—Tampoco es para tanto, a los medios de comunicación les gusta exagerar.
—Qué terrible lo de ese músico, ¿no? —continuó diciendo la madre—. Te lo comento porque esta mañana, en la tele, te han sacado durante unos segundos y hemos supuesto que te habían encargado a ti el caso.
—Un regalo envenenado —dijo Perdomo—. Voy a tener toda la presión del mundo.
—Seguro que lo sacas adelante, menudo eres. —Le hizo un gesto de despedida con la mano—. ¡Me voy corriendo a por el
Hola
! ¡Ahora que te lo veo en la mano me acabo de acordar de que el miércoles se me pasó comprarlo!
Cuando la mujer se alejó, el policía y su hijo permanecieron unos segundos en silencio. Perdomo intuía, porque conocía el carácter irónico de su hijo, heredado de la madre, que Gregorio no iba a resistirse a hacerle algún comentario.
—¿Son impresiones mías o te has puesto colorado? —dijo por fin el chico, tratando de reprimir una sonrisa burlona.
—No digas majaderías —replicó—. ¿Colorado por qué?
—¿A ti qué más te da lo que piense esa madre? —se indignó el chico.
Perdomo se encaró con Gregorio.
—Hijo, tu padre se dedica a resolver homicidios y no me gustaría que se extendiese por el colegio el rumor de que soy una especie de… marujona.
—Entiendo —respondió el muchacho—. Es por un problema de imagen.
—Eso es. La mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo. ¿A ti no te importaría que en el colegio llegara a saberse que tu padre lee el
Hola
?
—Me importaría si lo que leyeras fuera la revista
Cosmopolitan
, donde no hay más que tests cochinos y artículos sobre la mejor manera de vengarse de los ex. Pero el
Hola
lo compraba mamá, así que yo la considero una publicación muy respetable.
Después de haber dejado a su padre sin palabras, el muchacho se bajó del coche y le dijo adiós con un guiño de ojo. Perdomo sacó el cuerpo por la ventanilla del vehículo, para gritarle a su hijo mientras se alejaba:
—¡La mayor de Rania se llama Imán! ¡Y tiene tres hermanos: Hussein, de quince años, Salma, de siete, y Hachem, de casi cuatro!
Aunque estaba ya a bastantes metros, Perdomo pudo ver perfectamente cómo Gregorio, sin dejar de caminar ni darse la vuelta para mirarle, levantaba el dedo pulgar de la mano derecha, para hacerle saber que daba la respuesta por correcta.
All you need is ears
La Comisaría General de la Policía Científica y la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, a la que estaba adscrito el inspector Perdomo, se encontraban ubicadas en el complejo policial de Canillas, un recinto gigantesco, situado en la Gran Vía de Hortaleza, vallado con muros de hormigón, que debía de ocupar en superficie el equivalente a tres estadios Santiago Bernabéu. El inspector Guerrero, de la Policía Científica, que había empezado ya a facilitarle información a Perdomo en la escena del crimen, sólo tuvo que atravesar un gran patio arbolado para desplazarse hasta la UDEV y localizar el despacho de su colega. Cuando Guerrero llamó a la puerta, Perdomo escondió el
Hola
bajo una montaña de expedientes policiales y se levantó para descorrer el pestillo.
—Acabo de echar un vistazo a los dos otogramas que me has enviado —dijo Perdomo—. Evidentemente, son huellas de dos orejas distintas. Pero ¿a quién pertenecen?
—La que está en el interior de la puerta es de la víctima —le aseguró Guerrero—, me lo acaba de confirmar la forense. Es la huella más clara de las dos, una oreja nítida, en la que son perfectamente identificables desde el hélix hasta el lóbulo, pasando por la fosa escafoides o el trago —al policía le gustaba hacer ostentación de sus profundos conocimientos sobre la morfología auricular—. Es una oreja estupenda, se nota que la víctima debía de tener un oído cojonudo.
—No estoy para chistes malos —dijo Perdomo—. ¿Y por qué había una oreja de Winston en la puerta?
—¿Quién puede saberlo? —respondió el otro—. Tal vez oyó ruido en el pasillo, se asomó a la mirilla y al no vislumbrar a nadie, acercó el oído a la puerta, para ver si así sacaba algo en limpio.
—Es una actitud extraña, ¿no crees? —apuntó Perdomo—. Implica, cuando menos, desconfianza. Cuando uno escucha de esa manera es que quiere espiar sin ser detectado.
—A mí me parece lógico. Ten en cuenta que ya hemos podido confirmar que la víctima carecía de escolta. No podía arriesgarse a abrir la puerta y que le sorprendiera un periodista o un hatajo de
groupies
.
—¿Y qué pasa con la otra oreja?
—La huella es parcial y menos nítida. ¿La tienes aún a mano en el ordenador?
Perdomo se acercó a su escritorio y pulsó un par de comandos del teclado de su PC. El otograma se mostró a plena pantalla.
—No sabemos a quién pertenece —dijo Guerrero—, pero hay algo que me lleva a pensar que pudiera ser la del asesino. —¿Y qué es?
—La altura a la que hemos encontrado la huella. Normalmente, los rastros de oreja están en la zona de la mirilla, entre el metro cuarenta y el metro setenta. Podría haber sido la de un camarero del servicio de habitaciones, que después de llamar varias veces y constatar que no le abría nadie, hubiera acercado el oído a la puerta, para averiguar si había alguien en la habitación. Pero esta huella estaba a treinta centímetros del suelo.
—Y aun así la habéis encontrado, ¡qué fieras!
—Es muy difícil que a mí se me escape una oreja, ya me conoces —se jactó Guerrero—. Y una huella dactilar, prácticamente imposible.
Muchos de los hombres de la UDEV —empezando por el comisario Galdón, que dirigía toda la unidad— le tenían ojeriza a Guerrero a causa de su enorme arrogancia, con la que, seguramente, compensaba su pequeña talla física. Pero Perdomo opinaba que el alto concepto que el inspector de la Científica tema de sí mismo estaba completamente justificado, por lo que él siempre dejaba pasar las frecuentes loas que dedicaba a su propia persona.
—Lo más probable es que el tipo se tumbara en el suelo para escuchar —aseguró Guerrero.
—¿El tipo? ¿Habéis descartado ya que pueda tratarse de una mujer?
—La oreja tiene un tamaño normal, no podemos descartar el otro sexo. He dicho el tipo porque me revienta la costumbre que hay ahora de tener que decir todo a la vez en masculino y en femenino, con el fin de ser políticamente correcto.
—Te he interrumpido, perdona —se disculpó Perdomo.
—El asesino debió de tumbarse en el suelo para evitar ser visto por la mirilla, y seguramente también para comprobar, a través de la rendija inferior de la puerta, si había luz al otro lado.
—¡Excelente!
—La huella que dejó no es tan buena como la otra, probablemente no te valdría en el juicio, ni siquiera para que el juez decretara su ingreso preventivo en prisión, en caso de que lográramos detenerle. Falta el lóbulo, ¿lo ves? —dijo Guerrero señalando la pantalla con el dedo.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Perdomo, desilusionado.
—Sin embargo —continuó Guerrero, que había exagerado su tono pesimista para que la sorpresa de su interlocutor fuera mucho mayor—, eso no debe preocuparte, ya que podemos obtener su ADN.
A diferencia de las huellas de oreja, que aunque servían para descartar sospechosos, aún eran rechazadas por muchos tribunales, el ADN de un criminal era una prueba incriminatoria de carácter irrefutable. El inspector Perdomo estaba exultante y al agitar los brazos en un gesto de júbilo golpeó con la mano la pila de papeles, bajo la que había ocultado el
Hola
, con tan mala suerte que el ejemplar de la revista cayó a los pies mismos de Guerrero. Este la recogió del suelo y reteniéndola en su mano, como si fuera un rehén, dijo con cara de complicidad:
—Esa forense que te estás trabajando me dio a mí calabazas hace tres meses, ¿a que no lo sabías? Claro que yo no soy tan famoso como tú.
—Dame eso, Guerrero, ¡y no me toques las pelotas!
El de la Científica sonrió burlonamente. Perdomo tendió la mano para quitarle la revista a su colega, pero éste la puso fuera de su alcance.
—O sea —le reprochó el otro— que yo te traigo un otograma de puta madre y tú a cambio no quieres soltar prenda. Eso no es justo.
—¿Qué quieres saber? ¿Si me la he tirado? —Perdomo empezaba a ponerse de mal humor—. Anda, dame la puta revista.
Guerrero, al darse cuenta de que su colega comenzaba a enojarse de verdad, le entregó por fin lo que pedía, diciendo:
—Te estás haciendo mayor, compañero. Si me dijeras que lees el
Cosmopolitan
, donde salen tías cañón y tests cochinos, lo entendería. Pero el
Hola
es una revista rancia, como de abuela. ¿Te has medido últimamente tus niveles de testosterona?
Perdomo no entró a la provocación y retomó la conversación policial en el punto en que la habían dejado.
—Dices que tenemos el ADN del presunto asesino. ¿Cómo lo habéis obtenido?
—Lo hemos sacado de la puerta, estaba junto a la impronta de la oreja.
—¡Cojonudo! —exclamó Perdomo, olvidando su enfado de hacía unos momentos y volviendo a la euforia anterior.
Resultaba inevitable que los delincuentes, al aproximar la oreja a la superficie de la puerta para escuchar lo que ocurría al otro lado, apoyaran también el pómulo, zona de la que a veces se desprendían células epiteliales, bien por contacto directo, bien arrastradas por el sudor. La Policía Científica, sirviéndose de los mismos reveladores que se empleaban para obtener las huellas dactilares, primero aislaba el otograma y seguidamente pasaba una torunda por la zona contigua en la que, supuestamente, el sospechoso había apoyado el pómulo, para obtener a partir de ahí el ADN. Perdomo sabía perfectamente que el Servicio de Análisis Científicos de la Policía estaba saturado de trabajo, y que lo normal —si había material probatorio de otro tipo— era no enviar las torundas al laboratorio de ADN, para evitar colapsarlo. Sin embargo, en este caso, dado que el otograma era incompleto, que la huella había aparecido a una altura muy sospechosa y que el crimen tendría una gran repercusión internacional, iba a resultar obligado no sólo enviar la muestra, sino darle prioridad absoluta a todo el proceso de obtención del código genético del asesino.
—Supongamos que enviamos la torunda ahora mismo al laboratorio… —comenzó a decir Perdomo.
—Supongamos que la torunda lleva en el laboratorio desde primera hora de la mañana… —respondió exultante Guerrero.
Se produjo un silencio.
—¡Te quiero! —le dijo al fin Perdomo, agarrándole con las dos manos su pequeña cabeza y besándole en la frente.
—No te creo. Si fuera así, te mostrarías más comunicativo.
Quiero saber cómo le entraste a esa tía, macho, a mí se me resistió como gata panza arriba.
—Déjate de forenses y termina de alegrarme el día: ¿cuándo tendremos el perfil genético del presunto asesino?
—Hay cosas que, por mucho que nos emperremos, no se pueden acelerar. Tendrás que esperar unas setenta y dos horas.
—¡No me jodas!
—No te quejes —dijo Guerrero—. Antes sólo teníamos la prueba del PCR y tardaba semanas. Ahora con el STR lo hemos reducido a tres o cuatro días. Y vas a tener el ADN de ese hijo de su madre a partir de un material ridículo, porque no creo que las células de la piel que hay en la torunda vayan más allá de lo microscópico. ¿Tú sabes las toneladas de material que se necesitaban antes para llevar a cabo un análisis fiable? Te estoy hablando de las cuatro eses.
—¿Las cuatro eses?
—Sangre, sudor, saliva y semen —especificó el de la Científica—. No te impacientes, la electroforesis lleva su tiempo, pero los resultados merecen la pena.
El proceso de electroforesis al que se refería Guerrero —una técnica para separar moléculas mediante un gel poroso, con el fin de posibilitar la secuenciación del ADN— no arrojaba como resultado final una imagen, como en el caso de las huellas dactilares, sino una larga cadena de parejas de números que constituían el código digital de cada individuo. Su funcionamiento era similar al de los números de teléfono, que mediante escasos dígitos permiten infinitas combinaciones, sin peligro de que se puedan producir repeticiones.
—¿Cuándo sabremos algo del arma? —preguntó Perdomo.
—En cuanto tengamos los casquillos —le tranquilizó Guerrero—. Tu forense me ha prometido que esta tarde nos va a proporcionar al menos uno.
—Y a partir de ahí, será todo coser y cantar, el IBIS nunca falla.
El inspector Perdomo acababa de hacer referencia al Identification Ballistic Integrated System, una gigantesca base de datos digitalizada que permitía la comparación de vainas y proyectiles en cuestión de segundos. En la actualidad, el IBIS albergaba dentro de su disco duro más de ocho mil elementos balísticos. Era una patente canadiense —de ahí las iniciales sajonas— y había sido adoptado tanto por la Policía Nacional como por la Guardia Civil desde el año 2000.
—El IBIS nunca falla, siempre que el 38 esté en la base de datos —puntualizó Guerrero.
El inspector de la Científica recordaba todavía con horror los tiempos en que había que comparar las balas registradas con las dubitadas valiéndose de un archivo fotográfico a la antigua usanza, lo que convertía la identificación de un arma en una tarea ardua y prolija, que podía llevar semanas, y a veces hasta meses. Aunque era cierto que el IBIS había supuesto un paso de gigante para la balística forense, su principal defecto era que sólo estaban incluidas en el archivo digital las armas con las que previamente se había delinquido o que hubieran sido confiscadas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. La policía de algunos países —en especial la de Estados Unidos— llevaba ya tiempo presionando a los políticos para que todas las armas de fuego, sin excepción, estuvieran fichadas, aun antes de salir de la tienda, es decir, identificadas no sólo por el número de serie grabado en el metal sino por las muescas que se crean en la vaina cuando la bala gira dentro del cañón, a más de trescientas revoluciones por minuto.