—Quisiera tener tanta fe en encontrar un día a Dios, como tenéis vos en encontrar a ese hombre.
—¿Pretendéis que admita que
Cienfuegos
es mi dios particular…? ¡Muy bien! Tal vez lo sea.
El ex intérprete real no pudo entonces por menos que recordar cuántas veces había visto a aquel alegre muchacho, fuerte, animoso y vitalista, trepar por las jarcias de la
Santa María
, fregar furiosamente su cubierta o lanzarse desnudo al agua sin recatarse en ocultar que era quizás el hombre mejor dotado sexualmente que existía, y aun contra su voluntad se vio obligado a reconocer que hasta cierto punto resultaba lógico que una mujer —cualquier mujer— estuviese dispuesta a derrochar su fortuna y arriesgar su vida por conseguir tenerlo de nuevo entre sus brazos.
—¿Sabéis si por casualidad tenía una hermana?
La cantarina risa de
Doña Mariana
corrió sobre la nave como el toque de campana que llamaba al almuerzo, y hasta el último marinero se alegró por el hecho de que un «ama», que tan espléndidamente les pagaba y tan bien les trataba, pareciese feliz.
Y es que nada tenía que ver el
Milagro
con las sucias y tétricas carabelas o las lentas y malolientes carracas en que solían enrolarse, ni admitía comparación la comida a bordo con el indigesto rancho de la flota real, ni era el mismo el respetuoso trato que recibían de un silencioso capitán al que admiraban, de la brutalidad de unos odiados oficiales que no conocían otra forma de imponerse que el látigo y la horca.
—No —replicó, al fin, divertida—. Por desgracia para vos, no tenía hermanas.
Por unos instantes contemplaron el mar y la lejana costa del islote de La Mona que se alzaba, solitario, a barlovento, y el tono de voz de la alemana cambió, al inquirir extrañamente seria:
—Decidme, Don Luis…: ¿Qué ocurrirá si por casualidad llego a encontrarle?
—¿A qué os referís?
—¿Cómo reaccionaría? Me supone en La Gomera y ha pasado mucho tiempo. —Sonrió con amargura—. He envejecido, y quizá ni siquiera me reconozca.
—¡Tonterías! Yo os conozco hace siete años, y si habéis cambiado es para bien. Seguís siendo la mujer más hermosa del Nuevo Mundo.
—En aquel tiempo era rubia…
—Dejad de teñíos. Ya no tenéis que seguir ocultando tontamente vuestra identidad.
—¡Tengo tanto miedo a veces! —se lamentó, colocando la mano sobre la de su amigo—. ¿Y si llego a leer la decepción en su mirada? Al perseguir con tanto brío un dulce sueño se corre el riesgo de despertar a una amarga realidad muy diferente.
—¡Ojalá fuera así! —fue la honrada respuesta del converso—. Porque yo estaré allí esperando.
—¿Por mí?
—¿Por quién, si no?
—¿Nunca os dais por vencido?
—Nunca —admitió el otro—. Y tened presente que lo que más deseo en este mundo es que encontréis a
Cienfuegos
, puesto que tengo el convencimiento de que si no os enfrentáis a él personalmente, su fantasma os continuará persiguiendo hasta la muerte.
—¿Y eso os sorprende? —inquirió ella, con naturalidad—. Los hombres jamás comprenden que una mujer se pueda entregar en cuerpo y alma, pero así es. Cuando nos unimos a la pareja para la que fuimos creadas, dejamos de existir para el resto del mundo. —Lanzó un hondo suspiro—. Y es que el auténtico amor es únicamente asunto de mujeres.
—Yo os amo.
—No lo dudo —admitió
Doña Mariana
—. ¿Pero continuarías amándome tras ocho años sin verme?
—Supongo que sí.
—No. No lo haríais. Pero mi caso no tiene mérito, puesto que es algo que está incluso por encima de mi propia voluntad…
Se interrumpió al ver llegar a Bonifacio Cabrera, que había pasado el día comprobando la estiba y asegurándose de que todo estaba en orden.
—Hay víveres para cinco meses —dijo, al tiempo que trepaba dificultosamente por una empinada escala poco apta para su pierna renca—. Pero no pudimos embarcar suficientes barricas y deberíamos hacer aguada.
—¿Dónde?
—En La Española no, naturalmente… —fue la lógica respuesta—. Los hombres del Virrey podrían hacer su aparición inesperadamente. Lo mejor sería buscar una isla desierta hacia el Sur.
—Al Sur no hay islas, que yo sepa —fue la respuesta del Capitán Salado cuando tuvo conocimiento del tema.
—¿Qué aconsejáis entonces?
El lacónico marino señaló con un seco ademán de cabeza hacia el Este.
—
Borinquen
. Si acaso hubiera cristianos, son fugitivos.
Había cristianos, en efecto, y eran en efecto fugitivos del feroz régimen impuesto por los Colón, por lo que en cuanto vislumbraron en el horizonte las velas de un navío castellano, se apresuraron a internarse en la selva, prefiriendo enfrentarse a indios salvajes que a unos compatriotas que no parecían conocer más ley que la horca.
De hecho, no sólo en la actual Puerto Rico, sino también en Jamaica, y sobre todo en Cuba, comenzaban a proliferar por aquel tiempo pequeños núcleos de enemigos del virrey, que no se sentían dispuestos a regresar a la metrópoli, considerando, y con razón, que el Nuevo Mundo ofrecía infinitas oportunidades para cuantos pretendiesen rehacer su vida sin tener que soportar el yugo de un tirano.
Abundaban también, naturalmente, los simples facinerosos renuentes a someterse a cualquier tipo de ley, justa o injusta, que habían llegado hasta allí decididos a imponerse a los indígenas sin respetar las recomendaciones de la Corona, pero en aquellos primeros días del siglo resultaba difícil determinar si eran más los auténticos malhechores que los sencillos colonos descontentos.
Unos y otros habían iniciado una diáspora poco espectacular que apenas sería tenida en cuenta posteriormente por unos historiadores más pendientes de las grandes hazañas, pero constituían de hecho la avanzadilla de unos conquistadores que llegarían mucho más tarde con toda su parafernalia de arcabuces, tambores y trompetas.
La mayoría acabarían siendo derrotados por los indígenas o extinguiéndose calladamente con el paso del tiempo, pero unos pocos conseguirían afianzarse, bien por el poder indiscutible del fuego y el acero, bien por el sencillo sistema de confraternizar con los nativos entrando a formar parte de su existencia.
Pero por desgracia, en su avance no sólo llevaban consigo la buena o la mala intención, la paz o la guerra, el amor o el odio, sino que llevaban también enfermedades; males propios y exclusivos de una raza que habitaba allende los mares, y contra los cuales los aborígenes no poseían defensa alguna.
Llevaban consigo la muerte, y era una muerte invisible.
¿De quién era la culpa?
¿Quién cargaría con el peso de los infinitos cadáveres que el progresivo avance de individuos no siempre sanos iba desparramando por el rosario de islas e islotes del Mar de los Caribes?
La ignorancia, sin duda.
A nadie más que a la ignorancia de que existían gérmenes invisibles al ojo humano capaces de contagiar al hombre más robusto y consumirlo en pocos días, cabía culpar por los millones de víctimas que provocaría en el transcurso de menos de medio siglo la imparable invasión del Nuevo Mundo, puesto que nadie en aquel tiempo tenía siquiera noticias de que algo tan inimaginable pudiera acontecer.
Cabría replantearse grandes pasajes de la Historia a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, especialmente en lo referente a epidemias, pero resulta evidente que, por aquellas fechas, ningún evadido de La Española imaginaba siquiera que el sarampión, la peste porcina, la gripe o un simple catarro a los que tan acostumbrados estaban pudiera aniquilar a tribus enteras de salvajes desnudos.
Bastante tenían con intentar salvar el cuello de las iras del Virrey, y no resultaba extraño, por tanto, que al ver aproximarse al
Milagro
emprendieran la huida, o se limitaran a espiar desde lejos al grupo de marineros que se abastecían de agua potable en un minúsculo riachuelo.
—Había traza de cristianos —comentó, al regresar a bordo, el contramaestre que había comandado la expedición—. Pero no hubo forma de establecer contacto, ni con ellos ni con los nativos.
—Mal se presentan las cosas si todos cuantos encontramos en nuestro camino actúan de igual modo —señaló Bonifacio Cabrera—. ¿A quién preguntaremos?
—Habrá que ingeniárselas —replicó
Doña Mariana
—. Pero resulta harto descorazonador el hecho de que pocos que somos, estemos ya tan mal avenidos, desconfiando así los unos de los otros.
—Quizá en «Tierra Firme», donde aún no debe haber llegado la influencia de los Colón, las cosas se presenten de modo diferente.
—¿Creéis que habrá cristianos?
—Lo dudo.
No los había pese a que encontraron vestigios del paso de las naves de Alonso de Ojeda, aunque lo que más consiguió admirarles fue descubrir una mañana, casi al mes de haber iniciado la travesía, que en la quieta bahía de lo que parecía ser una inmensa isla desértica, descansaba el esqueleto de un viejo navío portugués.
Poco quedaba ya del maltrecho
São Bento
que recogiera tanto tiempo atrás al canario
Cienfuegos
en mitad del océano, y el seboso capitán Euclides Boteiro, muerto en su sillón en lo alto de una duna, había pasado a convertirse en un reseco montón de huesos al que ni tan siquiera los buitres prestaban atención.
Pero la playa aparecía aún regada de enseres del buque y los tripulantes del
Milagro
pasaron todo un día tratando de averiguar qué pudo haber ocurrido en aquel perdido rincón del planeta, y por qué razón había ido a naufragar tan lejos de su tierra una nao portuguesa.
El diario de a bordo no se encontraba en la camareta del capitán, ni descubrieron documento alguno que pudiera aclararles las razones de tan misterioso viaje, pues resultaba evidente que no era aquél en modo alguno un barco pirata, visto que su armamento era escaso y su aparejo poco apto para alcanzar una andadura digna siquiera de ser tenida en cuenta.
—¿Cuánto tiempo puede llevar aquí? —quiso saber
Doña Mariana
.
—Un año —replicó seguro de sí mismo el Capitán Salado—. Dos, como máximo…
—¿Qué habrá sido del resto de la tripulación?
—¡Cualquiera sabe!
Enviaron a una docena de hombres fuertemente armados a dar una batida por el interior de la supuesta isla, pero regresaron a la caída de la tarde convencidos de que ni salvajes ni cristianos podrían sobrevivir en muchas leguas a la redonda.
—Es una tierra maldita de los dioses —aseguraron—. Arena y cactus hasta donde alcanza la vista, que no es muy lejos, puesto que una sucia calima parece querer ocultar el horizonte.
Pasaron la noche fondeados a poco más de una milla de la costa, tal vez confiando, sin razón lógica alguna, en que la luz del nuevo día les permitiría averiguar algo más sobre el origen o el destino final de los hombres que atravesaron el «Océano Tenebroso» a bordo de tan cochambrosa embarcación, pero amaneció un día gris y ventoso que confirió un aire aún más fantasmal al cadáver del
São Bento
, por lo que al poco levaron anclas alejándose rumbo al Oeste para perder de vista lo que pronto no sería ya más que un montón de maderos cubiertos por la arena.
A media tarde embocaron la entrada del golfo que Alonso de Ojeda había bautizado como «Pequeña Venecia» o «Venezuela».
Hacía calor; un calor tan seco y asfixiante como ninguno de ellos había sentido hasta el presente ni aun en los peores días de bochorno de la abandonada ciudad de «Isabela», y cuando atravesaban el sucio y hediondo canal que separa el golfo del lago Maracaibo, el viento cayó de repente por lo que tuvieron la sensación de haber penetrado en un horno del que acabaran de haber sido retiradas las brasas.
El agua, quieta, brillante y como pulimentada, lanzaba reflejos de acero herido por el sol, y hacía daño a los ojos tratar de buscar en el horizonte aquellos poblados de casas alzadas sobre pilares a las que Ojeda y «Maese» Juan de la Cosa habían hecho referencia con tanto entusiasmo.
—Unicamente las salamandras vivirían aquí… —sentenció Don Luis de Torres, abriendo mucho la boca para aspirar un aire que se negaba a descender a sus pulmones—. Y dudo que nuestro buen amigo
Cienfuegos
sea tan loco como para haber decidido quedarse por estos pagos.
Se fue el sol, que se iba allí lanzando rayos ardientes hasta el último segundo, como si odiara —o amara— aquel lago más que ningún otro punto del planeta, y tuvieron que pasar dos horas antes de que los más entusiastas se sintieran con ánimos suficientes como para moverse.
Luego, casi a media noche ya, el vigía de la cofa alertó sobre una luz que se movía en el horizonte y al poco dos indígenas semidesnudos se aproximaron a bordo de una piragua para gritar amistosamente:
—¡Viva Isabel! ¡Viva Fernando!
Aquéllas eran, sin embargo, y por desgracia, las únicas palabras de castellano que sabían, aprendidas sin duda de algún patriótico tripulante de las naves de Ojeda, y en cuanto se les invitó a subir a cubierta fue para solicitar con inequívocos gestos que se les diera algo de beber que no fuera precisamente agua.
El capitán ordenó que les sirvieran un cuartillo de ron, que se echaron al coleto sin respirar siquiera, para caer como apuntillados, hacerse un ovillo y comenzar a roncar sonoramente.
—¡Pues vaya una embajada…! —exclamó el desconcertado Bonifacio Cabrera—. Mudos y borrachos.
Borrachos puede que fueran, pero mudos no, desde luego, ya que con la primera claridad del alba abrieron los ojos al unísono y comenzaron a parlotear como loras histéricas en una jerga de la que ni Don Luis de Torres ni ninguno de los restantes miembros de la tripulación comprendía una palabra.
Y es que los cuprigueri que poblaban el interior del lago conservaban un idioma propio, tan sólo ligeramente contaminado por escasos vocablos caribes o arawacs, por lo que únicamente alguien como el gomero
Cienfuegos
, que dominaba ambos idiomas y poseía una gran facilidad para aprender, tenía posibilidades de entenderse con ellos.
Fue necesaria, por tanto, mucha paciencia, agobiados por un infernal calor que volvió a hacer su aparición en cuanto el sol se alzó sobre la línea del horizonte, para conseguir, a base de regalos, que los nativos se esforzaran lo suficiente como para admitir que los únicos hombres barbudos que habían visto en su vida eran los de la expedición de Ojeda, aunque en un momento dado tuvieron noticias de que algún otro habitó cierto tiempo en el interior del lago.