—Se han cargado a John Winston.
La noticia dejó petrificada a Elena, que abandonó sobre la encimera el filtro de la cafetera italiana que estaba rellenando y se giró hacia él.
—¡No jodas! —exclamó—. ¿A Winston? ¿El líder de The Walrus?
Perdomo asintió con la cabeza.
—Cuatro disparos con balas de punta hueca. Me han encargado la investigación.
Elena sacudió el cuerpo entero, en una mezcla de escalofrío y estupefacción, como si no pudiera dar crédito a la noticia.
—¡Ayer por la tarde estuvimos hablando de él tu hijo y yo!
Perdomo se sentía agotado después de aquella noche en vela y no tenía ganas de conversación.
—Me voy a la cama —anunció—. Estoy muerto.
Elena se acercó para abrazarle.
—Estás ojeroso y pálido —le dijo—, pero ¿no puedes quedarte conmigo ni siquiera cinco minutos, mientras me tomo el café? Y así me cuentas los detalles.
Él suspiró resignado y se sentó sin decir nada en uno de los taburetes de la cocina. Parecía un paciente esperando en la consulta de un dentista, hasta el punto de que, para entretenerse, agarró un envase de galletas y empezó a leer mentalmente su composición.
—¿Se sabe quién es el asesino? —preguntó Elena.
—¿Hmm? —respondió él, sin apartar la vista del envase de galletas.
Elena le quitó el paquete de las manos, lo colocó fuera de su alcance y dijo en tono sarcástico:
—Luego continúas con tu trepidante lectura. ¡Que si tenéis sospechoso!
—No, nada todavía. Pero él, la víctima, estaba zumbado. ¿Querrás creer que iba a todas partes sin guardaespaldas? Esta gente lo quiere todo: todas las ventajas de ser famoso y millonario y todas las ventajas del anonimato de las personas corrientes y molientes. Eso no puede ser.
—¡Es una casualidad tan grande que me da miedo! —exclamó Elena—. No hace ni veinticuatro horas que Gregorio y yo estuvimos hablando, y además un buen rato, de las canciones de The Walrus. Primero nos vimos un DVD de Mahler en tu nuevo
borne cinema
y tu hijo me confesó que le fascinaba el comienzo del
adagietto
.
—Claro, claro, el
adagietto
—repitió Perdomo sin convicción ninguna en la voz.
—No tienes ni la más remota idea de lo que es, ¿verdad? ¡El
adagietto
, hombre! Visconti,
Muerte en Venecia
, la peste bubónica.
—Sí, sí, ya me acuerdo. Es que la vi hace años —volvió a mentir Perdomo.
—Da igual —zanjó Elena—. El caso es que Gregorio se quedó fascinado cuando le conté que los buenos músicos de rock cogen muchas cosas del jazz y de la música clásica, y que Winston había fusilado literalmente el comienzo del
adagietto
de Mahler en una de sus canciones.
A Perdomo se le escapó un gran bostezo, que procuró disimular con la mano.
—Veo que te apasiona el tema —ironizó ella—. Vete a la cama, anda; para tener esta compañía, prefiero desayunar yo sola.
—No, no, termina —dijo Perdomo, intentando simular interés—. Tenemos a Mahler, un
adagietto
y a un músico plagiador. Estoy deseando saber el final de la historia.
—Ese era el final de la historia, Perdomo. El comienzo de
Ocean Child
de John Winston es con arpa y cuerdas, como en el
adagietto
. Y más cosas que ha copiado, y que te podría contar, si tuvieras ganas de escucharme.
—¿Y tú crees que lo han matado por eso? ¿Por plagiar a Mahler?
La pregunta sarcástica de Perdomo indignó a Elena.
—A ti te da igual todo, ¿verdad? La música, tu hijo, yo…
—Claro —ironizó Perdomo—. Por eso estás conmigo, ¿no? Porque todo me la bufa. Sólo me importo yo y mi brillante carrera detectivesca.
—Lo dices en tono de burla, pero no te creas que andas tan lejos de la verdad. ¿Hace cuánto tiempo que no vienes a verme tocar al auditorio?
—¿Diez años? —volvió a ironizar Perdomo.
—¡Diez meses, por lo menos! ¿Y hace cuánto tiempo que no tienes una charla como Dios manda con tu hijo?
—¿Veinte años?
—Tómatelo a coña, pero ayer fue él quien me telefoneó, ¿a que no lo sabías? Estaba jodido porque el profesor de violín que tenía hasta ahora lleva de baja no sé cuántos meses y le han puesto a un capullo, que en vez de estimularle parece que le tiene envidia. ¡El pobre estaba anoche que se lo llevaban los demonios!
—Luego hablaré con él. Y ahora, contéstame tú a una pregunta: ¿Por qué decides invitarte a mi casa y dormir en mi cama sin decirme nada? ¿No tienes tu propio apartamento? Lo hemos hablado decenas de veces, Elena: tú tienes tu espacio y yo el mío, y ninguno de los dos puede invadir el del otro sin previo aviso. ¿O es que estás intentado ponerme a prueba?
Justo en el momento en que Elena le iba a dar una respuesta contundente, se oyó girar la llave de la puerta. Era Gregorio, que regresaba a toda prisa de la calle, como si acabara de presenciar un terremoto.
Helio, Goodbye
El motivo por el que Gregorio había regresado a casa tan alterado era que, con las prisas, había salido sin dinero y su bono-bus estaba agotado. Empezaba a hacerse tarde y el muchacho estaba descompuesto ante la idea de dejar plantados a los músicos con los que tenía que tocar el concierto inaugural de bienvenida a los festejos. Tal como tenía pensado desde un principio, Perdomo se ofreció a llevarle —con lo que conseguía también aplazar para mejor ocasión la discusión de fondo con Elena— y aprovechó el trayecto en coche para abordar el asunto de su profesor de violín, que tan preocupado tenía a su hijo.
—Es un gilipollas, papá, no merece la pena ni que hablemos de él —dijo Gregorio, que aquella mañana no se sentía con ganas de compartir sus problemas con su padre.
—¿Quieres que hable yo con él? La gente le tiene mucho miedo a la policía. Seguro que si me presento en el conservatorio, el tío se caga.
—Debe de estar ya de vacaciones. Y además, ¿qué le vas a decir? ¡Si no sabes ni cuál es el problema!
—Cuéntamelo. Elena dice que no hablamos nunca.
—¿O sea que este repentino interés por mis cosas se debe a que quieres quedar bien con Elena?
Perdomo tuvo que dominarse para no darle a su hijo de catorce años una mala respuesta. Lamentaba lo mucho que le había cambiado el carácter a su hijo en tan sólo un año. El chico se había quedado huérfano a los once de su madre, Juana, tras un espeluznante accidente de submarinismo en el Mar Rojo. Era de ella, sin duda, de quien había heredado el talento para la música, pues Juana descendía —nada menos— que de Pablo Sarasate, el legendario violinista navarro que a mediados del siglo XIX llegó a ser considerado el sucesor artístico de Paganini. Pero también había heredado de su madre el fuerte carácter, así que Perdomo tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por contenerse. Decidió que, en vez de enfadarse con él, lo mejor era hacerle reír.
—Por supuesto que es por Elena —afirmó muy serio—. Tú me importas un pimiento. De hecho, es algo que quería confesarte desde hace tiempo, tengo algo muy importante que decirte, hijo: yo no soy tu padre.
El sentido del humor de Perdomo era algo que a los desconocidos les costaba bastante trabajo entender, pero Gregorio nunca había tenido dificultad en descifrar cuándo su padre hablaba en serio o en broma y participaba gustoso de sus exabruptos.
—¡Eres como Darth Vader! —dijo el chico, sonriendo—. ¡Sólo que al revés!
—Exacto —respondió Perdomo—. Así que, o me cuentas qué te pasa con ese mamarracho o te devuelvo a la inclusa.
Gregorio suspiró, resignado. Cuando su padre lograba hacerle gracia era imposible negarse a responderle.
—El problema es muy simple: el profesor que me han encasquetado ahora (el bueno lleva de baja tres meses y su mujer me ha dicho que ni siquiera saben aún muy bien lo que le pasa) ha decidido que yo tengo que progresar a la velocidad que él quiere. Y yo, papá, voy más rápido. Le pido partituras más difíciles y él me dice que no, que ir tan deprisa es contraproducente. Así que me aburro como un oso.
—No me parece tan grave. Ahora llega el verano y cuando retomes las clases es muy probable que tu profesor de verdad esté recuperado por completo.
—¿Y si no vuelve y me tengo que quedar con éste durante todo el año que viene?
—De acuerdo, hablaré con el nuevo y le diré que la música no es una autovía. Cada uno circula por ella a la velocidad que le permite su coche. Tú tienes un Maserati en la cabeza y a él, que debe de ser un mediocre, le jode no tener un coche tan bueno.
—Olvídate de mi profe, papá, le vamos a cabrear. Lo que voy a hacer con él es lo mismo que hizo Bach con su hermano mayor. Bach se quedó huérfano siendo niño y pasó al cuidado de un hermano que le prohibía mirar partituras demasiado complicadas. Lo que hizo Bach fue estudiarlas a escondidas, por la noche, como si fueran revistas cochinas.
—Hablando de revistas —dijo Perdomo—, voy a parar un minuto a comprar los periódicos.
Cien metros antes de llegar al instituto, Perdomo detuvo el coche junto a un quiosco de periódicos y después de rogarle a Gregorio que le esperara en el interior del vehículo, se bajó a comprar la prensa. Estaba convencido de que el quiosquero le iba a adjuntar, por enésima vez desde que falleció su mujer, un ejemplar de la revista
Hola
. Su esposa Juana era adicta a esta publicación y al morir ella, él había seguido comprándola, como una especie de homenaje semanal a su persona. Mientras hacía cola en el quiosco, Perdomo recordó cómo se había fraguado aquel hábito insólito, que procuraba mantener en secreto, para evitar que sus amigos y compañeros de trabajo le tomaran el pelo. Porque una cosa era leer ocasionalmente el
Hola
, algo que cualquier hombre había hecho alguna vez en la consulta de un dentista o en el hall de un hotel, y otra muy distinta era comprarlo semanalmente, sin faltar ni una sola vez a la cita. Cuando Perdomo regresó de Egipto, país al que tuvo que desplazarse para identificar el cadáver de su mujer, el quiosquero aún no sabía que Juana había sufrido el fatal accidente, y el día en que fue a comprar la prensa, éste le había llamado desde lejos, al ver que el policía se alejaba del quiosco sin la revista del corazón.
—¡Señor Perdomo, que se deja usted el
Hola
! Impulsado por el resorte de la fidelidad y la nostalgia, el policía había vuelto sobre sus pasos y había comprado la revista, que no había dejado de adquirir ya ni una sola semana desde entonces. Los miércoles, después de comer, su mujer solía hojearla delante de él, haciendo comentarios en voz alta, así que Perdomo consideró que el tributo a su cónyuge fallecida no se terminaba en el acto de la compra, sino que se extendía también al de la lectura. Por todo ello, el inspector jefe de la UDEV era tal vez el único detective de homicidios del mundo con tantos conocimientos sobre el mundo rosa como una de esas vociferantes tertulianas de la televisión. Sólo su hijo Gregorio —además de Elena— conocía su peculiar costumbre; pero lejos de avergonzarse por el hecho de que su padre fuera devoto de una publicación tan frívola, aquello parecía divertirle sobremanera y le desafiaba continuamente con preguntas sobre el mundo rosa, que el policía debía contestar como si fuera un concursante de televisión.
Nada más entrar en el coche con el lote de periódicos, su hijo se abalanzó sobre el
Hola
para ver la portada.
Romántica cena del príncipe Harry con Chelsy Davy
El chico se quedó contemplando la foto durante un rato y luego comentó:
—Pues tengo que decirte, papá, que para ser todo un príncipe, es bastante feo. Por lo menos a mí me gusta más el nuestro. ¿Quién es Harry? ¿Y por qué siempre hay que cenar con una chica antes de… bueno, ya sabes?
Perdomo sonrió con la pregunta de su hijo. La idea de que pensara que sexo y cena estaban tan indisolublemente unidos como los huevos fritos y el beicon le resultaba cómica.
—No es obligatorio, Gregorio —le aclaró—. De hecho, muchos tíos se gastan el dinero en una costosa cena, creyendo que luego les va a tocar el premio gordo y en la mayoría de las ocasiones se llevan un chasco de narices.
—A ti te ha pasado, ¿verdad?
—Me niego a responder a esa pregunta, si no es en presencia de mi abogado —zanjó Perdomo.
—Harry —dijo el muchacho, señalando de nuevo la portada de la revista— me recuerda a aquel príncipe que sacaban en los paquetes de galletas.
—Éste es de carne y hueso —le aseguró su padre—. Henry Charles Albert David, llamado habitualmente Harry. Es el segundo hijo del príncipe Carlos.
—¿El Orejas?
—Sí, correcto. —Perdomo sonrió—. Segundo hijo del Orejas y lady Diana. Es fan de las Spice Girls.
—Siendo así, ni me molesto en seguir preguntándote acerca de él —respondió su hijo—. Veamos si te sabes esta otra: «Rania de Jordania, de compras por Roma en compañía de su hija mayor». ¿Cómo se llama la chica y cuántos hermanos tiene? ¡Tiempo!
Ya habían recorrido en automóvil los cien metros que le separaban de la puerta del colegio, y Perdomo, que después de una noche de insomnio no tenía ninguna gana de embarcarse en juegos frivolos con su hijo, le abrió la puerta para que bajara de una vez.
—Vas a llegar tarde, otro día jugamos. ¡Que arrases en el concierto!
—Papá, sé que te la sabes. ¿Por qué no quieres responderme?
El inspector comprobó con horror cómo se acercaba hasta su vehículo la presidenta de la Asociación de Madres y Padres de Alumnos, con la que mantenía cierta amistad, y se abochornó ante la posibilidad de que pudiera ver la revista del corazón dentro de su coche.
—¡Esconde el
Hola
, rápido, que viene una madre! —le ordenó a su hijo.
El chico se limitó a quitarse la revista de encima, como una patata caliente, y se la lanzó a su padre, de tal modo que cuando la presidenta se colocó a la altura de la ventanilla, para saludar al inspector, Perdomo tenía la publicación en las manos, claramente a la vista.
—Buenos días, Raúl —le saludó la mujer, que estaba en la cuarentena y era bastante atractiva—. Hace tiempo que no te vemos el pelo, eres como los gases nobles, no te mezclas con nadie ¿eh?
—Ya lo sé —respondió Perdomo, tratando de aparentar que su absentismo le producía mala conciencia—. Es que estoy hasta arriba de trabajo. —Ya era demasiado tarde para ocultar la revista.
—Nos enteramos de tus hazañas de vez en cuando por la prensa —comentó sonriente la mujer—. ¡Te has convertido en un superpolicía!