Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (10 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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En la cúspide de ese mundo hispano-musulmán está el califa. Después de haber empleado largos años en sofocar las revueltas internas, el califato ya es una realidad poderosa y esplendorosa. Asentado sobre cuatro zonas de gran riqueza agraria —el Guadalquivir, el Tajo, el Ebro y el litoral mediterráneo—, Abderramán III se ha dotado de una administración eficaz, un tesoro saneado y un ejército controlable. El califa puede presumir de haber llevado a Córdoba a su máximo esplendor. La capital se está convirtiendo en una auténtica joya.

Puede decirse que Abderramán construye en torno a Córdoba la primera monarquía absoluta de España. La capital del califato llegó a contar en esos años con casi medio millón de habitantes, que para la época es una cifra extraordinaria; sólo Bagdad la superaba en población. Conocemos bien las cifras de esa joya urbana, y son pasmosas: 113.000 casas, 300 baños públicos, 3.000 mezquitas… La madrasa cordobesa —la gran escuela coránica— se convirtió en un centro de importancia mundial; de aquí saldrán grandes nombres de la cultura hispano-musulmana.Y si faltaba algo, el califa, para complacer a la favorita de su harén, construyó la hermosa ciudad-palacio de Medina Azahara.

¿Y respecto a los reinos cristianos? ¿Cuál fue en ese aspecto la política de Abderramán? Después de la derrota de Simancas en 939, el diseño estratégico de Abderramán III cambió sensiblemente. Ante todo, abandonó la idea de dirigir grandes ejércitos contra el reino cristiano del norte. Al fin y al cabo, el objetivo del califa no era apoderarse de la mitad norte de la Península, sino mantener las propias posiciones y frustrar en la medida de lo posible los intentos cristianos de repoblación al sur del Duero. Para eso no necesitaba organizar multitudinarias ofensivas, sino que le bastaba con lanzar expediciones de saqueo, pequeñas pero constantes, que incordiaran sin pausa a los colonos.Y a ello se empleó.

Conocemos bien cuáles fueron esas campañas. En 940 Ahmed ben Yala penetra en la llanura leonesa. En 944 Ahmed Muhammad ibn Alyar llega hasta Galicia. En 947, un cliente del califa llamado Kand —probablemente un eslavo— sigue el mismo camino, aunque es detenido en Zamora. En 948 hay noticia de otra aceifa mora en Galicia que arrasa Ortigueira, nada menos; si es la Ortigueira coruñesa, en el extremo norte de la Península, tendríamos que pensar más en una expedición naval que en una campaña terrestre. Todas estas operaciones responden al mismo patrón: golpes rápidos, cuyo objetivo es simplemente el saqueo y sin la menor pretensión de ocupación territorial. También, sospechosamente, todas se dirigen contra el occidente del reino cristiano, nunca contra el escenario castellano; por eso hay quien piensa que Abderramán había llegado a algún tipo de acuerdo con Fernán González o, alternativamente, que el califa se abstenía de golpear sobre Castilla para tratar de seducir al poderoso conde. Pero esto son sólo conjeturas.

Simultáneamente, Abderramán se preocupó por fortalecer la propia marca, sus fronteras reales, aquella línea que bajo ningún concepto quería ver perforada. El califato de Córdoba tenía muy claro cuál era esa línea: en Portugal, la tierra entre el Tajo y el Mondego; en la Meseta, el Sistema Central desde la sierra de Salamanca hasta la de Guadarrama, una muralla natural que protegía el valle del Tajo; después, la vía natural de paso desde el valle del Tajo hacia Aragón, más o menos sobre la línea del río jalón, y de ahí que el califa se apresurara a fortificar la decisiva plaza de Medinaceli; la línea terminaba en el noreste haciendo frontera con Navarra, las tierras pirenaicas y los condados catalanes, y quedaba marcada con cuatro puntos fuertes que eran Tudela, Huesca, Barbastro y Lérida.

Con su espacio político así definido, Abderramán descubrirá que la acción política en los reinos cristianos le resultaba mucho más rentable que la acción militar: con menos esfuerzo podía obtener mejores rendimientos. El califa ya había aprovechado su condición mestiza para afianzar su posición ante los príncipes cristianos. Recordemos el laberinto familiar: Abderramán era nieto de la princesa navarra Oneca, que estuvo cautiva en Córdoba; la reina de Navarra, doña Toda, era hija de esta Oneca cuando al fin volvió libre a Pamplona; y doña Toda se había preocupado de casar a sus hijas (o sea, a las nietas de Oneca) con lo más florido de la nobleza cristiana, incluido el propio rey Ramiro, de manera que por las venas del califa corrían algunas gotas de la misma sangre que regaba los nervios de los jefes cristianos. A partir de este parentesco de sangre, Abderramán no renunciará a reclamar una cierta preeminencia sobre los reinos de la Península. Hoy nos parecería atroz, porque, después de todo, la maternidad mora de Oneca fue producto del cautiverio y la esclavitud, pero en aquel tiempo las cosas no se veían de la misma manera, y menos en la corte de Córdoba.

¿Cómo se manifestaba esa pretensión de Abderramán III de ejercer cierta preeminencia sobre los jefes cristianos? De diferentes modos. Primero se manifestó como imposición de vasallaje por la fuerza de las armas, como hizo en Navarra.Y cuando eso ya no fue posible,Abderramán cambió de táctica y optó por la intriga: prácticamente no hay alteración del orden en la España cristiana, a partir de 941, en la que no se adivine la mano del califa pactando con unos, seduciendo a otros, prometiendo paz aquí y declarando guerra allá, intercambiando regalos con unos y trai ciones con otros, lo mismo en Castilla que en Barcelona o en el Pirineo. Cuando el Reino de León entre en problemas sucesorios, esa política será determinante: de hecho, Abderramán intervendrá de manera decisiva en las querellas cristianas. Pero ya llegaremos a eso.

Bien: todo esto es lo que cabe decir de la política de Abderramán hacia los reinos cristianos del norte. Pero la atención del califa no estaba únicamente depositada en sus inquietos vecinos de la cruz, evidentemente, sino que también debía atender a cuanto ocurría en el sur, en África. El estatuto de califa implicaba la jefatura política y religiosa de toda la comunidad islámica que cayera en el ámbito de su espacio de poder; por ejemplo, el Magreb. Pero aquí, en el Magreb, había surgido un califato distinto, el de los fatimíes, que incomodaba seriamente al poder de Córdoba. Abderramán optó por contener la expansión fatimí adueñándose del mar: construyó una enorme flota con bases en Málaga y Almería, se hizo con el control sobre las aguas del Estrecho y recuperó las ciudades de Tánger, Ceuta y Melilla, que siempre habían pertenecido al espacio político hispano. Desde esas plazas apoyó a una dinastía local, los idrisíes, frente al poder fatimí.

Un gran poder, pues, el de Abderramán III. El califa vino a convertirse en el prototipo mismo del gran déspota musulmán medieval: inteligente, ilustrado, astuto, amante de las artes y las ciencias, y al mismo tiempo cruel, brutal y caprichoso, porque también todo eso era Abderramán. En todo caso, con él Córdoba llegó a convertirse en ombligo de un mundo. El califa vivirá aún algunos años más, hasta 961.Y volveremos a encontrárnoslo en nuestro relato.

El ocaso de Ramiro: rompimiento de gloria

Todos hemos visto en alguna ocasión, al atardecer, el formidable espectáculo que a veces ofrece el sol al ponerse tras una masa de nubes: los rayos del sol forman haces que parecen sólidos mientras las nubes adquieren una coloración espectacular, entre el rojo y el oro. Ese espectáculo, en pintura, se llama «rompimiento de gloria».Y como un «rompimiento de gloria» podemos definir el ocaso del rey Ramiro II de León, sin duda el último gran monarca de la casa asturleonesa.

Vamos al año 949, quizás incluso antes. Ramiro está en la cumbre de su poder. Ha sofocado la revuelta de los condes de Castilla y Saldaña.Acto seguido ha desmantelado otra rebelión, ahora de nobles gallegos. Esta última, por cierto, se le complicó con una invasión simultánea de sarracenos que llegó hasta Lugo. El rey pudo hacer frente a todos los peligros y triunfar sobre ellos. Pero ahora, probablemente en torno a 949, el rey se enfrentaba a un peligro definitivo: su cuerpo empezaba a flaquear, la salud le abandonaba; Ramiro empezaba a adivinar la visita de la muerte.

Podemos imaginar al rey echando la vista atrás: los felices días de su infancia y juventud en Portugal, su primer matrimonio con Adosinda Gutiérrez, la dura pugna por la sucesión entre los Ordóñez y los Froilanes, la carambola dinástica que le llevó al trono, la terrible querella con su hermano Alfonso, su nuevo matrimonio con una hija de doña Toda de Pamplona, la supersuegra de España… Después, la dureza interminable de la guerra contra los musulmanes, el cielo que se abría tras la victoria en Simancas y la Alhándega, el cielo que se volvía a cerrar con la rebelión de los condes castellanos, los equilibrios para recomponer el paisaje por encima de las crisis… Casi veinte años de reinado. El rey no sólo había logrado sobrevivir, sino que había aumentado la herencia que recibió.Ahora, todo terminaba.

No era viejo, Ramiro: rondaba los cincuenta. Para la época era una edad ya avanzada, pero lejos de la vejez. ¿De qué enfermó? Lo ignoramos; lo único que sabemos a ciencia cierta es que empezó a sentirse mal después de un viaje a Oviedo, que no consiguió recuperarse y que fue una dolencia larga, penosa y, a la postre, letal. Su padre, Ordoño II, había muerto con cincuenta y tres años, y antes, con poco más de cuarenta, había sufrido una enfermedad que a punto estuvo de llevarle a la tumba. Ambos, padre e hijo, compartían un carácter enérgico y combativo, combinado con esos problemas de salud; de uno y otro dijo el cronista que «no sabían descansar». El hijo de Ramiro, Ordoño III, también morirá joven. Los médicos tendrían aquí un buen punto de partida para construir hipótesis. Nosotros hemos de contentarnos con los mudos hechos.

Los historiadores dicen que los últimos años de vida de Ramiro II se vieron amargados por la rebelión de los condes castellanos, primero, y por la de los magnates gallegos, después. Es posible. En todo caso, el rey supo sofocar esos dos incendios. Mucho más probable parece que sus verdaderas preocupaciones estuvieran en otro lado: la sucesión. En sus dos matrimonios, Ramiro había tenido seis hijos, tres varones y tres mujeres. Las mujeres emparentarán con Navarra (Teresa) y con la propia casa de León (Velasquita), y otra profesará monja (Elvira). De los tres varones, uno morirá niño (Bermudo) y los otros dos llegarán a la edad adulta en condiciones de heredar el reino: Ordoño y Sancho. Ahora bien, Ordoño era hijo de su primer matrimonio con la gallega Adosinda Gutiérrez, mientras que Sancho era hijo de sus segundas nupcias, con Urraca Sánchez, la hija de doña Toda de Pamplona. Los leoneses veían con mejores ojos a Ordoño, pero doña Toda tenía puestas en Sancho sus preferencias. De esta manera, cada uno de los infantes encarnará las ambiciones de dos partidos distintos. Esta división debió de empezar a verse muy temprano. Tal vez a Ramiro no le inquietó demasiado mientras gozó de fuerza y salud, pero ahora, enfermo, el paisaje cambiaba: esa querella oscurecía el futuro del reino.

El rey, en todo caso, seguía siendo Ramiro II, y estaba dispuesto a que nadie lo pusiera en duda. Inmediatamente antes o inmediatamente después de conocer su enfermedad, Ramiro concibió un proyecto de altura: devolver a Córdoba los golpes que las tierras leonesas habían venido recibiendo en los últimos años.Ya hemos visto que Abderramán III había renunciado a lanzar grandes ejércitos contra León, pero había multiplicado las campañas de saqueo, especialmente en tierras gallegas. Ahora Ramiro se proponía castigar la osadía mora.Y escogió un objetivo de gran importancia: Talavera.

Talavera, en Toledo, a orillas del Tajo, bajo la sombra de la sierra de Gredos, un punto estratégico para el emirato, porque desde esta vieja ciudad romana (Cesaróbriga, se llamaba en época imperial) podía controlarse tanto Toledo como Mérida, es decir, dos zonas habitualmente conflictivas. Talavera, rica en vid y cereal desde tiempos inmemoriales, cruce de caminos para los mercaderes, con una pujante industria cerámica, era uno de los centros neurálgicos del valle del Tajo. Córdoba la tenía en mucho aprecio y la ciudad aún conserva los vestigios de sus torres, murallas y alcázares. Ahí es donde Ramiro se propuso golpear. Era la primavera de 950. Ramiro reunió a sus huestes y se puso en marcha. Así lo cuenta el cronista Sampiro:

En el año 19 de su reinado, habiendo tomado consejo y reunido el ejército, marchó a asediar la ciudad de los agarenos, que ahora es llamada por las gentes Talavera, e iniciados los combates dio muerte allí a 12.000 enemigos y se trajo 7.000 cautivos, regresando a su sede con la victoria.

Poco más sabemos de aquella victoria, porque las fuentes cristianas siempre son así de lacónicas, y las moras, por su parte, sólo se extienden sobre las batallas que ganaron los musulmanes. Pero podemos imaginar que Ramiro combatiría con sus condes, pues éstos nunca faltaban cuando la empresa era grande. Podemos imaginar también que los sarracenos de Talavera, aunque no eran una guarnición menor -12.000 bajas moras, cuenta Sampiro—, poca resistencia pudieron oponer a la hueste del rey cristiano. Y asimismo podemos imaginar que el botín sería grande en una ciudad tan rica como aquella: quizá esa cifra de 7.000 cautivos no sea demasiado exagerada. Gran triunfo, por tanto. La leyenda de Ramiro, «el Feroz Guerrero», «el Diablo», como le llamaban los moros, escribía así una nueva página. Fue la última victoria del rey.

Verano de 950: Ramiro se siente morir. En esta fecha comienza a hacerse cargo de los asuntos del reino su hijo primogénito, Ordoño, que será el sucesor. En cuanto al rey, sólo Dios sabe qué sufrimientos tuvo que afrontar en esta última etapa de su vida. En enero de 951, persuadido de que todo había terminado, se ocupó de dar el mayor relieve ritual a su voluntaria abdicación. Convocó a la corte, a los obispos y a los abades. El escenario fue la iglesia de San Salvador, contigua al palacio real, en León. Allí recibió el sacramento de la confesión. En presencia de todos, Ramiro se despojó de sus vestiduras regias.Acto seguido, hizo verter sobre su cabeza la ceniza de la penitencia pública.Y así habló el rey:

Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. Dios es mi protector, no temeré lo que puedan hacerme los hombres.

Es la vieja fórmula goda, de San Isidoro de Sevilla, en la que Ramiro funde la renuncia al trono y la última penitencia. Algunas semanas después, el rey entregaba su alma a Dios.Así lo cuenta Sampiro:

Murió de enfermedad propia y descansa en un sarcófago junto a la iglesia de San Salvador, próximo a la tumba que hizo construir para su hija, la infanta Elvira. Reinó diecinueve años, dos meses y veinticinco días.

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