con los brazos y la espalda rendidos de tanto sacudir a sus clientes. Parecía que estaban moliendo café.

Al salir, Brétigny vio al doctor Honorat que contemplaba, junto con su mujer, los preparativos de la fiesta. Se pusieron a hablar con los ojos alzados hacia las banderas que aureolaban la colina.

—¿Es de la iglesia de donde sale la comitiva? —preguntó la esposa del médico.

—Sí, de la iglesia.

—¿A las tres?

—A las tres.

—¿Asistirán los señores profesores?

—Sí. Acompañarán a las madrinas.

A continuación lo pararon las señoras Paille. Y luego los Monécu, padre e hija. Pero, como tenía que almorzar mano a mano con su amigo Gontran en el
Café del Casino
, subió dando un paseo. Paul, que había llegado la víspera, llevaba un mes sin ver a solas a su amigo, y quería contarle muchas historias frívolas, historias de faldas y de garitos.

Se habían quedado charlando hasta las dos y media y Petrus Martel los avisó de que todo el mundo iba a la iglesia.

—Vamos a buscar a Christiane —dijo Gontran.

—Vamos —dijo también Paul.

La encontraron de pie en la escalinata del nuevo hotel. Tenía las mejillas chupadas, el rostro con paño de las mujeres encintas; y la cintura muy deformada anunciaba un embarazo de por lo menos seis meses.

—Los estaba esperando —dijo—. William ha ido por delante. Tiene tanto que hacer hoy.

Alzó una mirada llena de ternura hacia Paul Brétigny y lo cogió del brazo.

Echaron a andar despacio, evitando las piedras. Christiane iba repitiendo:

—¡Qué torpe estoy! ¡Qué torpe estoy! Ya no sé andar. ¡Me da tanto miedo caerme!

Paul no contestaba y la sujetaba cuidadosamente, intentando no tropezarse con esa mirada que ella volvía constantemente hacia él. Una densa muchedumbre los esperaba a la puerta de la iglesia.

Andermatt gritó:

—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Dense prisa! Miren, éste es el orden: dos monaguillos, dos chantres con sobrepelliz, la cruz, el agua bendita, el sacerdote, luego Christiane con el señor profesor Cloche, la señorita Louise con el señor profesor Rémusot y la señorita Charlotte con el señor profesor Mas-Roussel. Detrás, el consejo de administración, el cuerpo médico y luego el público. ¿Han entendido? ¡Adelante!

Los eclesiásticos salieron en ese momento de la iglesia y se pusieron a la cabeza de la procesión. A continuación, un caballero alto de cabello blanco peinado hacia atrás, el clásico sabio según los cánones, se acercó a la señora Andermatt haciéndole una profunda reverencia.

Cuando se hubo enderezado, echó a andar a su lado, con la cabeza al aire para lucir la hermosa y científica cabellera, con el sombrero dándole en el muslo y el mismo aspecto imponente que si hubiera aprendido en la Comedia Francesa a caminar y a lucir ante el vulgo la escarapela de la Legión de Honor, demasiado grande para un hombre modesto.

Iba diciendo:

—Su esposo me estaba hablando de usted hace un rato, y de su estado, que le inspira una tierna preocupación. Me ha contado las dudas y vacilaciones que tiene usted sobre el momento probable del alumbramiento.

Ella se había puesto colorada hasta la raíz del pelo y murmuró:

—Sí, creí que era madre mucho antes de serlo. Ahora ya no sé… ya no sé…

Balbuceaba muy avergonzada. Tras ellos, una voz iba diciendo:

—Esta estación termal tiene muchísimo porvenir. Ya estoy consiguiendo unos resultados sorprendentes.

Era el profesor Rémusot, que se dirigía a su acompañante, Louise Oriol. Era bajo, con el cabello amarillo y mal peinado, una levita mal cortada, y el aspecto desaseado del sabio mugriento.

El profesor Mas-Roussel, que iba dando el brazo a Charlotte Oriol, era un médico guapo, sin barba ni bigote, sonriente, pulcro, con alguna que otra cana, un poco grueso, y cuya bondadosa cara afeitada no se parecía ni a la de un sacerdote ni a la de un actor, a diferencia de lo que le sucedía al doctor Latonne. Detrás, con Andermatt a la cabeza, venía el consejo de administración en el que sobresalían los gigantescos sombreros de los dos Oriol.

Tras ellos, caminaba toda una caterva de sombreros de copa, el cuerpo médico de Enval, en el que faltaba el doctor Bonnefille, sustituido, por lo demás, por dos nuevos médicos: el doctor Black, un anciano muy bajito, casi un enano, cuya excesiva devoción había sorprendido a la comarca entera desde el día en que llegó, y un joven muy apuesto, muy presumido, tocado con un sombrero pequeño, el doctor Mazelli, un italiano ligado a la persona del duque de Ramas, aunque otros decían que a la persona de la duquesa.

Y, en pos de ellos, el público, una enorme cantidad de público, bañistas, campesinos y habitantes de las vecinas ciudades. La bendición de los manantiales duró muy poco. El padre Litre los hisopeó uno tras otro, lo que hizo decir al doctor Honorat que el cloruro de sodio iba a incrementar sus propiedades. Luego todas las personas expresamente invitadas pasaron a la gran sala de lectura, donde se servía un ágape.

Paul le estaba diciendo a Gontran:

—¡Qué guapas se han puesto las hijas de Oriol!

—¡Son un encanto, querido amigo!

—¿No han visto al señor presidente? —les preguntó de pronto a los jóvenes el vigilante que había sido carcelero.

—Sí, está en aquel rincón.

—Es que el tío Clovis está arremolinando a la gente a la entrada.

Según iba a los manantiales para bendecirlos, la procesión había desfilado ya por delante del viejo inválido, curado el año anterior, que ahora estaba más paralítico que nunca. Paraba a los forasteros por los caminos, preferentemente a los recién llegados, para contarles su historia:

—Las
aguash eshtas, shaben
, no valen para nada; curan,
esho shí
, pero luego va uno para
atrásh y she
queda peor que
antesh
. Yo
lash piemash lash
tenía
imposhiblesh
; y ahora, con la cura, lo que tengo
imposhiblesh shon losh brazosh
. Y
lash piemash
, como de hierro, pero de hierro que habría que cortarlo, que de doblarlo, nada.

Andermatt, muy contrariado, lo había denunciado al juez por daños a las aguas de Mont-Oriol e intento de chantaje, para conseguir que lo metieran en la cárcel. Pero no había conseguido que lo condenaran ni taparle la boca.

En cuanto lo hubieron informado de que el viejo andaba dándole a la lengua a la entrada del balneario, corrió a hacerlo callar.

Al borde de la carretera principal, en medio de una aglomeración, oyó voces airadas. La gente se apretujaba para oír y ver. Unas señoras preguntaban: «¿Qué pasa?». Unos hombres contestaban: «Es un enfermo al que han rematado las aguas de aquí». Otros creían que acababan de atropellar a un niño. También se hablaba de un ataque de epilepsia que le había dado a una pobre mujer.

Andermatt se abrió paso a través de la muchedumbre como él sabía hacerlo, desplazando con fuerza por entre las tripas de los demás la propia tripa, pequeña y redonda. «Es la prueba —decía Gontran— de que las bolas valen más que los pinchos».

El tío Clovis, sentado en la cuneta, se lamentaba de sus desgracias, contaba sus sufrimientos, lloriqueando, mientras que, de pie ante él y separándolo del público, los dos Oriol, exasperados, lo insultaban y amenazaban a voz en cuello:

—No
esh
verdad —gritaba Coloso—,
esh
un
embushtero
, un holgazán, un furtivo que
she pasea lash nochesh
corriendo por el
boshque
.

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