—Si Quimari-Ayapel dice que vayas, tienes que ir, o no podrás continuar viviendo entre los pacabueyes.
—¿Por qué?
—Su autoridad resulta indiscutible.
El isleño reflexionó unos instantes y acabó por hacer un leve gesto de resignada aceptación:
—A la fuerza ahorcan. Iré. Tal vez, con suerte, asista al prodigio de ver cómo licúa una esmeralda.
—Quimari-Ayapel no necesita hacer prodigios.
—¿De dónde nace entonces su poder?
—De que se trata de un auténtico prodigio.
Cienfuegos
no pudo por menos que observarla con renovada curiosidad.
—¿Qué clase de prodigio? —quiso saber.
—El más grande que Muzo haya creado.
—Eso no me aclara mucho.
—No necesitas más. Lo verás por ti mismo.
—¿Cuándo?
—Mañana. Al amanecer nos pondremos en camino.
Apenas despuntaba el alba cuando ya Mauá le precedía por un diminuto sendero que se perdía con frecuencia entre la espesura de la frondosa selva como si pretendiera disimular su existencia, y en media docena de ocasiones la gorda hizo un alto obligándole a dar un extraño rodeo tras indicarle que ante ellos se ocultaba una peligrosa trampa en la que hubiese caído para morir atravesado por afiladas estacas todo aquel que desconociese su existencia.
Fue, no obstante, un tranquilo paseo que les llevó a poder almorzar a orillas de una amplia laguna que más bien parecía un ensanchamiento del río que hubiese anegado el fértil valle dejando a la vista infinidad de pequeños islotes, la mayor parte de los cuales apenas alcanzaban tres palmos de altura.
—Cuéntame algo más sobre Quimari-Ayapel —pidió el gomero, mientras con la uña se limpiaba los dientes entre los que se le habían introducido fibras de mango—. Quiero tener al menos una idea de con quién voy a encontrarme. ¿Se trata de una especie de brujo o curandero?
—Lo averiguarás tú mismo —fue la machacona respuesta.
—Te advierto que si esperas impresionarme, vas de culo —señaló amoscado—. Ya he visto todo lo que se puede ver en este mundo, desde el Almirante Colón a caníbales que se comían a mis amigos; un chorro de fuego que nacía del centro de la tierra, gente muerta que se conserva en hielo, una montaña que se convertía en fango, una vieja bruja que se alimentaba del aire… ¡Todo!
—Todo, excepto a Quimari-Ayapel.
—¡Pues como no tenga cuernos…!
Poco después Mauá le pidió que apartara unas ramas, y lo que en principio parecía ser el simple tronco de un árbol, se convirtió al momento en dos largas piraguas ensambladas de tal forma que resultaba casi imposible distinguir el punto en que se unían.
Apenas necesitó esforzarse para desencajarlas del hueco en que habían sido clavadas, y le asombró que pesaran menos que un simple tronco de tres palmos de largo.
—¿Qué es esto? —quiso saber—. Jamás imaginé que pudiera existir una madera tan liviana. ¿De dónde sale?
—La traen de allá, del otro lado del río. Cuentan que cuando Muzo concluyó de crear los bosques lanzó un suspiro de satisfacción que se hundió en un hueco de la tierra y de ahí nació el árbol que no pesa. ¡Tíralo al agua! —ordenó por último.
El isleño obedeció y se maravilló de nuevo ante la increíble flotabilidad de aquella embarcación de madera casi blanca, a la que la suave brisa amenazaba con arrastrar de inmediato aguas adentro.
El canalete, sin embargo, era de oscura y fuerte «chonta» y, tras aventurarse poco más de una legua por entre el dédalo de islotes y copudos árboles que nacían del fondo mismo del lago, surgió ante ellos una hermosa isla, y tan cubierta de flores y palmeras que semejaba un auténtico vergel en mitad de la selva.
Al rodearla por indicación de Mauá, alcanzaron una playa de dorada arena desde la que una ancha pradera ascendía hacia una cabaña de amplios ventanales, y cuando
Cienfuegos
saltó a tierra extendiendo la mano con intención de ayudar a descender a la anciana, ésta negó con un gesto al tiempo que tomaba el remo que el gomero acababa de dejar en el fondo de la embarcación.
—Debes ir solo —dijo—. Yo regreso.
Sin esperar respuesta, maniobró con una habilidad impropia de una mujer de su tamaño, y antes de que el cabrero pudiera tan siquiera reaccionar, se alejó por donde había venido, perdiéndose de vista tras los árboles.
—Esto no me gusta —masculló al verla desaparecer—. No me gusta nada.
Se volvió hacia la casa y de inmediato advirtió que alguien le observaba desde el ventanal, por lo que avanzó unos pasos y no tardó en llegar a la conclusión de que se trataba de una mujer relativamente joven, de mediana estatura, piel muy clara y rostro achatado en el que tan sólo destacaban dos grandes ojos oscuros y expresivos.
—¡Hola! —saludó, esforzándose por mostrarse natural, aunque en el fondo se sentía profundamente decepcionado, ya que en verdad esperaba algo más que una indígena escasamente atractiva—. ¿Eres Quimari-Ayapel?
—Soy Quimari —replicó la muchacha con voz extrañamente suave—. «Ella» es Ayapel.
Fue sólo entonces cuando el canario descubrió que a la izquierda y casi oculta por el borde de la ventana, se encontraba otra persona, que cuando se inclinó levemente para dejarse ver y verle al propio tiempo, resultó ser también una mujer bastante parecida a la primera.
—¡Vaya! —exclamó, un tanto desconcertado—.
Esto sí que no me lo esperaba. ¿Puedo pasar?
—Supongo —comentó la llamada Ayapel en un tono autoritario, bronco y decidido—. Espero que no hayas venido desde tan lejos para quedarte fuera. Pronto lloverá.
—¿Tú crees? —inquirió tontamente el isleño, que no podía evitar sentirse ridículo, ya que había llegado hasta allí en busca de un prodigio inexistente—. El día amaneció precioso.
Penetró en la cabaña, aguardó un instante tratando de adaptarse a la penumbra, y lo primero que le llamó la atención fue la ingente cantidad de hermosas esmeraldas que llenaban una especie de ancha mesa de poca altura que se extendía a lo largo de tres de las cuatro paredes de la amplia estancia.
—¡Diantre! —exclamó fascinado—. Si estos pedruscos valen lo que imagino que pueden valer allá en Europa, debéis ser las mujeres más ricas del planeta.
—No son nuestras —replicó Ayapel—. Tan sólo las cuidamos. Pertenecen a la tribu.
—¿Y es cierto eso de que tenéis el poder de convertirlas en agua?
—A veces. Pero no es éste el momento.
—Entiendo. Espero que haya tiempo para todo.
Advirtió entonces que no se habían movido del lugar en que estaban, Quimari casi frente a la ventana y Ayapel a su lado; reparó en que vestían de idéntica manera —una larga túnica blanca con rayas verdes que les cubría del cuello a los tobillos— e intentó buscar una frase ingeniosa que sirviera para romper el hielo de la incómoda situación, mas de improviso ambas mujeres se movieron al unísono, avanzando apenas dos pasos hacia él, y lo que vio a punto estuvo de hacerle caer al suelo.
—¡Dios Bendito! —exclamó—. ¡No es posible!
Tardó unos instantes en recuperar el dominio sobre sí mismo y sus ideas, puesto que le había asaltado la sensación de estar soñando, o de que sus ojos le engañaban, ya que lo que tenía ante él no era —tal como había creído en un principio— dos mujeres, sino más bien una sola dotada de dos cabezas y dos únicos brazos, aunque al caminar resultaba evidente que disponía de cuatro piernas.
—¿Qué es esto? —casi sollozó horrorizado—. ¿Me he vuelto loco?
Se dejó deslizar por la gruesa pilastra que sostenían el alto techo hasta quedar sentado sobre una fina esterilla de paja, tan desmadejado, sin voluntad ni fuerzas, que podría creerse que en verdad le habían cortado los tendones.
Por su parte, Quimari-Ayapel —lo que quiera que fuese— permaneció inmóvil a menos de cinco pasos de distancia, permitiendo que la —o las— contemplara a gusto, quizás un tanto divertidas por la terrorífica impresión que le habían causado.
—No te asustes… —musitó al fin la primera, con su voz cálida y tímida—. No somos un monstruo del Averno, sino tan sólo dos personas que nacieron unidas.
—¿Unidas? —tartamudeó apenas el canario con un supremo esfuerzo de voluntad—. ¿Cómo es posible?
—Nadie lo sabe —fue la sencilla respuesta—. Muzo quiso que así fuera, y así fue.
El pobre cabrero necesitó unos minutos para llegar al convencimiento de que no estaba siendo objeto de una pesada broma, sino que en verdad se enfrentaba a dos seres humanos perfectamente diferenciados, pese a que permanecieran unidos por el pecho de alguna forma que la larga túnica impedía descubrir.
Se movían al unísono, con una sincronía que cabría calificar de prodigiosa, y cuando fueron a tomar asiento en un ancho banco tapizado de rojo, lo hicieron con la misma naturalidad con que lo hubiera hecho una sola persona.
—Lo siento… —pudo murmurar por último—. Lo siento de veras.
—¿Qué es lo que sientes? —quiso saber Ayapel—.
¿Que seamos así? A nosotras no nos importa.
—¿Que no os importa? —se sorprendió el gomero.
—¿Te importa a ti ser un monstruo grande, peludo, pelirrojo y maloliente?
La pregunta tuvo la virtud de desconcertar al isleño, que de un modo casi inconsciente alzó el brazo oliéndose el sobaco.
—Me bañé en el río esta mañana —replicó amoscado.
—Pues no se nota —sentenció Ayapel, que demostraba ser una persona francamente agresiva y de mal carácter—. Apestas a jaguar en celo.
—No creo que hayas olido nunca a un jaguar en celo —masculló francamente malhumorado—. Pero no es cuestión de discutir bobadas. No pretendía ofenderos, aunque sigo considerando que debe resultar muy incómodo vivir de esa manera.
—¿Por qué? —quiso saber ahora Quimari, a la que se diría que costaba un gran esfuerzo expresarse—. Nacimos así y jamás nos hemos sentido incómodas.
Cienfuegos
no supo qué responder, pero le vino a la mente la conversación que había mantenido, años atrás, con un ciego de su pueblo, quien sostenía, de igual modo, que no lamentaba su defecto, puesto que jamás supo lo que eran la luz ni el color.
—Creí que ya lo había visto todo y he aquí que me enfrento al mayor prodigio imaginable —señaló, por último, al tiempo que se ponía en pie, aproximándose al ventanal para recrearse en el maravilloso atardecer que comenzaba a adueñarse del río y la laguna—. Los lagartos que se convierten en feroces caimanes y los cadáveres helados se me antojan ahora cosa de risa. ¿Hay muchos seres como vosotros por aquí?
—Ninguno —puntualizó Ayapel—. Nadie recuerda un caso semejante, y quizá por ello nos convirtieron en las guardianas de la sangre de Muzo.
—¿Como si fuerais diosas? —inquirió con manifiesta intención.
—Nadie nos considera diosas —fue la sincera respuesta—. Aunque desde el día en que vinimos al mundo, Muzo jamás a vuelto a luchar con Akar, la tierra no se estremece, las cosechas son buenas y nuestros eternos enemigos, los chiriguanas, ni siquiera se atreven a poner el pie más allá de sus fronteras. ¿No bastan tales razones para sentirnos orgullosas de ser como somos?
—Supongo que sí —admitió el canario—. Sobre todo teniendo en cuenta que parecéis felices.
—¿Por qué no habríamos de serlo? —intervino con su suavidad dé siempre Quimari—. Estamos juntas y cuando os contemplamos a vosotros, condenados a vivir siempre solos, nos preguntamos cómo podéis soportar semejante castigo. La soledad no es nunca más que eso…: «soledad».
M
ilagro.
La nave hacía honor a su nombre, no por el hecho de que hubiera sido construida en tiempo récord, sino sobre todo porque constituía un auténtico prodigio de belleza, esbeltez y elegancia, con avanzadas líneas que hacían olvidar el arcaico diseño de las viejas carabelas y carracas que frecuentaban el puerto del río Ozama, aproximándose más a la estructura que habrían de tener, siglos más tarde, los navíos piratas que con su endiablada rapidez y maniobrabilidad se convertían en la pesadilla del Caribe.
—No soportaría los embates de una galerna del Cantábrico —sentenció convencido Sixto Vizcaíno—. Y allá en mi tierra jamás se me hubiera ocurrido echar al agua un barco semejante, pero no creo que ningún otro consiga deslizarse mejor entre estas islas, ni cumpla de modo más cabal la misión para la que ha sido concebido.
—Es una obra de arte —admitió la alemana.
—Es el fruto de vuestro entusiasmo, mi trabajo y la quisquillosidad del Capitán Salado —replicó con humor el carpintero—. En verdad, que con frecuencia lamento haberle recomendado, pero cierto es que sin sus ideas este
Milagro
no estaría aún a flote. ¿Cuándo pensáis partir?
—En cuanto el Virrey me lo permita.
Pero una cosa parecía ser armar un buque, con todo lo que significaba de esfuerzo y dinero, y otra muy distinta conseguir que Don Cristóbal Colón se dignase firmar un sencillo documento autorizando a
Doña Mariana Montenegro
a recorrer las costas de «Tierra Firme» en busca de un supuesto superviviente de la masacre del «Fuerte de la Natividad», dado que el Almirante se negaba a aceptar que existiera tal «Tierra Firme», y mucho menos tal superviviente.
Aún continuaba cerrilmente aferrado a la idea de que se encontraba a las puertas de Catay y pronto encontraría un paso entre las islas que le permitiría fondear frente a los palacios de oro del Gran Kan, y no estaba dispuesto a permitir por tanto que una aventurera de dudoso pasado se le adelantase utilizando para ello la prodigiosa nave que se balanceaba mansamente a no más de media legua de la negra fortaleza que había mandado levantar a orillas del Ozama.
—¿Quién es en realidad esa
Mariana Montenegro
? —inquirió molesto—. ¿Y cómo es que ha conseguido atesorar tanta riqueza en tan escaso tiempo?
—Se le concedió un pequeño porcentaje de los beneficios por su mediación en el asunto de las minas —le recordó su hermano Bartolomé—. Y Miguel Díaz también le entrega una parte.
—Y por lo visto utiliza «nuestro» oro en tratar de arrebatarme la gloria de llegar a Catay… —se indignó el Virrey—. Deberíamos ahorcarla.
—Tan sólo busca a un hombre.
—¡Ridículo! —sentenció el Almirante—. Ninguna mujer gastaría su tiempo y su dinero en buscar a un hombre teniendo tantos cerca.
—Ella es especial.
Mala recomendación era aquélla para quien se consideraba la única persona especial sobre el planeta, y pese a que desechara la idea de tomar represalias contra sus supuestas felonías, lo cierto es que Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, se limitó a dar la callada por respuesta a cuantas solicitudes se le hicieron, dejando que el hermoso navío permaneciera fondeado frente al astillero, ante la desesperada impotencia de su dueña.