Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Abderramán no iba a quedarse quieto, evidentemente. Enérgico y expeditivo, el califa atacó con todo lo que tenía los territorios de los tuyibíes. Cercó y conquistó Calatayud. Hizo lo propio en Daroca. Llegó a las puertas de Zaragoza.Allí Aboyaia se vino abajo: incapaz de aguantar, se rindió antes de entablar combate y pidió perdón a Abderramán III. Lo que hizo el califa, según parece, fue exigirle una muestra de fidelidad: que las fuerzas de los tuyibíes combatieran junto a las del califa. Porque los combates no habían acabado; ahora Abderramán apuntaba contra el Reino de León.
Esta campaña del califa por tierras cristianas, a la altura del año 938, no tuvo otro objeto que crear terror: se trataba de devolverle a Ramiro el golpe de Zaragoza sembrando la desolación en la frontera. Sabemos que las tropas de Abderramán ejecutaron distintas aceifas localizadas en el Duero oriental. En una de ellas, el califa ordenó decapitar a doscientos prisioneros cristianos: sus cabezas fueron enviadas a Córdoba como muestra del poder de Abderramán. Ibn Hayyan cuenta un episodio semejante por las mismas fechas: el califa apresa a cien nobles leoneses, los lleva a Córdoba y allí ordena decapitarlos ante la multitud, a modo de signo de fuerza. No podemos saber si realmente eran nobles ni en qué batalla habían caído presos aquellos desdichados, pero, en cualquier caso, está claro lo que pretendía Abderramán: aplicar sobre el reino cristiano del norte un castigo que nadie pudiera olvidar.
Y esto sólo era el principio. Porque, como culminación de ese castigo, el califa de Córdoba maquinó una operación decisiva: la «Campaña del Supremo Poden. Era ya el año 939. Abderramán llamó a la guerra santa contra el infiel. Alineó un ejército de más de cien mil hombres. El propio califa se puso en cabeza. Una tormenta de hierro y sangre iba a desencadenarse sobre el Reino de León. La inmensa fuerza de Córdoba se lanzó contra las fronteras cristianas. El mundo contuvo el aliento. Ni los leoneses ni el propio califa podían imaginar siquiera lo que pasaría después.
El destino se decide en Simancas
Debió de ser algo digno de verse: día y noche resonaba el pregón en todas las mezquitas musulmanas del califato, tanto en España como en el norte de África. Miles de fieles acudían entusiasmados a aportar armas, caballos, dinero, comida, incluso sus propias personas. La guerra santa es un precepto religioso fundamental en el mundo islámico; de él se valió Abderramán para movilizar a sus súbditos. Lo que se jugaba era mucho. No una aceifa más, no una campaña de saqueo como las que Córdoba acostumbraba a lanzar, sino un ataque directo contra el mismo corazón del reino cristiano: nada menos que la ciudad de Zamora.
¿Cuántos hombres llegó a alinear Abderramán III en esta Campaña del Supremo Poder? Casi todo el mundo coincide en dar por válida la cifra de cien mil hombres. Es un número extraordinario. Nunca se había visto nada igual. ¿Y de dónde había salido toda aquella gente? De los cuatro rincones del califato. Todas las banderas de las diferentes provincias de Al-Ándalus allegaron tropas. El propio Aboyaia, el de Zaragoza, acudió con su gente. Fue especialmente numerosa la aportación de Mérida y el Algarve, bajo el mando del príncipe al-Modhaffar. Hubo también un grueso contingente de guerreros magrebíes traídos del norte de África. El propio califa puso en el envite a toda su caballería, reforzada con abundantes huestes eslavas. El 28 de junio de 939 partía Abderramán desde Córdoba en dirección a Toledo. El califa había dejado dispuesto que, a partir de ese momento, en la Mezquita Mayor cordobesa se entonara todos los días la oración de campaña, y con un texto muy preciso: una an ticipada acción de gracias por el indudable éxito de la campaña. Era, en efecto, la Campaña del Supremo Poder.
Sorprende que Abderramán pusiera tanta carne en el asador. ¿No era imprudente concentrar toda la fuerza disponible en un solo punto? Lo era, sí. Pero, al parecer, el califa estaba especialmente enojado. No sólo Ramiro le había desafiado al tramar aquella jugada de Zaragoza, sino que, además, había cuestiones palaciegas por medio.
En efecto, según ciertas crónicas árabes, todo había empezado cuando un alto funcionario de la corte cordobesa, de nombre Ahmed benIshac, manifestó opiniones chiíes, es decir, partidarias de Alí, primo y yerno de Mahoma, opuesto a la corriente suní, que era la oficial en la Córdoba mora. Fuera por esta disidencia religiosa o fuera por otras cuestiones, el hecho es que Abderramán, que nunca fue un tipo flexible, ordenó prender, torturar y matar a este Ahmed. Ahora bien, Ahmed tenía un hermano llamado Omaiya que ejercía de gobernador en Santarem, en Portugal. Y Omaiya, al conocer el asesinato de su hermano, cruzó la frontera, fue a ver al rey Ramiro y le ofreció sus servicios. ¿Qué servicios? De entrada, una expedición leonesa sobre tierras de Portugal. Parece que en esta campaña las tropas de Ramiro II llegaron hasta Badajoz y regresaron por Lisboa cargadas de botín. Esta campaña tuvo lugar tal vez en el año 938. La deserción de Omaiya y la campaña portuguesa de Ramiro habrían sido, en este caso, la causa directa de que la animadversión de Abderramán hacia su enemigo leonés alcanzara el punto de ebullición.
Así, en fin, llegó el gigantesco ejército del califa al campo de batalla. El objetivo era claro: no el Duero oriental, como otras veces, sino Zamora, la ciudad reconquistada por Alfonso III en 901, contra la que ya se habían estrellado alguna vez las acometidas sarracenas. Un punto vital: derribar Zamora equivalía a abrir la puerta del interior del reino cristiano del norte, algo que las armas musulmanas no conseguían desde muchísimo tiempo atrás. Pero, además, Zamora era el punto central de la Reconquista en el Duero, de manera que acabar con aquella ciudad significaba desmantelar toda la obra repobladora cristiana del último medio siglo. Con ese objetivo comenzó Abderramán a concentrar sus fuerzas al norte del Sistema Central.Y reunida la muchedumbre armada, la lanzó contra el primer obstáculo que se interponía entre el moro y su meta: la fortaleza de Simancas.
Simancas, junto aValladolid, a unos noventa kilómetros al este de Zamora. Porque Ramiro II, enterado de lo que se le venía encima, había llevado hasta allí a sus huestes leonesas, asturianas y gallegas.Y tampoco se había quedado corto, el rey cristiano: movilizó a toda la gente que pudo, no sólo de su propio reino, sino también de los reinos vecinos. Por supuesto, Fernán González y Asur Fernández, condes de Castilla y obedientes a Ramiro, acudieron con todas sus fuerzas. Pero es que incluso la reina doña Toda de Pamplona, jugando sobre el filo de la navaja, aportó tropas navarras y aragonesas para la ocasión.
Es el 19 de julio de 939 y dos fuerzas descomunales empiezan a converger en torno a Simancas. Pero entonces, a las siete de la mañana, ocurre algo estremecedor: el sol desaparece. Así lo refiere la crónica árabe de Kitab al-Rawd:
Encontrándose el ejército cerca de Simancas, hubo un espantoso eclipse de sol, que en medio del día cubrió la tierra de una amarillez oscura y llenó de terror a los nuestros y a los infieles, que tampoco habían visto en su vida cosa semejante. Dos días pasaron sin que unos y otros hicieran movimiento alguno.
Las crónicas cristianas, por supuesto, también mencionan el episodio. Así lo cuenta la
Najerense
:
Entonces Dios mostró una gran señal en el cielo y el sol se volvió en tinieblas en todo el mundo por espacio de una hora del día. Nuestro rey católico, al oírlo, dispuso marchar allá con un gran ejército.
Un eclipse de sol, en efecto. Durante algo más de una hora el sol desapareció.Y aquel prodigio natural selló la suerte del califa.
La batalla comenzó el 1 de agosto. Duró cuatro largos días. El califa la abrió con un ataque masivo. Los cristianos, a pesar de un leve retroceso inicial, aguantaron sus posiciones ante los muros de Simancas. Poco sabemos sobre el desarrollo material de la lucha. Según fuentes posteriores, los ejércitos del califa sufrieron las consecuencias del mal entendimiento entre sus generales: el mando supremo lo ejercía un eslavo de nombre Nadja (ya hemos hablado aquí de la masiva importación de eslavos para los ejércitos de Abderramán), pero los otros generales, mayoritariamente de etnia árabe, soportaban mal la autoridad de un extranjero. Esto puede ser verdad o puede ser una justificación a posteriori. El hecho, en todo caso, es que el enorme ejército musulmán empezó a ceder.
Cuando amaneció el día 6 de agosto, Abderramán reflexionó. Los cristianos habían sufrido grandes estragos, pero Simancas seguía intacta y además las bajas moras sumaban ya decenas de miles. Cuanto más durara el combate, más se multiplicarían las posibilidades de un descalabro musulmán. Todavía estaba a tiempo de regresar a Córdoba con cierto decoro. Después de todo, siempre podría vender la operación como un severo castigo al orgullo cristiano. La Campaña del Supremo Poder había cumplido su objetivo. Así, el califa decidió levantar el campo.
Abderramán optó por lo que consideraba una retirada a tiempo, pero Ramiro también debió de reflexionar en ese mismo instante. El mayor ejército musulmán jamás visto hasta entonces retrocedía ante sus ojos. Al califa le esperaba un largo y tortuoso camino de vuelta hasta su frontera. No era momento de bajar la guardia.Y así el rey de León decidió perseguir a los fugitivos. La batalla aún no había terminado.
Alhándega: retengamos este nombre. Como esto no es una novela de misterio, podemos contar el final de la historia: los ejércitos del califa, ya muy maltrechos después de Simancas, empujados por la presión cristiana, quedaron definitivamente destrozados en un paraje de barrancos y gargantas, víctimas de una emboscada implacable. Ese paraje era Alhándega. Pero el misterio de Alhándega no es lo que pasó allí, sino dónde está ese sitio, porque nadie lo sabe con seguridad. Hay varias hipótesis, unas más verosímiles que otras. ¿Las vemos? Lo que ocurrió fue tan importante que vale la pena hurgar un poco en este enigma.
Unos dicen que Alhándega es un barranco en las proximidades de Simancas. La palabra quiere decir exactamente eso:
al-handaq
, «barranco». Ahora bien, todas las crónicas dicen que los cristianos persiguieron a los moros durante varios días; siendo así, no se entiende que la batalla final fuera en las proximidades del mismo lugar donde habían comenzado las hostilidades. Otros señalan que Alhándega puede ser un poblado salmantino en el valle del Tormes; en ese caso, Abderramán se habría retirado en dirección suroeste, hacia Salamanca. Es posible, pero es una ruta extraña: demasiado lejos de cualquier fortaleza musulmana, con demasiado trecho que cubrir en un paisaje sin fuentes de avituallamiento.
Vamos a enumerar los datos fundamentales: la persecución sobre los moros duró varios días; Abderramán llevaba consigo tropas de muy distinta procedencia —desde Zaragoza hasta el Algarve portugués—; el califa necesitaba encontrar un refugio lo suficientemente fuerte como para acogerle a él y a su ejército; por último, el episodio se resolvió en un paraje de barrancos donde centenares de cristianos salieron de entre los riscos para tender a los moros una trampa letal. Eso es lo que sabemos.Y con todos esos datos en la mano, la solución al enigma sólo puede ser una.
Quizá la mejor manera de dar respuesta al enigma sea reconstruir los hechos. Volvamos, pues, a Simancas, a la altura del 6 de agosto de 939, cuando los musulmanes han levantado el campo y emprenden la retirada. El califa necesita acogerse a un punto fuerte, pero en la región no hay ninguno que ofrezca garantías. Busca entonces el cobijo de la fortaleza de Atienza, junto a la calzada que lleva de Sigüenza a Osma.Abderramán conocía bien ese escenario, donde había golpeado varias veces. Atienza está a doscientos kilómetros de Simancas: mucho trecho, pero no una distancia impracticable.
Tal vez Abderramán había pensado en la posibilidad de aprovechar su retirada para golpear sobre los pioneros centros de la repoblación cristiana en aquellas tierras: el saqueo le permitiría avituallarse. En todo caso, las tropas de Ramiro II no le dieron opción. Tenaces, pisando los talones de su enemigo, forzaron a los moros a marchar sin pausa.Así cruzaron las actuales provincias de Valladolid y Segovia, hasta llegar a la raya que hoy separa Guadalajara y Soria. El califa pudo entonces pensar un «plan B»: hacerse fuerte en Atienza, recomponer sus filas y, con el apoyo de las tropas locales, volverse contra los cristianos.
En un determinado punto del camino, pasada la comarca de Ayllón, el paisaje se encrespa. El horizonte abunda en barrancos, gargantas y cerros.Atienza queda a un paso, pero la ruta no es cómoda. Allí debió de ser la hecatombe. Algunos sostienen que el escenario fue el pueblo de Caracena, en tierras sorianas; otros, que Albendiego, en el límite norte de Guadalajara. Era el 21 de agosto de 939.
Empujados por los cristianos que les persiguen, los moros se internan en el lugar fatal. De repente ven cómo en los flancos de las gargantas, sa liendo de ninguna parte, surgen centenares de hombres. Son los pioneros de la zona, los repobladores cristianos de aquellas tierras, la Extremadura del Duero, que les estaban esperando. Muchas veces habrían pasado por allí las tropas moras camino de San Esteban de Gormaz, en sus aceifas contra la frontera oriental castellana; muchas veces habrían saqueado las tierras de los colonos.Ahora los colonos se tomaban la revancha. Los ejércitos del califa, empujados desde la retaguardia, y esta vez con el enemigo también a los lados y de frente, se ven sometidos a un ataque mortal de necesidad. Fue la mayor catástrofe que las huestes de Córdoba habían conocido hasta la fecha.Y será, también, la mayor victoria de Ramiro II de León.
Abderramán III pudo escapar a duras penas. Sobre el campo dejó, cuentan las crónicas, su cota de malla tejida con hilos de oro y un precioso ejemplar del Corán, venido de Oriente, maravilloso por sus costosas guardas y su sublime encuadernación. Del campamento mahometano —siguen las crónicas— «trajeron los cristianos muchas riquezas con las que medraron Galicia, Castilla y Álava, así como Pamplona y su rey García Sánchez». El propio jefe moro de Zaragoza, el sinuoso Aboyaia, fue hecho prisionero: permanecerá dos años encerrado en León. El botín fue extraordinario. La victoria de Ramiro II había sido total.
De vuelta a Córdoba, la ira de Abderramán fue inefable.Todos los jefes militares supervivientes fueron ajusticiados en público, crucificados ante la multitud. El califa ya nunca más volvería a encabezar una operación militar; a partir de este momento, dejará ese asunto a sus generales y él se dedicará a construir monumentos y edificar ciudades. La Campaña del Supremo Poder había sido un supremo fracaso.