Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Alhakén, ya lo hemos contado aquí, tenía serios problemas para reproducirse. Lo consiguió, llegado al trono, con una esclava vasca llamada Subh y que las crónicas conocen como Aurora. De Subh tuvo Alhakén dos hijos: el primero, Abderramán, falleció en 970 con sólo nueve años; el segundo, Hisham o Hixem, nacido en 965, pasó entonces a ostentar el título de heredero. Ahora, 976, el califa desaparecía y el pequeño Hisham llegaba al trono con sólo once años.
Con un menor en el trono, la corte de Córdoba se divide. Hay dos partidos. Uno sostiene que Hisham no puede reinar y se inclina por designar califa a un hermano del difunto Alhakén, el príncipe al-Mughira. El otro partido defiende que reine Hisham bajo la regencia del visir alMushafi, que dirigía la administración del califato. Este al-Mushafi es un hombre muy poderoso, pero sabe que su carrera terminará si el príncipe al-Mughira es nombrado califa. En consecuencia, toma una espantosa decisión. Se dirige al jefe de la policía, que era a la sazón el administrador del heredero Hisham, y le ordena poner fuera de juego a al-Mughira. El jefe de la policía ejecutará la orden al pie de la letra.
El jefe de la policía acude al palacete de al-Mughira con cien soldados eslavos. Rodea el edificio e irrumpe en las habitaciones del príncipe. Una vez ante al-Mughira, el jefe de la policía le comunica que el califa Alhakén ha muerto y que el heredero es el pequeño Hisham.A1-Mughira, literalmente entre la espada y la pared, renuncia a sus derechos, reconoce a Hisham y jura obediencia al califa niño. Pero no es suficiente, no basta con la sumisión. El desdichado príncipe al-Mughira es estrangulado a la vista de las mujeres de su harén y, después, colgado de una viga para simular un suicidio. El jefe de la policía se ocupará de ocultar el crimen.
Ese jefe de la policía cordobesa se llamaba Almanzor. Su figura ominosa no dejará de acompañarnos en los próximos capítulos de nuestra historia.
5
SUEÑOS DE SANGRE Y GLORIA:
LA ESPAÑA DE ALMANZOR
¿Y cómo se vivía en Al-Ándalus?
La aparición de Almanzor va a marcar un punto de inflexión en nuestro relato: el califato de Córdoba, que había alcanzado su periodo de mayor esplendor con Alhakén II, va a verse envuelto en un torbellino de violencia que terminará conduciéndole a la ruina tras un paréntesis de aparente gloria. Con la extinción del califato desaparecerá una España mora, la segunda España mora (la primera había sido la del emirato, que tenía su propio perfil). Así que, antes de que desaparezca, bueno será preguntarse cómo era aquello, cómo se vivía allí.
En capítulos anteriores hemos visto que la sociedad cristiana vivía cambios muy profundos: está naciendo el feudalismo, el poder de los reyes mengua, crece el de los linajes nobiliarios… Nada de todo eso podía pasar en la España mora, porque allí las bases del sistema de poder eran completamente distintas. Desde que Abderramán III se proclamó califa, en 929, todos los poderes —religioso, político, jurídico, militar— habían quedado en una sola mano. En el sistema islámico, el poder religioso y el político son inseparables. Así, los fenómenos de rebeldía tribal o territorial, tan comunes en la época del emirato, quedaban ahora drásticamente anulados. Sublevarse contra el poder político implicaba una ofensa religiosa que la ley sancionaría con tremenda severidad.
A partir de ese modelo de Estado, que no es impropio llamar «monarquía absoluta», el califato va a convertirse en una auténtica superpotencia. Sobre la base de una población heterogénea asentada en una tierra fértil y rica, con las vegas de los grandes ríos bajo su control, los califas Abderramán y Alhakén sabrán hacer de Córdoba el centro de un mundo poderoso y próspero.
Empecemos por la economía. Desde el punto de vista de la estructura económica, es decir, cómo y de qué vivía la gente, el sistema andalusí no difería demasiado del que funcionaba en tiempos de los romanos, a saber: el modelo señorial primario de base esclavista, con unos pocos dueños de la tierra —todos ellos musulmanes— y una ancha base de siervos. Se vivía de la agricultura (cereales y legumbres, sobre todo) y de la ganadería. Los sistemas de riego que databan de época romana se perfeccionaron y ampliaron, lo cual permitió aumentar la producción. Además, se introdujeron nuevos vegetales: arroz, naranjos… Y se siguió explotando la minería igual que en tiempos del Bajo Imperio romano: oro, plata, sal.
La lucha por la propiedad de la tierra había sido uno de los grandes factores de conflicto entre las distintas minorías musulmanas —árabes, bereberes, sirios, etc.— desde el principio de la invasión sarracena. En el momento de nuestro relato, mediados del siglo x, puede decirse que esos conflictos han terminado. En las zonas urbanas mandan los clanes de origen árabe. Los puestos de poder en las grandes cabeceras de provincia —Zaragoza, Murcia, etc.— son también para los árabes. En las viejas ciudades romanas —Mérida, Toledo— mantienen una fuerte influencia los muladíes, esto es, los hispanos conversos al islam, aunque ya no representan una amenaza para Córdoba.Y los bereberes originarios del norte de África mantienen el control sobre ciertas zonas rurales, sobre todo ganaderas; en aquella época los pastos del sur estaban llenos de dromedarios, criados para los ejércitos del califa.
Pero aunque el sistema mantenía ese perfil rudimentario, muchas cosas habían cambiado en el último medio siglo. Para empezar, el comercio. Desde el momento en que el califato logró controlar las rutas caravaneras del norte de África, que traían el oro del Sudán, un auténtico río de dinero entró en Córdoba. La circulación de moneda estimuló el comercio interior y el consumo de objetos de lujo, para beneficio de una no desdeñable población artesana.Y la moneda favoreció, asimismo, la exportación de ciertos productos excedentarios como las aceitunas, los higos y las uvas. A todo lo cual hay que añadir, por supuesto, el tráfico de esclavos, que nunca dejó de ser intenso en Al-Ándalus.
Esclavos, sí: algo que los enamorados de Al-Ándalus suelen silenciar cuando cantan las glorias del califato. En Córdoba había un mercado de esclavos que extendía sus terminales desde el norte de Europa hasta el África negra. Los califas recurrirán con frecuencia a la compra de esclavos europeos (los llamados «eslavos»), destinando a los varones al ejército y a las mujeres a los harenes. No estamos hablando de poca gente: hacia 950 había unos 13.000 eslavos en la ciudad de Córdoba; la mayoría en el ejército, otros en diversos oficios.Y el otro extremo de la línea esclavista estaba en Sudán, centro de la trata de negros. Entre las familias poderosas del califato era de muy buen tono poseer esclavas negras, muy alabadas por su capacidad de trabajo y sus cualidades para el servicio doméstico. También había esclavos negros en los ejércitos que formaban grupos específicos dentro de la guardia de los califas.
La otra cara de ese mundo es la cultura y la ciencia, que verdaderamente conocieron un auge notable en la época de Alhakén II. No es exacto decir que Alhakén creara una universidad, porque el de universidad es un concepto específicamente cristiano. Lo que Alhakén hizo fue crear numerosas escuelas coránicas e impulsar la madrasa de Córdoba, de manera que la capital del califato se convirtió en centro de la reflexión religiosa y jurídica musulmana. Además, facilitó que se instalaran en Córdoba los sabios que venían de Oriente, huyendo de la intolerancia del califato de Bagdad. De esta manera penetraron en España abundantes conocimientos médicos, botánicos y matemáticos procedentes de la India y Persia, y también textos grecolatinos casi perdidos ya en Occidente y que, sin embargo, se conservaban en Oriente a través de las copias sirias.
Por último, el mapa de la España mora no puede dibujarse sin mencionar a un sector que seguía siendo muy numeroso en el califato: los mozárabes, es decir, los cristianos. ¿Cómo vivían los cristianos bajo el califato? Hay mucha fantasía sobre la supuesta tolerancia del califa Alhakén II. La verdad, sin embargo, es que en la sociedad andalusí mandaban los musulmanes, y los cristianos y los judíos, para poder practicar su religión, eran obligados a pagar un impuesto especial. Este impuesto, por otro lado, sólo les facultaba para practicar su religión personalmente, es decir, no les autorizaba a hacerlo de manera pública, y menos aún a predicar su fe fuera del estricto ámbito de las comunidades cristianas: el proselitismo estaba expresamente prohibido. Cristianos y judíos seguían siendo, en materia de presencia social, ciudadanos de segunda, con menos derechos que los demás. Habrá casos de judíos (rara vez de cristianos) que alcancen puestos de relieve en la estructura social, pero sólo si tenían la suerte de ser protegidos por algún mandamás musulmán.
Es cierto, no obstante, que el clima de persecución se había atemperado de manera notable respecto al califa anterior, Abderramán III. Esto fue una consecuencia directa de la hegemonía política y militar de Córdoba en la Península y en el norte de África: sin nadie que discutiera su supremacía, el califato podía permitirse el lujo de la generosidad. Prácticamente desaparece aquella obsesión por el «enemigo interior» que había devorado a Córdoba en las décadas anteriores. Calmado —por la fuerza— el paisaje interior, sofocados los levantamientos de origen tribal (bereberes, yemeníes, etc.), sometidos los muladíes rebeldes, conversos al islam muchos caudillos que se habían apoyado en el elemento mozárabe para sublevarse, el califato ofrecía ahora el aspecto de una balsa de aceite.
Los mozárabes, esto es, los cristianos que permanecían en Al-Ándalus, seguían siendo a la altura del año 960 en torno a la mitad de la población (medio siglo antes superaban el 75 por ciento). Se les permitía organizar sus propios matrimonios, mantener sus costumbres en materia de alimentación e incluso, en teoría, adquirir propiedades; al frente de la comunidad mozárabe había un «conde» que ejercía como gobernador de los cristianos e intermediario con las autoridades musulmanas. Pero los cristianos eran los que más impuestos pagaban: uno, el jaray, como contribución territorial, según el volumen de la cosecha; otro, la yizia, como capitación individual, es decir, por el mero hecho de existir, y cuyo impago conducía directamente a la esclavitud o a la muerte. Parece claro que el aumento de las conversiones al islam durante el siglo ix se debió precisamente a la presión de este tipo de impuestos. Con todo, un siglo después todavía había pueblos —sobre todo en las montañas— enteramente cristianos en Al-Ándalus. La capacidad de resistencia de aquella gente era realmente conmovedora.
Éste era, en fin, el paisaje general de la España mora bajo el califato. Las convulsiones de los siglos anteriores habían desaparecido casi por completo. Sin embargo, en breve plazo iban a desatarse fuerzas que todo lo cambiarían.Y la España del califato llegaría a su fin.
El vertiginoso ascenso de Almanzor
La última vez que pasamos por Córdoba, pudimos asistir a un crimen ominoso: en el trance del relevo dinástico, con el trono vacante, la policía del califato irrumpe en el palacio de uno de los aspirantes, el príncipe al-Mughira, y le asesina. La orden ha partido del visir de palacio, el malvado al-Mushafi.Y el ejecutor ha sido un hombre que a partir de este momento va a dejar una huella tan grande como siniestra en la historia de España: Almanzor. Así que hablemos de Almanzor.
Almanzor se llamaba en realidad Abu Amir y había nacido hacia 940 en Torrox, Algeciras, en una familia árabe de origen yemení. No era la suya una familia particularmente brillante. Al parecer, sus tierras provenían del botín otorgado a un antepasado suyo, un general de Muza, en los lejanos años de la conquista; después, la familia mantuvo un puesto destacado en la región, pero sin salir nunca del ámbito local y sin que ninguno de ellos lograra enriquecerse, aunque a Almanzor se le señala un abuelo (materno) que llegó a ser médico de Abderramán III. El hecho es que el joven Almanzor, ambicioso y bien dispuesto, vio que en Algeciras no iba a llegar muy lejos y resolvió marchar a Córdoba. Allí, en la capital del califato, estudió leyes y letras, y consiguió su primer empleo: escribano en la mezquita.
Ser escribano en la mezquita no era gran cosa: el trabajo de redactar instancias —que ése era su cometido— no permitía augurar un futuro radiante. Pero Almanzor tenía otras artes: sabía adular y también sabía hacerse valer. Pronto cambia de empleo y pasa a trabajar para el principal cadí (juez) de Córdoba. Sólo es un escribano más en la sala de audiencias, pero es el más eficaz de todos, el más modesto, también el de vida más austera. Su jefe, el juez, le recomienda ante el visir al-Mushafi, que dirige la burocracia del califato. Es la oportunidad que el joven Abu Amir esperaba.Al-Mushafi era un pájaro de cuenta, un tipo que había construido su poder —y era mucho poder— sobre el control absoluto de la vida de palacio. Almanzor se hace notar como el perfecto «fontanero» para ese tipo de tareas.Y al-Mushafi, convencido de haber encontrado a un buen peón, lo toma bajo su manto. La meteórica carrera de Almanzor ha comenzado.
El momento clave en el ascenso de Almanzor llegó, como es frecuente, por una casualidad. La favorita del califa Alhakén, la vascona Subh (Aurora), se había quedado sin intendente, es decir, sin la persona que le organizaba la administración. No era cualquier cosa: el cargo incluía la gestión de los bienes de los dos príncipes, Abderramán y Hisham.Y con la plaza vacante, la favorita Subh pidió al visir al-Mushafi un recambio. AlMushafi necesitaba a alguien de confianza que administrara los dineros de palacio. En particular, era importante que una parcela tan delicada no fuera a parar a manos de un eslavo, tenía que ser un árabe, y además un árabe joven, para poder controlarle; eficaz, para impedir despilfarros, y austero, para evitar tentaciones. ¿Quién reunía esas características? Aquel joven que acababa de llegar, recomendado por el cadí jefe de Córdoba: Abu Amir, Almanzor.
Era febrero de 967 y el joven Abu Amir, que aún no tenía treinta años, se veía de repente en el corazón mismo del poder. Almanzor no perdió la oportunidad. Supo ganarse el favor de la favorita Subh. Más precisamente, supo aprovechar su posición para inundar a la esclava vasca de lo que ésta más deseaba, a saber, oro en grandes proporciones. Fue una asociación perfecta:Almanzor hizo crecer las riquezas de Subh y sus hijos; Subh, por su parte, impulsó de manera determinante la carrera de Almanzor.Y todo ello, siempre, con la protección del poderoso visir al-Mushafi.