Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (18 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Así, en fin, vivían los españoles a mediados del siglo x. Ganaderos de frontera, siervos de señoríos, campesinos libres, villanos con derechos… Un paisaje social de lo más diverso. En la existencia de aquellas gentes empezaba a esculpirse el orden medieval.

¿Y cómo vivía aquella gente?

Está naciendo un mundo. Sobre las tierras de la Meseta en Castilla y en León, en la Plana de Vic catalana y en las comarcas que lindan con el Pirineo en Aragón y en Navarra, está empezando a crecer un nuevo paisaje. La Reconquista es, sobre todo, repoblación, y la repoblación la hacen personas de carne y hueso. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Cómo vivían? Ya hemos visto cómo había cambiado la estructura de la propiedad.Vamos a ver ahora cómo se organizaba la vida dentro de estos señoríos que empiezan a ser la base de la España cristiana.

En el paisaje que está naciendo hay un punto central: la villa, es decir, la aglomeración de viviendas donde habitan las gentes que atienden el señorío. El eje de la villa es la casa del señor, ya se trate de un castillo, un palacio o un monasterio. En torno a este eje se despliega la vida de la villa: el molino, el horno, la fragua, con sus correspondientes leñadores, herreros, panaderos, hortelanos, pastores, bodegueros.Y al frente de todos ellos, un delegado que administra el dominio. A ese delegado en Castilla se le llamará merino; en Cataluña, batlle; en Aragón, baile, y en los señoríos eclesiásticos, prepósito. Cuando el señor no resida fisicamente en la villa (es el caso, por ejemplo, de las villas de propiedad regia), el merino o baile se convertirá en el verdadero poder de la comunidad.

El señorío constaba físicamente, en general, de dos partes. Una parte de las tierras era arrendada a colonos que iban a instalarse allí. La otra la explotaba directamente el señor: es la llamada reserva señorial. Con frecuencia las reservas eran la parte más productiva del señorío. Será común que, a medida que aumente la población, los campesinos pidan que se les arrienden nuevas tierras de cultivo sobre la parte que el señor ha reservado para sí. Esto será fuente de no pocos conflictos.A veces formaban parte también de la reserva señorial los montes y los prados destinados a leña y a pastos, pero aquí la gestión adquiría una amplia variedad de soluciones, desde los lugares donde montes y pastos quedaban a libre disposición de los colonos hasta aquellos otros donde el señor imponía su uso exclusivo sobre los mismos, pasando por el uso previo pago de una cantidad (montazgos).

La relación entre los colonos y el señor se sustanciaba en un contrato por el cual los colonos pagaban al dueño una cantidad determinada. Se trataba de un viejísimo sistema, que venía de época romana: el tributo territorial, que se pagaba por el hecho de ocupar un pedazo de terreno (hoy lo llamamos «contribución»).Ahora no lo cobraba la Administración imperial, sino el señor, de manera que este pago venía a ser la expresión material de la propiedad, de quién era el jefe. Este impuesto recibió nombres muy diversos: tributo, foro, infurción, pecha. En Cataluña, usaticum o terratge; en Castilla y León era común que se los llamara marzadga y martiniezga, porque se pagaban en el mes de marzo y en la fiesta de San Martín, en noviembre. ¿Cuánto y cómo pagaban los colonos? Hay casi tantas modalidades como villas: la cuarta parte de la cosecha, la décima, o la novena, como en Aragón. Por lo general se trataba de una parte menor de las cosechas.

Pero el servicio que el colono prestaba al señor no se limitaba a la entrega de esa pequeña parte de la cosecha propia, sino que incluía otras prestaciones, normalmente en forma de «trabajo extra» en la reserva señorial. La palabra «serna» proviene del nombre que se daba a las faenas que los campesinos debían realizar en las tierras del señor en épocas de mucha tarea, por ejemplo en la recolección o la siembra. En esas ocasiones, el colono, cuando había terminado las faenas en sus propias tierras, debía acudir a las del señor para hacer lo que se le mandara. Con frecuencia esos trabajos que se le encomendaban no eran agrarios, sino bélicos o de construcción: la castellaria era la obligación de contribuir a la construcción o reparación del castillo; la anubda, el turno de vigilancia en la frontera o en la muralla; la facendera, el trabajo manual en el trazado de caminos y de puentes… Los señores completaban sus ingresos con los derechos que los campesinos pagaban por utilizar el horno, el molino o la fragua de la villa.

Había más cargas sobre la vida del campesino. Por ejemplo, era común que el campesino pagara una tasa para comprar el derecho de transmitir sus bienes a sus herederos; es una versión elemental del actual derecho de sucesiones. Ese impuesto se llamaba en León y Castilla nuncio o mortuorium; en Cataluña, lexia, y luctuosa en Galicia. En su origen, era el último gesto del campesino hacia su señor: antes de morir le hacía una donación postrera, ya se tratara de su mejor vaca o de su mejor mueble. ¿Y si el campesino moría sin descendencia? Para esos casos se creó otro recurso llamado mañería y por el cual los bienes del difunto sin herederos iban a parar al señor.Y más impuestos: si una doncella de condición servil quería casarse, tenía que pagar un impuesto llamado huesas. Por cierto, el famoso «derecho de pernada», contra lo que dice la literatura moderna, no existió jamás.

Hay que decir que, en España, este abrumador conjunto de tasas e impuestos, común a toda la Europa feudal, en la práctica quedaba suavizado por las exenciones y derechos concedidos a los colonos, especialmente en las regiones repobladas del valle del Duero. Nadie abandonaba una situación de servidumbre para pasar a otra condición semejante. La única manera de atraer a los colonos era ofrecerles una condición jurídica más ventajosa, y eso se plasmaba en la disminución de las cargas, en más facilidades para adquirir la propiedad sobre la tierra y en la posibilidad de cambiar de señor (lo que se llamaba «behetría»). Pero este sistema no sólo beneficiaba a los colonos de las tierras repobladas, sino también a los del norte, porque los magnates de Galicia y Asturias, para evitar que la gente se les marchara al sur, se vieron obligados a aplicar un régimen mucho más suave. En esta época aparece un tipo de colono, los iuniores, que tienen obligaciones hacia sus señores, pero que al mismo tiempo poseen sus propias tierras. En casi toda España recibirán los nombres de «collazos» o «solariegos».

¿Cómo se vivía en estas comunidades? A la altura de nuestro relato, mediados del siglo x, la vida en estas villas es enteramente agraria. La actividad se concentra en el campo; no hay más minería que la de la sal. El comercio también se limita al mercado de productos del campo, y su alcance se reduce al propio alfoz del lugar en cuestión. Muy raramente llegan mercaderes de zonas vecinas.También son escasísimos los que, dentro de las villas, se dedican exclusivamente al comercio; eso vendrá después. Los productos que circulaban dentro de la villa eran los del campo, y en especial los cereales: trigo, centeno, cebada, a veces avena. Esos cereales eran la base de la alimentación, junto a las verduras de huerta, porque cada casa tiene la suya propia. La carne y el pescado sólo eran accesibles para los estamentos superiores de la pirámide social.

Un detalle técnico: en esta época, en España, la tierra se rotura con carácter bienal, es decir, que se trabaja un año y al siguiente se deja en barbecho, descansando, como en tiempos de los romanos. ¿Por qué? Porque todavía se usa un arado ligero, que profundiza poco en la tierra, y tampoco hay otros fertilizantes que el estiércol del ganado. Así, para no quemar la tierra, hay que dejarla sin siembra un año de cada dos. Pero muy pronto va a empezar a difundirse por Europa un nuevo tipo de arado, más pesado y que profundiza más, que permite levantar mayor canti dad de tierra en cada labor. A partir de ese momento las cosechas crecerán, porque será posible plantar dos años consecutivos y dejar el barbecho para el tercero. Ese nuevo arado va a traer consigo una auténtica revolución a partir del siglo xi, comparable por sus proporciones a lo que mil años más tarde representará la entrada de las máquinas en el campo.

Así era, en fin, la vida de la gente en la España del siglo x, por encima y por debajo de los nombres de los reyes y de las fechas de las batallas. Conocerla nos ayuda a entender mejor todo lo que estaba pasando en nuestro país en aquel tiempo.Y también todo lo que, enseguida, iba a pasar.

Muere Fernán González, el último de Simancas

En el año 970 ocurre algo de gran importancia, y es que muere Fernán González, conde de Castilla; de hecho, el primer conde independiente de Castilla. Su figura ha venido acompañándonos insistentemente en los últimos capítulos de nuestro relato: guerrero feroz, político agresivo, caudillo implacable… Bueno será detenerse ahora para observar más de cerca a este hombre, que iba a dejar una huella decisiva en la historia de España.

Una figura compleja, Fernán González. Traidor a sus reyes unas veces, otras tantas se jugó la vida por ellos. Aliado de Pamplona por sangre e intereses, terminó haciendo la guerra a los reyes navarros (para reconciliarse inmediatamente después). Enemigo encarnizado de Córdoba, no por eso dejó de enviar embajadas al califa cuando la situación lo hizo necesario. En los años anteriores habíamos visto a los condes tomando partido por un rey o por un pretendiente en tiempos de querellas dinásticas, pero lo de Fernán es distinto: tan pronto le vemos apoyando a un monarca como conspirando contra él.Y es que, en realidad, todas estas contradicciones se explican por una sola causa: la voluntad de poder de este caballero, que no exageraremos si la calificamos como «férrea». Porque Fernán era, realmente, un hombre de hierro.

Fernán González había nacido en 910, en el castillo de Lara. La familia de Lara se había convertido en uno de los grandes linajes del Reino de León. Desde unos años atrás, el título de conde de Castilla se trans mitía de hecho en el interior de esa familia. El padre de Fernán, Gonzalo, fue conde. Su tío, Nuño, también. Fernán obtiene el condado cuando muere Nuño, después de un breve gobierno de los Ansúrez. Desde los diecinueve años es conde del alfoz de Lara, es decir, el señorío familiar. Dos años después reúne el gobierno de los condados de Burgos, Lara, Lantarón, Cerezo y Álava.Y al año siguiente ya aparece por primera vez en los documentos como conde de Castilla. Es 932. Estamos hablando de un joven de veintidós años. Una carrera espectacular.

En este momento Castilla es sólo una denominación jurisdiccional: no corresponde a un territorio fijo y determinado, sino que se atribuye vagamente a la frontera oriental del reino. Pero será Fernán quien le atribuya una unidad territorial al paso del enorme crecimiento que Castilla experimenta en estos años. Son años de guerra contra el moro. Recordemos algunas de las fechas que ya hemos contado aquí: Madrid en 932, Osma y San Esteban de Gormaz en 933 y 934, conflictos continuos en la frontera castellana hacia 936 (en uno de ellos murió el hermano de Fernán, Ramiro), Simancas en 939. Fernán participa en todas y cada una de esas batallas. Después de Simancas, el territorio castellano baja hasta Sepúlveda y Riaza. Unido todo él bajo un solo mando —el de Fernán—, Castilla adquiere por primera vez un perfil territorial perfectamente definido. Por eso se considera a Fernán González como el fundador de la identidad castellana.

Hay que decir que Fernán González fue una creación del rey Ramiro II: él fue quien convirtió a aquel mozalbete, que entonces tenía poco más de veinte años, en conde de Castilla, como lo había sido su padre, Gonzalo Fernández.Y sobre todo, el rey Ramiro fue también quien otorgó a Fernán anchísimos poderes en la zona oriental del reino, la más expuesta al enemigo, la más endurecida por la lucha con el islam. La decisión del rey era enteramente lógica desde el punto de vista estratégico y político. Para frenar las recurrentes aceifas moras en tierras castellanas, pilotar la repoblación y asentar la autoridad del reino en aquellas tierras, lejanas de la capital, era aconsejable delegar el poder en una sola persona. Esa persona era Fernán.

Para orientarnos adecuadamente en este escenario político, no vendrá mal recordar cómo estaba el mapa de la influencia condal en el centro de la España cristiana. En tiempos de Fernán, el condado de Castilla es una ancha franja vertical que ocupa en línea recta, de norte a sur, desde la actual Cantabria hasta el noreste de Segovia y el oeste de Soria, ocupando ocasionalmente parte de lo que hoy es Álava. Al oeste de esa franja, y de norte a sur, tenemos el condado de Saldaña —el de los Banu Gómez—, que ocupa desde el sur de Cantabria hasta el sur de Palencia; junto a él, al oeste, el condado de Cea, sobre el río que sirve de límite oriental a León; más al sur, y hasta tierras de Valladolid y Segovia, está el condado de Monzón, regido por los Ansúrez. El de Castilla, en términos de dignidad y nobleza, no es más importante que los otros condados. El de Saldaña, por ejemplo, va a protagonizar una expansión muy notable, y el de Monzón —regido por los Ansúrez— va a ser decisivo en las luchas de poder. Pero de todos estos grandes condes, Fernán González será el más tenaz en la afirmación de su propio señorío.

Para un hombre ambicioso, la situación era en realidad un callejón sin salida: taponado en el sur y en el este por el califato, taponado también hacia el oeste por sus vecinos de Saldaña y Monzón, Castilla ya no podía crecer más. Un hombre de temperamento más apacible se hubiera contentado con administrar tranquilamente lo ganado hasta entonces. Pero es que un hombre más apacible no habría conquistado lo que Fernán conquistó. Y como Fernán era cualquier cosa menos apacible, nuestro protagonista comenzó a moverse.

Éste es el contexto que explica, a partir de esta fecha, los continuos movimientos de afirmación del conde de Castilla frente a la corona. En la cumbre de su energía, Fernán busca alianzas políticas fuera del reino y se casa con una hermana del rey de Pamplona, Sancha Sánchez. Al mismo tiempo conspira para romper el tapón de sus territorios hacia el oeste, donde mandaban los Ansúrez de Monzón. Cuando Ramiro II ponga a Fernán en su sitio y le ajuste las cuentas, el conde castellano entregará a su hija Urraca para que se case con el heredero de León, Ordoño. Pero al mismo tiempo buscará contactos con el califato para poner las tierras de Castilla a salvo de las agresiones cordobesas.

Es posible que en un paisaje político menos convulso, con un rey enérgico en León, Fernán se hubiera contentado con ciertos movimientos entre bambalinas, pero la muerte de Ordoño III sumió al reino en un caos notable. Todos esos jaleos que hemos contado aquí, con las querellas entre Sancho el Gordo y Ordoño el Malo, fueron para Fernán otras tan tas oportunidades para cimentar su poder. A veces perdió, como cuando terminó preso del rey de Pamplona, y a veces ganó, como cuando, ya en 965, se vio dueño y señor de un territorio sobre el que la corona leonesa había dejado de ejercer el menor control.

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