—La única salida que os queda es ir a pedir personalmente permiso a la reina —señaló Don Luis de Torres—. Ella, como mujer, tal vez entienda vuestras razones.
—¿En verdad imagináis que la reina más católica del orbe entendería a una mujer que persigue a su joven amante, tras haber abandonado a su esposo, que para mayor abundamiento es primo lejano del Rey Fernando? —Se asombró—. ¡A buen seguro deliráis!
—A buen seguro… —admitió el converso, levemente amoscado—. Pero a mi modo de ver no existe otra salida.
—Existe —sentenció el Capitán Moisés Salado, con su proverbial laconismo.
—¿Y es?
—Zarpar.
—¿Zarpar?
—Zarpar.
—¿Y eso qué diantres significa, si es que puede saberse?
Levar anclas.
—¡Ya sé que zarpar significa levar anclas y hacerse a la mar…! —se impacientó el De Torres—. ¿Lo que quiero saber es si estáis proponiendo, simple y llanamente, abandonar el puerto sin el permiso del Virrey?
—Exacto.
—Eso nos acarrearía la horca.
—Si nos cogen.
—¿Os habéis vuelto loco?
—Tal vez.
—
Doña Mariana
… —sentenció el ex intérprete real, señalando acusadoramente al impasible marino—. Considero una temeridad poneros en manos de semejante irresponsable, aun en el improbable caso de que consiguierais ese maldito permiso. Empiezo a dudar de que ese dichoso barco soporte tan siquiera el embate de una ola en mar abierto.
—
El Milagro
es tres veces más rápido que cualquier navío del Almirante —replicó
El Deslenguado
, empleando en la larga frase todo su aliento—. Y más seguro.
—¡Palabras!
—Si las emplea, debe ser porque cree en ellas —ironizó la alemana—. Nunca le gustaron.
—Hacéis mal en tomaros a broma cuanto se refiera al Almirante —le hizo notar el converso—. Tiene ya tantos muertos en su haber, que si se cogieran de las manos, a buen seguro que conformarían una cadena que uniría ambas orillas del océano. —Luego añadió con voz grave—: Le acompañé en su primer viaje, le conozco bien, y me consta que ni siquiera pestañearía a la hora de ordenar que os colgaran de una verga del
Milagro
.
—¿Y qué pretendéis que haga? ¿Sentarme a contemplar cómo las gaviotas se cagan en cubierta?
—Esperar.
—¿Esperar, qué, Don Luis? ¿A que cualquier día mi marido decida regresar para cortarme el cuello? Aquí mi vida no está segura y lo sabéis. ¿Qué más da la horca que el cuchillo? Empezaba a desesperar y estaba decidida a regresar a mi país, pero ver cómo ese barco se alzaba desde su quilla me otorgó nuevos bríos. Si ahora se queda ahí, quien se hunde soy yo.
—¡Pero el Virrey…!
—¡Al diablo el Virrey…,! —estalló la alemana fuera de sí—. El es quien debería colgar de una verga. —Se volvió a Moisés Salado—: capitán… ¡Zarpamos!
La noche del quinto día, y aprovechando uno de aquellos largos períodos de tiempo en que ningún navío frecuentaba el puerto, el
Milagro
rompió amarras por alguna desconocida razón, permitió que la corriente del Ozama le arrastrara mar adentro, y desapareció de la vista de los esbirros del Virrey, que, con la primera claridad del alba, se negaban a aceptar la evidencia de tan manifiesto desacato a la suprema autoridad establecida.
—¡Haced venir a
Doña Mariana
! —rugió fuera de sí el Adelantado Don Bartolomé Colón.
—Se fue —replicó secamente el Alcaide Miguel Díaz, que continuaba siendo buen amigo y protector de la mujer que le había conseguido el perdón real—. Pero no puede estar a bordo, puesto que había dado estrictas órdenes de que únicamente el Capitán Salado y tres de sus hombres pudieran subir a la nave.
—Y así ha sido, Excelencia —replicó el alférez Pedraza, un oficial de inmensos mostachos que tenía fama de severo y eficaz—. Nadie más se ha aproximado al
Milagro
, pero lo cierto es que en su casa tan sólo quedan los criados.
—Buscad entonces a Don Luis de Torres.
—Ya lo hice, Excelencia. Tampoco está.
—¿Y dónde puede haber ido?
—Lo ignoro, Excelencia. Lo único que he podido averiguar es que varias carretas salieron al atardecer en dirección a San Pedro.
—¿Hacia el Este? —se sorprendió Don Bartolomé Colón, buen conocedor de las costas de la isla—. Me extraña. Si tienen que armar y aparejar una nave a la que falta casi todo, lo lógico sería hacerlo en una tranquila bahía del Oeste, hacia Punta Salinas o Barahona.
—¿Creéis que están tratando de confundirnos? —quiso saber el incrédulo alférez Pedraza.
—Apuesto a que se trata de una añagaza —insistió el Adelantado—. Esa mujer es muy astuta, pero no va a salirse con la suya. —Le apuntó firmemente con el dedo—. Coged a vuestros mejores hombres, galopad hacia el Oeste y detenedla.
—Como Su Excelencia ordene…
El bigotudo militar dio media vuelta dispuesto a emprender una rápida carrera escaleras abajo, pero apenas había descendido media docena de peldaños cuando Don Bartolomé le detuvo con un gesto.
—¡Esperad…! Esperad un momento, por favor. Por si acaso, enviad algunos hombres hacia el Este, no vaya a resultar que
Doña Mariana
sea más lista de lo que imagino.
Pero
Doña Mariana Montenegro
era aún más lista de lo que imaginaba, o quizá lo conocía lo suficiente como para comprender que si bien por una vez cabía sorprenderle llevándose el barco ante sus propias narices, bastante más difícil resultaría que le permitiera aparejarlo sin problemas.
—Al Norte —fue, por tanto, su orden cuando el Capitán Salado quiso saber qué rumbo debería tomar si conseguía sacar la nave a mar abierto—. Atravesad el Canal de la Mona y esperadnos en la Bahía de Samaná.
—¡Bien!
—¿Podréis navegar con tan sólo tres hombres y un barco casi desarbolado?
—Se intentará.
—Recordad que si no llegáis a tiempo, nos ahorcarán a todos.
—Recordad vos que si no llego es porque me habrán devorado los tiburones.
Con apenas dos foques y la mesana, viento de través y un perfecto conocimiento del mar y de su nave, el Capitán Moisés Salado consiguió demostrar que el
Milagro
constituía en realidad un auténtico prodigio de ingeniería, ya que en menos de treinta y seis horas de navegación dejó caer las anclas en la límpida arena de una quieta ensenada de la inmensa Bahía de Samaná.
Mucho más problemático resultaba el viaje para el resto de la tripulación, abriéndose paso a machetazos a través de la densa maleza de la ancha península, aunque por suerte era aquélla una región de escasos accidentes geográficos que los aborígenes habían abandonado buscando más seguro refugio en las escarpadas regiones montañosas o en las profundas selvas del oeste de la isla, y los únicos enemigos a tener en cuenta eran el agobiante calor, arañas, serpientes y nubes de feroces mosquitos que se arrojaban sobre los expedicionarios como lobos hambrientos.
Curiosamente, el pequeño Haitiké, era el único miembro del grupo que no parecía sufrir el asalto de las miríadas de alados enemigos que al atardecer ocultaban el sol en densas nubes, y cuando por la noche la mayoría de los miembros de la expedición se encontraban postrados sufriendo a causa de la hinchazón producida por el veneno, los atendía sin que en todo su cuerpo se advirtiese una sola señal de picadura.
La excitación del muchacho al saber que iba a hacerse a la mar a bordo de una nave, que había visto construir tabla por tabla, le impedía conciliar el sueño, aunque a ello contribuyera el hecho de saber que estaba viviendo una peligrosa aventura de la que dependía no sólo su propio destino, sino sobre todo el de su madre adoptiva y su aún desconocido padre.
Para Haitiké, la figura de
Cienfuegos
siempre había constituido una especie de insondable misterio, ya que todo cuanto sabía sobre él resultaba confuso, sin que nadie se sintiese capaz de aclararle si se trataba en realidad de un ser vivo que andaba vagabundeando por mundos desconocidos, o tan sólo un recuerdo que el desmedido amor de
Doña Mariana
había convertido en leyenda.
La relación del chiquillo y la alemana continuaba siendo hasta cierto punto igualmente inconcreta, ya que si bien ella se esforzaba por quererle como al hijo que hubiese deseado tener con su joven amante, los rasgos del mestizo, y sobre todo su retraído carácter, le recordaban de continuo que pertenecía a otra raza, y que una semisalvaje había sido su madre.
Su máximo interés seguía centrándose en hacer de él un joven educado según las costumbres de la nobleza «europea» de su tiempo, con vistas a lo cual le había proporcionado el mejor preceptor de la isla, pero en el fondo de su alma se veía obligada a admitir que se enfrentaba a una criatura muy especial, y existían demasiados detalles en la personalidad de Haitiké que nada tenían que ver ni con el carácter de los españoles, ni con el de los indígenas haitianos.
De alguna forma Ingrid Grass presentía que estaba asistiendo al nacimiento de una nueva raza cuyas señas genéticas más acusadas aparecían claramente diferenciadas en aquel huidizo y reservado rapazuelo al que incluso los mosquitos evitaban, y a menudo se preguntaba cómo sería la convivencia en un mundo poblado mayoritariamente por individuos de semejantes características.
—El tiempo y las sucesivas mezclas de sangre suavizarán los contrastes —le hizo notar Don Luis de Torres una noche en que surgió el tema de lo difícil que le resultaba entender al muchacho—. El transcurso de las generaciones dará como fruto una nueva raza más equilibrada y quizá muy hermosa, pero no debéis olvidar que éste ha sido el primer choque entre dos formas de vida contrapuestas y eso siempre acaba resultando traumático.
—¿Realmente creéis que nativos y europeos conseguirán entenderse? —quiso saber la alemana, a quien el tema preocupaba tiempo atrás—. Los noto tan distintos…
—«Son distintos» —puntualizó el converso—. Y a fuer de sincero, debo admitir que dudo que se entiendan mientras continúen siendo, como decís, «nativos» y «europeos» en su estado más puro. Tal vez las cosas cambien cuando se encuentren lo suficientemente «amalgamados».
—¿«Amalgamados»? —se sorprendió ella por la precisión del término—. ¿Por qué amalgamados…?
—Porque temo que, pese a lo mucho que se mezclen, siempre resultará posible diferenciar qué parte de cada individuo proviene de uno u otro origen. Sus naturalezas son muy distintas; diría que más diferenciadas aún que la de un sueco y un negro.
—¡Curioso…!
—Pero no debéis preocuparos, ya que dudo que Haitiké llegue a crearos problemas. Los problemas los tendrá consigo mismo, mucho más adelante. Ahora, lo único que en verdad le importa es llegar a Samaná antes de que nos alcancen los soldados.
—¿Creéis que nos persiguen?
—Estoy seguro.
No se equivocaba en esta ocasión el converso, ya que tras efectuar una larga batida por el Este hasta San Pedro, y otra por el Oeste hasta Barahona, el alférez Pedraza se cuadró sudoroso ante Don Bartolomé Colón para comunicarle que sus exploradores habían descubierto que las huellas de los carromatos de
Doña Mariana Montenegro
se encaminaban decididamente al Norte, es decir, a los embarcaderos de la Bahía de Samaná.
—¿Podréis alcanzarlos?
—Con buenas monturas y hombres de refresco, desde luego, Excelencia —fue la segura respuesta—. Esos carros avanzan con mucha lentitud por la maleza.
El hermano del Almirante ordenó, por tanto, al Alcaide, que requisase los mejores caballos de la ciudad y les proporcionase al alférez y sus hombres el avituallamiento necesario para una expedición de castigo que habría de dar como fruto el que la hermosa alemana acabara colgando de una soga en la Plaza Mayor para ejemplo de quienes osaban discutir la autoridad del Virrey.
Al bueno de Miguel Díaz, cuyo afecto por
Doña Mariana
continuaba intacto, el encargo le sumió en un profundo pesar, por lo que se apresuró a pedir consejo a su esposa, la india Isabel, antigua cacica de los territorios en los que se asentaba ahora la capital, Santo Domingo, y que era quien le había revelado tiempo atrás la existencia de sus ricas minas de oro.
—Niégate a obedecer —fue el primer y lógico comentario de la indígena.
—En ese caso seríamos varios a balancearnos en la horca —señaló el pobre hombre, convencido—. Los Colón verían con muy buenos ojos la oportunidad de quedarse con mi parte de las minas. —Agitó la cabeza, pesimista—. No —añadió apesadumbrado—. No puedo negarme, pero tampoco quiero que la ahorquen. ¡Fue siempre tan amable con todos…!
La bondadosa indígena, una mujerona enorme y vitalista que paría hijos como quien escupe por el colmillo, meditó largo rato, hizo unas cuantas preguntas y, por último, aconsejó a su atribulado esposo que no se inquietara por la alemana, permitiendo que los soldados emprendieran la marcha cuanto antes.
—La maldad suele encontrar inesperados obstáculos en su camino —fue su misterioso comentario—.
Y tal vez los dioses decidan ayudarla.
—Pero, ¿cómo? —quiso saber el atribulado Alcaide—. Esas carretas necesitarán, por lo menos, tres días para alcanzar su destino, y con los caballos que lleva, Pedraza puede hacer el mismo recorrido en menos de una jornada.
—¡Ten fe…! ¡Ten fe!
Pero lo cierto es que hacía falta muchísima fe para aceptar que quizás ocurriría un milagro, puesto que cuando la armada tropa partió a lomos de las briosas bestias, y el cariacontecido Miguel Díaz reparó en los cetrinos rostros de semejante pandilla de malencarados veteranos de cien combates contra los «salvajes desnudos», llegó a la conclusión de qué suerte tendrá la bondadosa
Mariana Montenegro
si conseguía llegar viva a la Plaza Mayor de la capital para ser ahorcada.
—Los creo capaces de violarla entre todos y echar luego su cadáver a los perros —se lamentó casi gimoteando—. Son una auténtica pandilla de canallas.
Canallas o no, lo que sí constituían, desde luego, era un selecto grupo de jinetes especialmente aguerrido y resistente, puesto que cabalgaron apiñados y sin tomarse un minuto de descanso hasta pasado el mediodía, hora en que el alférez Pedraza ordenó hacer un alto para dar un respiro a las monturas y devorar a la sombra de un hermoso castaño una buena parte de las excelentes viandas y el fuerte vino peleón que la india Isabel les había preparado.
—A este ritmo, caeremos sobre ellos a media tarde —señaló satisfecho—. Y si conseguimos apoderarnos del barco, tened por seguro que nos habremos hecho merecedores de un ascenso y una justa recompensa.