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Authors: José Javier Esparza

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Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (93 page)

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En cuanto al otro clan, los Castro, eran un linaje de origen también burgalés, concretamente de Castrojeriz, aunque con hondísima influencia en Galicia. Al parecer procedían de una rama bastarda de la familia real Navarra. Estaban emparentados con los Ansúrez y los Ordóñez: Castilla «pata negra», pues. En el momento de nuestra historia, año de 1158, su representante más notable era Gutierre Fernández de Castro: un hombre ya de setenta años que había sido mayordomo real con Alfonso VI y Alfonso VII, consejero del rey emperador y que se había encargado de la tutela del propio Sancho en su niñez. Gutierre era unánimemente considerado como un tipo íntegro y rectilíneo, incapaz de la menor traición y sumamente piadoso. Un hombre de fiar.

Antes de morir, Sancho III, que conocía el paño, trató de buscar una solución de compromiso: encargó la tutoría del niño a Gutierre de Castro mientras encomendaba la regencia del reino a Manrique de Lara. Era una operación inteligente: por una parte, contentaba a los dos grandes clanes castellanos al atribuir a cada cual una función decisiva; pero, al mismo tiempo, evitaba que alguno de ellos acumulara demasiado poder, porque al regente le privaba de la tutoría y al tutor le privaba de la regencia. Toda la cuestión estaba en saber cuánto tardaría una de las facciones en intentar quedarse con la parte que le había tocado a la otra.Y tardó muy poco.

Esto es dificil de entender con criterios políticos contemporáneos, así que vamos a explicarlo un poco. El sistema de poder medieval era ostensiblemente más fragmentario y también más precario que el del Estado moderno. Un rey medieval reinaba, sí, y todos estaban obligados a obedecerle, pero ese poder tenía muchos límites de hecho y de derecho. Esos límites iban desde los derechos adquiridos por la villas y sus pobladores hasta las prerrogativas de los señores —civiles o eclesiásticos— en sus propiedades y territorios, que el rey no podía contradecir so pena de enormes trastornos. Estamos hablando de sistemas políticos que carecían de instrumentos esenciales del poder moderno como la política económica o el ejército permanente. Un poder que dispone de ejército propio, que puede regular la economía a su libre voluntad y que se atribuye la función de dar y quitar derechos, es un poder temible. Pero el poder medieval no tenía nada de eso: los ejércitos dependían de los señores que pudieran costearlos, la economía nacía de abajo hacia arriba sin planificación ni centralización y los derechos adquiridos pesaban más que la voluntad del monarca. De manera que el rey medieval no era ni mucho menos el déspota omnipotente que nos dibuja cierta literatura.

En un paisaje así, el poder tendía a fragmentarse continuamente, y de manera especial cada vez que había un vacío en el ejercicio de la realeza. Entonces emergían los poderes de hecho, que eran los grandes linajes nobiliarios y, también, las ciudades y sus patricios.Y eso era exactamente lo que estaba pasando ahora en Castilla durante la minoría de edad de Alfonso VIII: dos grandes familias se enfrentan entre sí por controlar los resortes del poder, y esa pugna levanta conflictos que terminan afectando al conjunto del reino. Para empezar, naturalmente, lo que unos y otros intentan controlar es la materialidad del poder, es decir, a la propia persona del rey niño: Alfonso VIII.

En realidad no se sabe muy bien cómo, pero el hecho es que Manrique de Lara logró apoderarse del pequeño Alfonso. Ocurrió que Gutierre de Castro, temiendo una guerra civil en el reino, optó por abandonar la tutoría, que fue a parar al caballero García de Daza. Ahora bien, este García era hermanastro de Manrique, de manera que el clan de los Castro vio mal el arreglo.Y el propio Manrique, por su parte, tampoco quedó contento y no tardó en exigir la tutoría del rey niño. Cuando la consiguió, en marzo de 1160, lo primero que hizo fue apartar a los Castro de todas sus tenencias —el gobierno de las villas—, y con ello creó un conflicto que iba a prolongarse durante años.

Expulsados de mala manera de sus privilegios, los Castro acudieron a Fernando II, el rey de León, incitándole a penetrar con sus huestes en Castilla. Era lo que Fernando estaba deseando oír. Fernando de León, como Sancho VI de Navarra, ya había aprovechado la minoría del niño rey Alfonso para arañar pedazos de tierra en la frontera. Pero en León había un problema mucho más urgente: las efusiones expansivas de Alfonso Enríquez, el de Portugal, que continuamente trataba de extenderse hacia el este, en las tierras que hoy son Salamanca.

El portugués, en efecto, no cejaba. De hecho, el rey de León se había visto obligado a repoblar Ciudad Rodrigo y Ledesma para frenar las cabalgadas de los portugueses. Acto seguido a Fernando se le sublevaron los burgueses de Salamanca, al parecer estimulados con dinero portugués.Tan seria fue la cosa que Fernando de León tuvo que vencerlos en batalla campal: la batalla de Valmuza. Fue una victoria contundente que llevó a Alfonso Enríquez a recapacitar: era mejor pactar… de momento.Y una vez resueltos estos problemas, Fernando de León pudo hacer caso a los Castro: invadiría Castilla. Era ya el verano de 1162.

La entrada de Fernando II de León en tierras castellanas fue un paseo triunfal: los Lara eran temidos, pero no queridos, de modo que las ciudades de Castilla se doblaron ante el rey leonés. Primero fue la Extremadura, luego Segovia, después Toledo. Los de Lara, atemorizados, resolvieron coger al niño rey y marcharse a Burgos, para hacerse fuertes allí. Pero Fernando no les persiguió: en vez de pelear contra los Lara, optó por hacer sucesivos gestos de majestad. En Barcelona acababa de morir Ramón Berenguer IV —ya hablaremos de eso más detenidamente—, de modo que Fernando de León marchó a la frontera oriental, convocó en Ágreda a los nobles de Aragón y Barcelona, obtuvo su vasallaje y, más aún, tomó bajo su tutela al heredero de la corona aragonesa —otro niño llamado también Alfonso— y le ofreció como esposa a su hermana Sancha.

Mientras tanto, en el norte, Sancho VI de Navarra, al ver que leoneses y aragoneses se entendían, temió que la alianza se dirigiera contra él, así que se apresuró también a rendir vasallaje a Fernando. Por esta vía, en pocas semanas, Fernando de León conseguía recuperar el liderazgo en la España cristiana.Y, ahora sí, ya podía acudir a Burgos para ver a los Lara; no como el tío de un niño rey, sino como el soberano mayor de toda la España cristiana que iba a exigir lo suyo. Ni que decir tiene que los Lara, ante semejante exhibición de poderío político, cedieron: Manrique de Lara reconoció a Fernando II de León como regente de Castilla; más aún, aceptó reconciliarse con los Castro.Así solventó Fernando II la grave crisis castellana: ganando él.

Hay que decir que la solución del problema fue sólo temporal.Ya veremos por qué. Pero, mientras tanto, otras cosas han de llamar nuestra atención. En Barcelona, como acabamos de ver, había muerto Ramón Berenguer IV y dejaba el Reino de Aragón a un niño. ¿Qué iba a pasar ahí? Y mientras tanto, Alfonso Enríquez de Portugal rompía una vez más los pactos y lanzaba a sus huestes contra tierra leonesa, concretamente sobre Ledesma. Pero vayamos por partes.

Un niño marca el destino de Aragón

Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe de Aragón, ha muerto. Deja un heredero: un niño de cinco años llamado también Alfonso. Tenemos, pues, dos niños-rey, huérfanos ambos, y los dos llamados Alfonso: el de Castilla y el de Aragón.Y un pariente mayor para ambos: el rey leonés, Fernando II. Cuando Fernando apareció por allí, los nobles de Aragón y Cataluña se apresuraron a rendirle vasallaje en nombre de todo el reino y también en nombre del niño, pero en el mapa hay una novedad: el conde de Barcelona, antes de morir, ha puesto a su heredero bajo la protección del rey de Inglaterra, nada menos. ¿Por qué hizo eso el conde? ¿Por qué precisamente Inglaterra? Y por otra parte, ahora que Ramón Berenguer moría, ¿no iban a separarse los territorios del Reino de Aragón y el condado de Barcelona? Venían años decisivos para el futuro del Reino de Aragón.Años que quedarán marcados precisamente por ese niño: el huérfano Alfonso.

Ramón Berenguer IV murió el 6 de agosto de 1162. Falleció cerca de Génova, en el burgo de San Dalmacio. ¿Y qué se le había perdido al conde de Barcelona en Italia? Un negocio político. Europa está viviendo en ese momento los años de la gran oposición entre el imperio y el papado, entre los gibelinos —los partidarios del poder imperial— y los güelfos —los partidarios del poder eclesiástico y señorial—, y en el centro de esa querella se encuentra el emperador romano-germánico, Federico Barbarroja.Y Ramón Berenguer quiere ser su aliado.

El conde de Barcelona tenía muchos intereses en Europa: recordemos que el condado mantenía su soberanía sobre buena parte de la Provenza francesa. En Provenza, Ramón Berenguer había colocado a un sobrino suyo que se llamaba también Ramón Berenguer, hijo de su hermano Berenguer Ramón (parece un trabalenguas, pero así es).Y para consolidar su posición, al Ramón tío —el de Barcelona— se le ocurre que sería buena cosa casar al Ramón sobrino —el de Provenza— con al guna dama de la facción imperial, gibelina. ¿Qué dama? Una vieja conocida nuestra: Riquilda de Polonia, la última esposa de Alfonso VII, el rey emperador, que por entonces todavía era una joven de poco más de veinte años.

Dicho y hecho: el sobrino Ramón se casó con la polaca y el emperador Federico Barbarroja reconoció sus derechos sobre la Provenza. Asunto arreglado. Pero al volver del viaje, Ramón Berenguer IV se sintió mortalmente enfermo. La comitiva se detuvo. El 4 de agosto, viéndose morir, el conde de Barcelona dictó testamento. Murió dos días después. Su cuerpo fue llevado al monasterio de Ripoll, donde quedó inhumado. Y a las pocas semanas, las últimas voluntades del conde de Barcelona eran solemnemente leídas en Huesca, en presencia de la reina Petronila y de todos los nobles del reino.

¿Qué decía ese testamento? Decía que Ramón Berenguer legaba a su hijo primogénito Alfonso, de cinco años, todos sus títulos y estados, esto es, Aragón y el condado de Barcelona, a excepción de la Cerdaña y Carcasona, que quedarían para su segundo hijo, Pedro, pero como vasallo del primero. Si Alfonso moría sin descendencia, sería Pedro quien le heredara, y si Pedro moría en las mismas condiciones, entonces los títulos pasarían al tercer hijo, llamado Sancho. La reina Petronila, su viuda, quedaba como garante principal de estas últimas voluntades y, para que no le faltara de nada, Ramón le dejaba las villas y castillos de Besalú y Ribas con sus correspondientes rentas. Ahora bien, el nuevo rey, Alfonso, era todavía un niño. ¿Quién se encargaría de su tutela? Ramón Berenguer IV lo dejó muy claro: «Dejo a mis hijos bajo la tutela de Dios y del rey de Inglaterra».

¡El rey de Inglaterra! La pregunta es inevitable: ¿Qué se le había perdido al rey de Inglaterra, Enrique II, en nuestros asuntos españoles? La respuesta es que se le había perdido mucho más de lo que parece. En aquella época, mediados del siglo xii, la corona inglesa dominaba una buena porción de lo que hoy es Francia, desde Normandía y Anjou hasta Gascuña: es la dinastía Plantagenet, cuyo primer exponente es precisamente Enrique ILY en el mosaico feudal francés, muchos de los señoríos del sur que prestaban vasallaje al rey de Inglaterra eran también vasallos, aliados o tributarios de los reinos españoles, tanto de Aragón como de Castilla.

Por eso para los reyes españoles, tanto castellanos como aragoneses, era obligado entenderse con los ingleses. Entre otras cosas porque ambos compartían un mismo enemigo: Luis de Francia, que amenazaba por igual a los territorios de influencia inglesa y a los de influencia española, y ya se sabe que no hay nada que una tanto como tener un enemigo común. El rey inglés, Enrique II Plantagenet, tipo inteligente y duro, trabó muy buena relación con Ramón Berenguer IV.Y por eso el conde de Barcelona, antes de morir, encomendó la tutela de sus hijos al rey de Inglaterra.

Ahora bien, estas simpatías inglesas de Ramón Berenguer IV no convencían a todo el mundo.Y menos que nadie, a Fernando II de León, que era primo carnal del pequeño heredero aragonés. Porque Fernando, en efecto, era hijo de la reina Berenguela, hermana de Ramón Berenguer. Por otra parte, Inglaterra estaba muy lejos, y Enrique, el rey inglés, andaba enzarzado en interminables problemas internos. Fernando vio claro que si había alguien en posición de fuerza, era él.Y los aragoneses, ¿qué pensaban de todo esto? El gobierno del reino había quedado en manos de una asamblea de nobles y eclesiásticos: gente sensata y, sobre todo, fiel a la corona. Para templar gaitas, lo primero que hicieron ya lo hemos visto— fue rendir vasallaje a Fernando de León.Y el reino de Petronila y Ramón Berenguer no se dividió: tanto los aragoneses como los de Barcelona sabían que el deseo de los reyes era que la unión se consolidara.

No debieron de ser años fáciles para una corona que oscilaba sobre la cabeza de un niño, pero la reina Petronila dio un paso decisivo cuando el pequeño Alfonso cumplió los siete años. Ésa era la edad prescrita para heredar formalmente el título regio.Y Petronila no lo dudó un instante: en 1164 hizo donación a su hijo Alfonso de los territorios del Reino de Aragón, que eran el lote que propiamente le correspondía a ella. Más aún: para evitar complicaciones, Petronila, aunque no había cumplido todavía los treinta años, renunció a casarse de nuevo y optó por retirarse de la forma más discreta posible. Todo para que en escena quedara sólo una figura: la de su hijo Alfonso. Amor de madre.Y sentido del Estado, también. Admirable, la reina Petronila.

De esta manera Alfonso recibía el condado de Barcelona, legado por su padre, y el Reino de Aragón, legado por su madre. Por primera vez todos esos territorios recaían legítimamente en una sola persona. Muy pronto recibió también los derechos sobre Provenza. Y así el pequeño Alfonso, que reinará como Alfonso II, se convertía en el primer monarca de la corona de Aragón, o «Casal d'Aragó», como se le llamaba entonces.

Los magnates que en la práctica gobernaban Aragón durante la minoria de edad de Alfonso también iban a demostrar muy buen sentido: para evitar conflictos, desde aquel mismo año de 1164 empiezan a reunir Cortes donde comparecen los nobles, los eclesiásticos y, al parecer, por primera vez, los patricios y señores que dominaban las ciudades: Zaragoza, jaca, Huesca, Daroca, Calatayud… Es el nacimiento de las Cortes de Aragón.

A este niño Alfonso le esperaba un destino realmente interesante. Aliado decidido de Castilla, donde encontrará a otro rey Alfonso de su misma edad, al mismo tiempo actuará con buen criterio en Francia, donde mantendrá la ventajosa posición aragonesa.Y hará algo más: cultivar con auténtica pasión la poesía caballeresca y el amor cortés, que eran las grandes modas culturales de la época. Pero todo esto ya lo iremos viendo.

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