Montenegro (25 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Montenegro
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Su jefe meditó largo rato sin dejar de observar el navío del que ya podían distinguirse con cierta nitidez las formas, para asentir por último.

—¡Está bien! —admitió, con desgana—. Sube a bordo y dile a Velloso que le ofrezca la proa… Y que haga señas a las patrullas para que regresen cuanto antes.

El mercenario obedeció trepando de inmediato a uno de los botes para encaminarse al barco remando sobre un agua inmunda que ennegrecía los remos.

Por su parte, el capitán se cercioró de que los cañones que había emplazado entre las rocas de un espigón que se adentraba en el agua se encontraban a punto y con la dotación lista para entrar en combate, y regresó por último a la choza de la colina, dispuesto a contemplar la batalla desde tan privilegiado puesto de mando.

Fermina Constante ni siquiera se había movido de su hamaca, limitándose a balancearse mientras mordisqueaba un amarillo mango cuyo jugo le resbalaba por el mentón, observando con cierta displicencia cómo caía la tarde, cómo el sol se convertía en una inmensa moneda incandescente, y cómo el
Milagro
abría un surco en el agua dejando a sus espaldas una ancha estela que parecía romper el eternamente bruñido espejo del lago.

—Nunca vi una batalla —dijo—. Puede ser divertido.

—Lo es si se gana.

—¿Tienes dudas?

El vizconde negó, convencido:

—No van armados y ya no pueden embestirme. —Se encogió de hombros—. O gano, o hago tablas.

Ella se limitó a dedicarle una corta mirada de soslayo para concentrarse de nuevo en el mango y en la contemplación del navío que a medida que se aproximaba iba dando más y más sensación de velocidad.

—¡Es precioso!

—Lo que en verdad me apetecería sería apresarlo. Pero dudo que lo consiga.

El crepúsculo fue tan rápido y corto como siempre; el sol se hundió en el horizonte al tiempo que las sombras comenzaban a apoderarse del lago, y podría creerse que el
Milagro
había cronometrado al minuto el momento de su llegada.

Si conseguía pasar le quedaría apenas la luz imprescindible para alcanzar el golfo y perderse de noche en mar abierto, y si no lo conseguía, aún tendría una última oportunidad de regresar al lago para desaparecer aprovechando las tinieblas.

Enfiló rectamente hacia la boca del canal, tan cerca ya que se podían ver a los hombres sobre cubierta, y el Capitán De Luna abrigó el convencimiento de que a plena luz del día hubiese conseguido incluso distinguir el odiado rostro de su esposa.

Aguardó impaciente, se volvió hacia el
Dragón
intentando cerciorarse de que todo se hallaba dispuesto, pero en ese mismo instante, cuando faltaba menos de media legua para que se pusiera al alcance de sus cañones, el
Milagro
viró en redondo y lo hizo con tal precisión que se podría creer que había realizado una ciaboga girando sobre su propio eje.

—¿Qué hace? —exclamó, fuera de sí.

—Cambiar de idea —fue la burlona respuesta de Fermina—. Se vuelve a casa…

La suave brisa que había estado recibiendo por el costado de babor, tomó ahora a la nave por la aleta de estribor, impulsándola despacio pero firmemente hacia el interior del lago, y en ese instante, cuando iniciaba de nuevo su ágil andadura de retorno, del castillo de popa surgieron dos inmensas bolas de fuego que —impulsadas quizá por una enorme catapulta— trazaron un amplio arco en el cielo para ir a caer al agua a unos doscientos metros de distancia.

Y contra toda lógica; contra lo que el vizconde de Teguise, Fermina Constante, Baltasar Garrote, Justo Velloso o cualquier otro ser humano razonable de este mundo pudiera suponer, el fuego no se apagó al sumergirse en el agua, sino que, por el contrario, pareció cobrar nueva vida, estalló con un fulgor jamás visto, y altas llamas se alzaron en la superficie iniciando un rápido avance en todas direcciones.

—¿Qué significa esto? —se espantó el Capitán De Luna—. ¡Es obra del diablo!

Pero en esta ocasión ni siquiera la desvergonzada prostituta tenía palabras para expresar su asombro, pues se había quedado tan inmóvil como una estatua de sal; tan inmóvil como debió quedarse la mujer de Lot al ver arder Sodoma y Gomorra a orillas de un lago semejante.

Por una vez el Capitán León de Luna parecía tener razón, pues lo que estaba aconteciendo no podía ser más que obra del «Angel de las Tinieblas», el único con poder suficiente como para conseguir que el agua ardiese, y que altas llamas comenzaran a galopar en dirección al indefenso buque que permanecía fondeado en medio del canal sin posibilidad alguna de levar anclas, izar velas y permitir que el suave viento le alejara en dirección opuesta al avance del fuego.

—¡Dios nos proteja!

El vizconde de Teguise se había dejado caer sobre un rústico banco, incapaz de mantenerse en pie, observando con los ojos dilatados por el terror y la incredulidad el más prodigioso espectáculo que le hubiese concedido contemplar hasta el presente.

Los residuos de crudo que durante siglos se filtraran al lago en una de las regiones más abundantes en petróleo del planeta, se habían ido amontonando con el paso del tiempo en aquel recalentado cuello de botella, y debido a los densos vapores que se producían a última hora de la tarde, ese crudo se volvía inflamable, por lo que ahora ardía lanzando al aire un humo espeso y negro que no impedía sin embargo que el cielo del crepúsculo enrojeciera como probablemente enrojecería durante el Apocalipsis.

El
Milagro
se alejaba del peligro de regreso a aguas poco contaminadas, pero para la cochambrosa nao flamenca no quedaba esperanza alguna de salvación, pues resultaba evidente que se encontraba inmovilizada en mitad de la ruta de las llamas.

El Turco
, Baltasar Garrote, lo entendió, de inmediato, y sin detenerse a analizar por qué satánica razón estaba sucediendo tan inaudito fenómeno, saltó a la barca que le había llevado a bordo, y secundado por tres hombres tan avispados como él, remó con toda la fuerza que proporcionaba la desesperación en dirección a la orilla más cercana.

Justo Velloso y la mayoría de los marinos que se encontraban a bordo fueron sin duda más lentos de reflejos o se dejaron agarrotar por el miedo y la sorpresa, por lo que, cuando llegaron a la conclusión de que nada detendría aquel alto muro de fuego que avanzaba como una extraña bestia reptando sobre la quieta superficie de las aguas, todo lo que pudieron hacer fue tirarse por la borda y tratar de ganar la costa a grandes brazadas.

Dos grumetes que no sabían nadar permanecieron, sin embargo, a bordo, observando aterrorizados la llegada del infierno, y Fermina Constante recordaría durante años los aullidos de desesperación de los desgraciados muchachos hasta que de improviso un irrespirable humo los envolvió acallando sus gritos para siempre.

La vieja y reseca estructura del
Dragón
comenzó a arder como si no fuera más que un arrugado pedazo de papel arrojado a una hoguera, las llamas prendieron rápidamente en el velamen ascendiendo como serpientes danzantes por los palos y corretearon sobre cubierta donde se escucharon pequeñas explosiones cuando alcanzaron la pólvora de los cañones, para que al fin toda la nave reventara como un gigantesco fuego de artificio cuando estalló la «santabárbara».

Una lluvia de pavesas se apoderó de la noche y nuevos incendios se dispersaron sobre la superficie de las aguas, de tal modo que incluso en la cima de la colina el calor se volvió insoportable, y
El Turco
y sus tres compañeros dispusieron del tiempo justo para saltar a tierra y perderse corriendo entre la espesura salvándose por pies de morir abrasados.

Los que nadaban, incluido Justo Velloso, no tuvieron tanta suerte, y uno tras otro fueron alcanzados por el muro de fuego, que los engulló como si fueran paja, y que continuó luego su camino, canal adentro, siempre hacia el Norte, hasta que las limpias aguas del golfo cortaron definitivamente su avance.

A bordo del
Milagro
, al pairo a unas dos millas de distancia, se había hecho un silencio impresionante, pues pese a que quedaba claro que habían vencido, a la mayoría se les antojó que el precio de tal victoria era excesivo.

—¡Dios Bendito! —exclamó por último
Doña Mariana Montenegro
, enjugándose las lágrimas—. ¡Qué horror!

—¿Pero qué es lo que ha ocurrido exactamente? —quiso saber el cojo Bonifacio Cabrera, expresando el sentir general—. ¿Por qué ardió el agua?

—Es el «mene» —replicó
Cienfuegos
con calma—.

«Los orines del diablo»… De pronto recordé lo que los cuprigueri me enseñaron, y recordé también que jamás construyen sus poblados en zonas de aguas cerradas, donde el «mene» se concentra porque saben que cuando se recalienta deja escapar esos vapores que le hacen arder.

—¿Pero por qué? —intervino el converso Luis de Torres—. ¿Qué es lo que le hace arder?

El gomero se encogió de hombros.

—Lo ignoro. —Señaló en tono de absoluta sinceridad—. Tan sólo sé que surge del fondo de la tierra, ensucia las aguas, agosta las tierras y arde.

—¡Pobre gente! —repitió, una vez más, la obsesionada
Mariana Montenegro
—. ¡Cómo gritaban!

—El Almirante aseguró que había llegado a las puertas del Paraíso, pero este lago se me antoja más bien la cima del Infierno —musitó el converso, al que se le advertía también hondamente afectado—. Debe encontrarse justo bajo nosotros.

—Mañana nos iremos —sentenció la alemana—. En cuanto amanezca quiero salir de aquí y no volver a oír hablar jamás de este lugar maldito… ¡Dios me perdone! ¿Cuántos hombres pueden haber muerto esta noche por mi culpa?

—Ellos querían matarnos —le recordó el Capitán Moisés Salado—. Lo único que hicimos fue defendernos.

—¿Provocando semejante masacre?

—¿Quién podía saberlo?

—Yo —admitió el isleño, con un cierto tono de culpabilidad—. Una vez vi arder un pozo de «mene» en mitad de la llanura y nadie podía aproximarse a media legua de distancia… ¡Aquélla sí que era la auténtica boca del Averno!

Fue una amarga y triste noche para todos, vencedores y vencidos; noche en la que aún se pegaba a las gargantas un humo áspero, resonaban en los oídos aullidos de agonía, y se mantenía en la memoria el recuerdo de la más dantesca escena que nadie hubiera siquiera imaginado.

Ni el más fanático fraile de más elocuente verbo habría conseguido describir lo que podía llegar a ser la eterna condenación con el realismo de que acababan de ser obligados testigos, y el hecho a todas luces incongruente de que el agua tuviese la extraña propiedad de convertirse en fuego aún se negaba a abrirse en la mente de muchos por más que el gomero trataba de explicárselo.

El nuevo día no se mostró tampoco mucho más bondadoso que la trágica noche, pues el sol se abrió paso por entre una bruma sucia y grasienta para iluminar un paisaje de aguas quietas sobre las que flotaban pedazos de madera chamuscados, infinidad de peces asfixiados y una docena larga de cadáveres.

Los matojos e incluso algunos árboles de ambas orillas del canal también habían ardido y aún humeaban, y no lejos del agua, en un claro al pie de la colina, Fermina Constante, el Capitán León de Luna,
Turco
Garrote y los restantes supervivientes del
Dragón
, permanecían sentados en la hierba, contemplando sin ver los calcinados maderos de la nave que debía conducirles de regreso a tierra civilizada.

Los hombres de las patrullas habían ido acudiendo atraídos por el resplandor del incendio que se había apoderado por completo de la noche, y a medida que iban llegando se dejaban caer, anonadados, junto a sus compañeros, y todos los ojos que no permanecían fijos en los cadáveres es porque se volvían hacia la silueta del
Milagro
, que aún se mantenía inmóvil a un par de millas de distancia.

Por fin del navío se destacó una chalupa de seis remeros a cuyo mando venía el mismísimo Luis de Torres, elegido personalmente por
Doña Mariana Montenegro
para que llevase a término las que sospechaba dificilísimas negociaciones con el vizconde de Teguise.

A tiro de piedra de la orilla, la embarcación se detuvo y el converso se puso en pie mostrando un pañuelo blanco.

—Quisiera parlamentar con el Capitán León de Luna…

Este se puso en pie pesadamente para aproximarse al borde del agua seguido por Baltasar Garrote, Fermina Constante y la mayor parte de su tropa.

—¡Aproximaos, sin miedo! —dijo—. Poco daño podemos haceros ya.

El ex intérprete real pareció llegar a la conclusión de que, en efecto, aquella pobre gente no estaba para muchas aventuras, y saltando a tierra permitió que la chalupa se alejara unos metros aguas adentro.

Dirigió luego una larga mirada a los fatigados rostros de cuantos le rodeaban, y por último señaló:

—Ha sido sin duda una difícil noche que imagino jamás olvidaremos, pero ya quedó atrás y nada puede hacerse por los muertos.

—¿Acaso pensáis hacer algo por los vivos?

—Esa es nuestra intención como cristianos, pues no podemos consentir que tantos compatriotas acaben de tan triste forma en tierra de salvajes. —El converso hizo una larga pausa, como para dar mayor énfasis a sus palabras—. Aunque, por desgracia, nuestra nave no es lo suficientemente grande como para dar cabida a todos. Nos llevaremos a los heridos y a la «señora».

—¿Y el resto?

—En caso de que lleguemos a un acuerdo, les proporcionaremos víveres, y procuraremos que un barco venga lo más pronto posible a recogerles. Una carta vuestra al gobernador aceleraría los trámites.

—¿Qué clase de acuerdo es ése al que habéis hecho referencia? —quiso saber el De Luna desabridamente.

—Uno por el que os comprometáis, bajo juramento y por escrito, a que jamás volveréis a molestar directa o indirectamente, a la vizcondesa —o si lo preferís, a
Doña Mariana Montenegro
— y por el que retiraréis, además, todas las acusaciones que se han hecho en contra suya.

—¡Eso suena a chantaje!

—¡Medid vuestras palabras, señor…! —Don Luis de Torres tuvo que morderse los labios conteniendo su ira—. Lo sencillo sería dejaros morir aquí, pero os estamos ofreciendo la salvación de medio centenar de seres humanos a cambio del fin de un odio insensato y una estúpida venganza que a nada conduce. Meditad sobre ello.

—Nada tengo que meditar cuando es mi honor lo que está en juego —fue la altiva respuesta—. Volved a bordo y decidle a esa sucia prostituta que me quedaré aquí, pero que encontraré la forma de hacerle pagar con sangre todo el mal que me ha hecho.

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