Montenegro (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Montenegro
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—Cuando «el gran macho de la manada» es el único que no puede darle a la hembra lo que ésta necesita, algo anda errado —comentó meditabundo
El Turco
—. Y nuestro rumbo es el desastre.

—Mantened a raya a vuestros hombres, que yo me ocuparé de la marinería —replicó con acritud el peludo Velloso—. Pero como a esa golfa se le ocurra la idea de trabajar a escondidas, no pienso impedírselo. Ahora soy «Piloto de Derrota», si así le place al vizconde, pero no pienso meterme a rufián de putas.

Transcurrió una semana antes de que el amarillento y ojeroso Capitán León de Luna reuniera las fuerzas suficientes para hacer acto de presencia, y aunque resultaba cosa sabida que para esas fechas ya la avariciosa Fermina había aumentado de forma notoria su patrimonio personal, nadie pareció tener un especial interés en conseguir que la arrojaran por la borda, y la «máxima autoridad a bordo» pudo hacer gala de su rango pasándole el brazo sobre los hombros y sobándola descaradamente en público.

Dos días más tarde el viento acudió en ayuda del
Dragón
soplando suavemente del Nordeste, el mar se echó la siesta, y tras un ligero almuerzo, el Capitán De Luna recuperó por fin su maltrecho entusiasmo.

—Por lo que he conseguido averiguar —dijo entonces—, el
Milagro
tenía intención de buscar a un hombre en las proximidades de la región que Ojeda bautizó como «Pequeña Venecia»… Vayamos a echarle un vistazo.

—Pero de eso hace ya más de seis meses —le recordó Justo Velloso—. Dudo que sigan allí.

—También yo —admitió el vizconde sin inmutarse—. Pero ése no será más que el principio. Afortunadamente son pocos los navíos que frecuentan estas aguas, por lo que suelen dejar un vivo recuerdo de su paso. Seguiremos su rastro y si aún se encuentran en estas aguas, a buen seguro lo encontraremos.

Poco podía imaginar el Capitán De Luna, que en aquel mismo instante el
Milagro
navegaba a unas doscientas millas de su amura de estribor, y que si en lugar de comandar una nave tan perezosa, hubiese contado con un buque de más alegre andadura desviándose tan sólo unos grados al Oeste, al amanecer del cuarto día los vigías no hubiesen dudado un instante a la hora de gritar «barco a la vista».

Tampoco podía sospechar
Doña Mariana Montenegro
que por su aleta de babor iba quedando atrás una nave enemiga, pues lo único que ocupaba su mente —como siempre— era el hecho de si su amado
Cienfuegos
podía haber descubierto y descifrado alguno de los muchos mensajes que le había ido dejando a todo lo largo dé la costa de «Tierra Firme», desde la península de La Guajira al golfo de Uraba.

—Si no es así —había prometido a sus hombres—, si de nuevo fracaso, en tres meses estaremos de regreso a La Española, donde desembarcarán los que quieran quedarse, pues yo seguiré rumbo a Lisboa. Allí venderé el barco y me retiraré para siempre a Baviera.

Pocos a bordo dudaban de que aquél constituía el fin lógico de su extraña aventura, pero como estaban convencidos de que en ningún otro navío recibirían mejor trato, y habían aprendido con el paso del tiempo a querer y respetar a su brava patrona, lo único que les quedaba por hacer era lamentarse por el hecho de que la búsqueda no se prolongase un año más, incluida una nueva y reconfortante estancia vacacional en las hermosas playas de Jamaica.

Tres marineros y tres putas habían decidido imitar a Zoraida y Juan de Bolas fundando nuevos hogares cerca de su cabaña, y las dos golfas restantes regresarían muy pronto a Santo Domingo tras prometer solemnemente no revelar los pormenores de su larga temporada de «descanso», pues cuantos menos detalles pudiesen llegar a oídos del ex marido de la alemana de sus actividades, más seguros se sentirían todos.

Desde el mismo día en que había averiguado que León de Luna se encontraba de nuevo a este lado del océano, y que por lo visto había logrado convertirse en un personaje influyente a la sombra del recién nombrado Gobernador,
Doña Mariana
había llegado a la conclusión de que su estancia en las Indias tocaba a su fin, puesto que si malo había sido tener la cabeza puesta a precio por los Colón, mucho peor resultaba verse acosada por alguien de quién no cabía esperar perdón alguno.

—Me apenará dejar estas tierras —le confesó a Don Luis de Torres una mañana que paseaban por las doradas playas de Jamaica—. Y más aún me dolerá sacar de aquí a Haitiké, pero aun sin buscarlos, son ya demasiados mis enemigos.

—¿Y
Cienfuegos
?

—Tendré que olvidarme de él… —sonrió levemente—. ¿Sabéis cómo se pronuncia su nombre en alemán?

El ex intérprete real meditó unos instantes:


Hundertfeuer
supongo —replicó al fin.

—Demasiado complicado, ¿no os parece? Pasarse la vida soñando con alguien que se llamada
Hundertfeuer
resulta poco práctico. Tendré que buscarme un Hans.

—O un Luis… —aventuró él—. Aunque no era a eso a lo que me refería, sino a lo que ocurriría si lo encontrásemos. ¿Lo imagináis en Baviera?

—¿Al cabrero
Hundertfeuer
…? No. No lo imagino en Baviera, ni en ningún otro lugar, que no sea sus montañas de La Gomera —admitió ella—. Pero en el improbable caso de que lo encontrara, sería él quien decidiera dónde querría vivir… —Hizo una significativa pausa—. Y con quién…

—¿Con quién?

—¡Naturalmente! ¿O es que creéis que serle fiel durante tantos años me otorga el derecho a convertirle en mi esclavo o en forzado amante? —Negó con un firme gesto de la cabeza—. Tal vez le guste otra, o tal vez yo haya dejado de gustarle. Respondo por mis sentimientos, no por los suyos.

—Estaría loco si no besara donde pisáis.

—Siempre fue un poco loco. ¡Y un salvaje…!

—Ese es otro problema que también me inquieta a veces… —señaló el converso seriamente—. ¿En qué clase de persona se habrá convertido después de tanto tiempo de andar entre salvajes? Sólo las bestias consiguen sobrevivir entre las bestias.

—Aunque haya conseguido sobrevivir, jamás será una bestia —puntualizó ella—. La ternura no es algo que se pierda ni aun en la selva. —Le miró largamente—. El siempre fue tierno, y conozco auténticas bestias nacidas y criadas en palacios.

Pero aunque no quisiera admitirlo ante su amigo,
Doña Mariana Montenegro
también se sentía íntimamente inquieta por el hecho de que tal vez el dulce chiquillo que conociera en un idílico bosque de La Gomera se hubiera visto demasiado afectado por el terrible cúmulo de acontecimientos que el destino le había reservado, y con frecuencia pasaba largas horas tratando de imaginar cómo sería aquel desconocido
Cienfuegos
que vagaba en compañía de una negra por mundos muy lejanos.

Caía entonces en un estado de profunda depresión, anhelando reencontrar un viejo sueño, aunque echándose una y mil veces en cara sin reservas el haber tirado por la borda una vida perfecta por hacer realidad una quimera.

Hermosa, inteligente y culta, Ingrid Grass había tenido oportunidad de elegir entre un millar de hombres y eligió un rico y apuesto caballero español que la adoraba, y que pasó a convertirla en reina de una lejana isla de suave clima y exóticos paisajes. Todo estuvo en su mano; todo fue suyo, excepto lo único de lo que ningún ser humano es nunca dueño por más que lo pretenda: sus propios sentimientos.

Se puede dominar un país, un imperio y aun el universo; se puede poseer las riquezas de la tierra, e incluso tal vez alguien se apodere en un futuro de las estrellas, pero sobre lo que se lleva dentro —lo más íntimo— nadie ejercerá jamás ningún poder por mucho que lo intente.

Amar al apuesto y poderoso Capitán León de Luna hubiera sido prudente y fácil.

Amar a un mísero cabrero analfabeto, una estupidez inconcebible.

¿Pero cómo ordenar a un corazón de poco más de veinte años, a quién se debe o no se debe amar?


Cienfuegos
tendrá ahora también poco más de veinte años… —musitó casi como si hablara consigo misma—. No sé lo que la vida habrá hecho de él, ni si se habrá convertido realmente en un salvaje, pero daría cualquier cosa por saber si aún recuerda mis ojos, mi rostro, mi piel, mi voz, mi olor… O siquiera mi nombre.

El nombre.

Sólo el nombre.

Cienfuegos
lo recordaba aún de tarde en tarde, aunque incluso a menudo huía de su mente como si no deseara continuar importunándole, porque el resto: los ojos, el rostro, la piel, la voz, el olor… todo había ido quedando en el largo camino como jirones de un vaporoso vestido prendido de las ramas de los árboles.

El amor había dado paso a la nostalgia, y la nostalgia al vacío, porque así como Ingrid consiguió mantener siempre viva la esperanza del reencuentro, el isleño había perdido ya toda fe en el regreso a su casa, su patria, su isla y la mujer que amara tanto.

Y agazapado allí, junto a una niña indígena en la cima de un alto acantilado en el corazón de un gigantesco continente inexplorado, sintió más miedo que nunca al observar cómo el lejano navío iba ganando en tamaño, cómo se aproximaba a la orilla, y cómo parecía examinar la costa metro a metro.

—¿Quiénes pueden ser? —se preguntó inquieto una vez más—. ¿Son acaso los mismos que dejaron ese extraño mensaje? Y si lo son…, ¿por qué lo hicieron? ¿Son castellanos leales a Colón, fugitivos de la justicia al igual que el enano y sus compinches, o portugueses dispuestos a colgarme de una verga como pretendía el seboso Capitán Boteiro?

—¿Por qué no le haces señas? —inquirió por fin la pequeña Araya, un tanto sorprendida—. ¿Por qué nos escondemos?

—Porque siempre resulta preferible descubrir que ser descubierto —fue la sorprendente respuesta—. ¡Deja que se acerquen!

—¿Querrán pintar otro barco?

—No lo sé.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

—Yo no le tendría miedo a la gente de mi pueblo si los viera aproximarse.

¿Y si no son de mi pueblo? ¿Y si son enemigos, como los «queauchas»?

Una sombra cruzó por los enormes y expresivos ojos de Araya, que se limitó a aferrarle la mano con fuerza.

—¿Qué vamos a hacer entonces?

—Esperar.

A media mañana cayó el viento, el mar se volvió una laguna, y las velas de la nave se desmadejaron flácidas y cansinas, inútiles para cumplir de momento su misión de continuar empujando la proa hacia la costa, mientras banderas y gallardetes no eran más que simples trapos sin vida, incapaces de mostrar siquiera sus colores.

A poco menos de una legua, de la costa, casi en la entrada misma de la ancha bahía, el barco semejaba una isla muerta de la que el violento sol hubiera borrado toda presencia humana, y tan sólo un somnoliento vigía dormitaba en la cofa, convencido sin duda de que ningún peligro acechaba.

—¿Quiénes son y qué pretenden?

Fue una dura lucha la que el gomero libró consigo mismo durante la larga tarde, pues al deseo de salir de su escondite y gritar que vinieran a buscarle, se oponía aquel instinto que tan útil le había resultado hasta el momento para seguir viviendo.

Algo le atraía como un imán hacia aquel barco, y al propio tiempo algo le repelía.

La niña le observaba.

Llegó de nuevo el viento; apenas una ligera brisa de poniente que cargaba sombras a sus espaldas, y con él un crepúsculo en el que la nave dejó caer sus anclas a media milla de la costa.

Se encendieron luces a bordo y llegó un rumor de voces.

Araya y
Cienfuegos
descendieron hasta la orilla del mar, y casi al pie del lugar en que ya apenas se distinguían los trazos del navío pintado en la roca, permanecieron ocultos observando los movimientos de hombres que iban y venían por cubierta.

—¿Qué piensas hacer? —quiso saber la niña.

—Cuando todos duerman, subiré a bordo.

—¿Qué sacarás con eso? —Pese a su corta edad Araya solía razonar con una lógica aplastante—. Si todos duermen, nadie podrá decirte si son amigos o enemigos.

—Tal vez despierte a uno. —Resultaba evidente que el gomero no tenía las ideas muy claras y actuaba más por impulsos que por auténtico convencimiento—. Y si descubro que no me gusta lo que veo, intentaré apoderarme de alguna espada, cuchillos y cacerolas.

—¡Que tontería!

—¿Por qué te parece una tontería?

—Porque es absurdo que llevemos meses esperándoles, y cuando llegan lo único que se te ocurre sea robar espadas, cuchillos y cacerolas.

—¡Escucha, sabihonda…! —replicó el isleño molesto—. La primera vez que tropecé con gente de mi raza después de años sin verles, me pegaron un tiro que me tuvo un mes al borde de la muerte. La segunda, me salvé de la horca por los pelos, y el que yo me salvara le costó la vida a mucha gente. Esta es la tercera, y te juro que no me van a coger desprevenido. A la menor señal de peligro, me vuelvo a la selva, porque sé cómo enfrentarme a caimanes, jaguares, serpientes, alacranes, salvajes motilones o «sombras verdes», pero aún no he conseguido aprender a enfrentarme a los «civilizados». —Chasqueó la lengua con disgusto—. ¡Son siempre imprevisibles!

No volvieron a pronunciar una sola palabra, al poco la mocosa dormía acurrucada entre unas rocas, y el gomero aguardó hasta cerciorarse de que había cesado todo signo de actividad a bordo, para introducirse en el agua y comenzar a nadar hacia las luces despacio y en silencio.

A menos de cincuenta metros del casco, se detuvo.

Tres mustios candiles iluminaban apenas la cubierta difuminando la silueta de un centinela que arma al brazo permanecía muy quieto sobre el castillo de popa, y se mantuvo a flote como un muerto hasta cerciorarse de que no se distinguía ninguna otra presencia humana, antes de avanzar de nuevo y aferrarse al grueso cabo del ancla.

Descansó con el oído atento, y por fin se alzó a pulso con aquella paciencia que tan sólo era capaz de poner en práctica el mejor discípulo del diminuto y astuto
Camaleón
, elevándose centímetro a centímetro, una mano tras otra, hasta alcanzar la red que protegía el botalón.

Después ya todo fue más fácil.

Se deslizó sin un rumor hasta el castillo de proa, asomó apenas el rostro hacia cubierta y le llegó muy claro el agrio olor del buque con toda su amarga carga de recuerdos.

Alguien roncaba cerca.

Media docena de hamacas colgaban entre los mástiles o de la botavara a los obenques de estribor, y sus ocupantes dormían al fresco de la noche, huyendo sin duda del pesado bochorno del sollado.

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