—Total —resumió, impaciente, Perdomo—, que estuvisteis de palique ¿cuánto tiempo?
—Unos cinco minutos.
—¿Notaste algo raro en él? ¿Algún signo de nerviosismo?
—Sólo que estaba algo afónico, pero es normal después de un concierto, ¿no?
—Sí, es lo lógico —admitió Perdomo—. Sobre todo si das casi una hora de propinas, como hizo él. ¿Qué pasó después?
—Salí de la habitación, pero estaba tan nervioso por haber logrado el autógrafo y haber hablado con él, que se me olvidó la bandeja por completo. No me di cuenta hasta diez minutos más tarde, así que subí de nuevo a por ella y me encontré la puerta de la suite entreabierta. Me pareció extraño, porque yo la había dejado cerrada, de modo que llamé un par de veces con los nudillos. No me contestó nadie, y decidí entrar. Todo estaba oscuro. Entonces encendí la luz y le vi tirado en el suelo, en medio de un gran charco de sangre.
—¿Y qué hiciste al verle? —preguntó Villanueva—. ¿Te acercaste a prestarle ayuda o por lo menos a comprobar si estaba aún vivo?
El camarero agachó la cabeza, como avergonzado, sin atreverse a responder.
—¿Qué pasa? —insistió Villanueva—. ¿Es que no piensas contestar?
Sin levantar la vista del suelo, el chico confesó la verdad.
—No sé lo que me pasó. Me asusté de tal manera al ver tanta sangre que salí corriendo. Pero yo sabía que estaba muerto. No me pregunten cómo, pero lo supe en cuanto le vi la cara. Lo que hice fue avisar al jefe de seguridad del hotel y al señor Kurtz, y ellos se encargaron de telefonear a la policía y al Samur.
—De modo —resumió Perdomo, tratando de reprimir su indignación— que hasta que llegó el Samur, ¿nadie se ocupó de comprobar si el señor Winston estaba vivo o muerto?
—Yo lo hice —respondió Kurtz, satisfecho por volver a entrar en la conversación por la puerta grande.
—Así que ha tocado el cadáver, ¿eh? —dijo Villanueva, en tono acusatorio.
—
Nein
. Sólo le coloqué dos dedos en la carótida para comprobar si había latido. No había latido.
—¿Es todo? ¿No entró al dormitorio? —insistió, suspicaz, Villanueva.
—No, señor. No entré al dormitorio.
—De acuerdo —dijo Perdomo enfundando sus manos en los guantes de látex—. Vamos a ver qué tenemos ahí dentro.
My old flame
La suite real del Ritz recordaba a los aposentos del vizconde de Valmont en
Las amistades peligrosas
. Una cama con dosel de tamaño
king size
, con colcha de raso, presidía el dormitorio, de cuyo techo colgaba una araña de candelabros con la que se podría haber iluminado medio Versalles. Antes de llegar a ella, había que atravesar un salón desmesurado, capaz de servir de local de ensayo a una orquesta sinfónica, en el que abundaban sillas de estilo Luis XVI, jarrones chinos y estanterías de madera de las que salen en las subastas de Sotheby's. Al pisar la moqueta, los policías tuvieron la sensación de que los pies se les hundían hasta el tobillo y, al mirar a su alrededor, comprobaron que la temperatura de color de las bombillas era deliberadamente baja, para evocar la calidez de las antiguas antorchas de pared.
—Será un milagro si encontramos el cadáver entre tanto metro cuadrado —se lamentó Villanueva.
Pero el cuerpo estaba bien a la vista: yacía sobre la moqueta, bajo el dintel de la puerta que comunicaba el dormitorio con el gigantesco salón.
Winston estaba tendido boca arriba, con el torso desnudo y ensangrentado, aunque de cintura para abajo aún vestía el pantalón blanco que había exhibido en el concierto. Villanueva se acercó rápidamente para cerciorarse de que no había pulso y tras haberse asegurado a conciencia declaró:
—Los del Samur están en lo cierto. Está más muerto que Antonio Machín.
—¡Joder, qué cantidad de sangre! —exclamó Perdomo tras agacharse para examinar de cerca el cuerpo del rockero.
En el momento en que extraía un bolígrafo y un bloc de notas de la americana para apuntar sus primeras impresiones, le sonó el teléfono móvil. Era el secretario judicial desde el coche, para comunicarle que la juez, la forense y él mismo estaban de camino. El inspector escuchó por el altavoz que iban con la sirena puesta y les rogó que la quitaran, para no alertar con su llegada a los periodistas que montaban guardia en el hotel. Nada más colgar se dirigió a su ayudante.
—¿Qué sabemos de la Científica, Villanueva?
—Están a diez minutos de aquí —le informó el subinspector.
—Ni la comitiva judicial ni la Policía Científica saben que abajo hay un equipo de la televisión americana. Bájate a la calle con esa especie de nazi y espéralos a cierta distancia de la puerta. Le dices al director que busque la manera de hacerlos subir hasta aquí lo más discretamente posible.
—¿Qué hago con el camarero y el jefe de seguridad?
—Que vuelvan a sus quehaceres, ya los interrogaremos más tarde si es necesario.
—¿Algo más?
—Sí, por Dios, súbeme algo de comer. Un emparedado, frutos secos, lo que sea. Me rugen tanto las tripas que ni siquiera puedo escuchar lo que pienso.
Perdomo examinó el cadáver de manera superficial, ya que no quería moverlo hasta que no llegaran la forense y la Policía Científica. Observó que, dejando a un lado los impactos de bala, que parecían cuatro, no había otras señales de violencia en el cuerpo, por lo que ya podía afirmarse que no se había producido forcejeo alguno entre la víctima y su verdugo. Los dedos de la mano izquierda del guitarrista estaban teñidos de amarillo, por el repetido contacto con el tabaco: el rockero debía de ser un fumador habitual de habanos. La suite real estaba relativamente aislada del resto de las habitaciones, pero aún así era raro que nadie hubiera oído ningún disparo. O bien el asesino había empleado un silenciador —en cuyo caso no se trataba del típico ladrón sorprendido in fraganti, ya que éstos rara vez solían llevar armas de fuego— o bien…
Perdomo encontró la respuesta a sus cavilaciones a escasos metros del cuerpo, en forma de un almohadón cosido a balazos. Era lo que había utilizado el criminal para amortiguar el sonido de su arma de fuego. De repente, el inspector sintió una corriente de aire y al levantar la vista para examinar de dónde provenía, observó que uno de los cristales de la ventana tenía un agujero de bala. Uno de los disparos no había alcanzado su objetivo.
—Cinco balas de punta hueca —dijo la forense, media hora después de que Perdomo hubiera tomado aquel primer contacto con la escena del crimen—. Probablemente le dispararon con un revólver 38, aunque eso lo sabremos con certeza cuando le extraigamos las balas en el Anatómico Forense y las pueda examinar el departamento de balística.
La mujer hablaba con un suave acento cubano y no era ni alta ni delgada, pero resultaba tan sexy que, incluso vestida con ropa de trabajo y sin apenas maquillaje, había logrado que los policías y técnicos allí presentes abandonasen temporalmente sus quehaceres para contemplarla. Tal vez fueran sus rasgos mulatos, la manera felina en que se movía por la habitación o las exóticas feromonas que exudaba aquel cuerpo caribeño, pero lo cierto es que resultaba imposible —hasta para una mujer— no admirarla, e incluso no envidiarla. La forense se llamaba Tania, tenía treinta y ocho años de edad y, antes de venir a España, había estudiado medicina legal en La Habana. Sólo una persona en aquella habitación, el subinspector Villanueva, que no apartaba su vista de la pareja, sabía que Tania y Perdomo habían mantenido una relación sentimental en el pasado.
—¿Balas de punta hueca? ¿Estás completamente segura? —preguntó Perdomo.
—Segura al cien por cien —respondió ella, sonriéndole con la mirada.
La munición que acababa de mencionar la forense estaba diseñada para expandirse después de dar contra el blanco, generando un desgarro mayor de los tejidos. Las heridas eran muy reconocibles, de gran anchura y poco profundas. Al impactar contra el cuerpo, la punta hueca se aplasta y queda convertida en un champiñón, con lo que la penetración se frena rápidamente. La víctima suele salir despedida hacia atrás por la cantidad de energía cinética que se dispersa en apenas centésimas de segundo.
—Mira —añadió la forense—, toca aquí, detrás de la cabeza.
Tanto Tania como Perdomo llevaban ya un rato en cuclillas, cada uno a un costado del cuerpo de Winston. El inspector extendió su mano enguantada hasta una zona próxima a la nuca y notó una protuberancia.
—Hay un bulto, ¿no?
La forense también alargó su mano, para comprobar si Perdomo estaba palpando en el lugar correcto, y al hacerlo, sus dedos forrados de látex se rozaron durante un par de segundos, pero ninguno de los dos levantó la vista para mirar al otro.
—Sí —dijo Tania—, es un chichón del tamaño de una pelota de ping-pong. Se lo ocasionó al golpearse la cabeza contra la jamba de la puerta cuando los proyectiles impactaron contra su cuerpo. ¿No ves la marca en la madera, allí arriba?
—¡Balas de punta hueca! —repitió, intrigado, Perdomo después de haber comprobado que, efectivamente, había una muesca en la jamba—. ¿Eso es lo que ha ocasionado esta auténtica piscina de sangre?
Tanto el policía como la forense habían tenido que extremar las precauciones para poder aproximarse al cadáver sin encharcarse los zapatos.
—Eso y la trayectoria de las balas —le confirmó la mujer—. Las dos que le entraron por la espalda le atravesaron el pulmón y le llegaron hasta el pecho. Otra de las balas le destrozó el hueso del hombro, pero la cuarta parece haber rebotado dentro de la cavidad torácica y ha debido de seccionarle la aorta y la tráquea. Ha perdido el ochenta por ciento de la sangre. Teniendo en cuenta que un varón de esta talla y peso suele tener, de media, cinco litros y medio de sangre en las venas, tú sólito puedes calcular lo que hay ahora mismo esparcido por la moqueta.
Perdomo, que nunca hasta entonces había coincidido con Tania en una escena del crimen, se quedó admirado de su pericia y su rapidez.
—No sé para qué haces autopsias. ¡Si con el primer examen in situ ya lo tienes todo!
—Pues aquí donde me ves, esta mañana he hecho ya la número diez mil. ¡Diez mil autopsias en once años! Eso sale a…
—Más de novecientas autopsias por año —se adelantó Perdomo—. ¡Dos autopsias y media por día!
—Dicho así abruma un poco —reconoció Tania—, pero te juro que a mí cada día me gusta más mi profesión. Y éste no se va a librar; le pienso rajar de arriba abajo.
La forense extrajo de pronto un cortaplumas, en un gesto que sobresaltó a Perdomo, pues por un momento pensó que la autopsia iba a comenzar allí mismo. Pero la mujer se limitó a seccionar con rapidez y precisión un pequeño mechón de pelo rubio de John Winston, que guardó en una bolsa de plástico.
—¿Para el laboratorio? —preguntó candidamente Perdomo.
—No, para mi amiga Gladys —respondió ella en actitud confidencial—. Tú no sabes lo que significaba para ella John Winston. Sólo le faltaba llenar de pósters las paredes de su alcoba, como hacen las colegialas en el instituto. Para ella y para millones de personas, este tío era Dios. O como dicen ahora los jóvenes en España, el puto amo.
Lo dijo dándole un par de palmaditas en el hombro al cadáver, como si estuviera compadreando con un compañero del juzgado. Luego añadió:
—Resumiendo, inspector. Causa de la muerte: hemorragia masiva por múltiples heridas de bala. Hora probable de la muerte: entre las cuatro y las cuatro y media, o sea, hace un par de horas.
—¿Crees que podría haber novedades en la autopsia?
—Si te refieres a si podría cambiar la causa o la hora del fallecimiento, ya te anticipo que sería muy difícil. Pero en cambio, bien podrían surgir sorpresas de otra clase, como si padecía alguna enfermedad grave o consumía sustancias tóxicas.
En ese preciso instante llegó la Policía Científica y Perdomo se despidió de la forense.
—Buen trabajo, Tania —le dijo. Y luego, en voz baja—: Te recuerdo que tenemos pendiente un café.
—Tenemos pendiente mucho más que eso —respondió la mujer.
Al ver que el inspector la miraba con expresión traviesa, ella se apresuró a aclarar el malentendido.
—Me refiero a la autopsia, claro. Te tendré puntualmente informado, y no hace falta que te diga que si deseas estar presente cuando abramos el cuerpo, podré darte los resultados mucho más rápidamente.
Sweet little woman
Tras despedirse de Tania, Perdomo puso al corriente de la situación al inspector de la Policía Científica, Alejandro Guerrero. Seguidamente, abandonó la escena del crimen para que los técnicos en inspección ocular, con sus imponentes monos blancos, pudieran trabajar con toda comodidad y fue en busca de Villanueva, al que encontró en la planta baja, de pie frente a una pantalla de televisión ante la que empezaban a arremolinarse clientes y empleados del hotel.
—¿La forense no era…? —dijo el subinspector.
—¿Y qué si lo era? —atajó Perdomo con sequedad.
—O sea que sí que era ella —dijo el otro, reprimiendo una sonrisita.
—Por supuesto que era ella —le confirmó el inspector, sin apartar la vista de la televisión. Y cuando Villanueva ya pensaba que su jefe había dicho la última palabra sobre Tania, éste añadió—: Ha cogido algún kilo de más, pero sigue siendo ella.
El canal en el que estaba sintonizado el receptor de televisión era la CNN internacional, cuyos periodistas ya tenían noticia de la muerte de John Winston y habían montado un especial informativo que incluía conexiones en directo con varias ciudades del planeta.
—No sé qué decir —manifestó Paul McCartney, abatido y cabizbajo—, salvo que John será recordado para siempre por sus singulares aportaciones al arte, a la música y a la paz mundial.
Eran casi, palabra por palabra, las mismas declaraciones que el ex Beatle había realizado hacía treinta años con motivo del asesinato de John Lennon. La locutora de la CNN recordó después que el verdadero apellido de Winston era Hammond, y que Winston era sólo su
middle name
, que había adoptado al comienzo de su carrera como homenaje al ex Beatle asesinado, cuyo nombre completo era John Winston Lennon. Los propios hijos de Lennon —siguió diciendo la locutora— consideraban al líder de The Walrus el heredero artístico de su padre, no tanto por el registro de su voz (no tan nasal como la del liverpuliano) sino por la forma de componer las canciones. Las letras de Winston estaban siempre a medio camino entre el surrealismo y la utopía, como las de Lennon, y sus aparentemente sencillas melodías solían girar en torno a cuatro o cinco notas, sin grandes saltos de voz, aunque con una frecuente e imaginativa progresión de los acordes.